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¿Oligarquía o crimen organizado?

¿Cabe preguntar qué es mejor?

Mario Roberto Morales

Por mi artículo pasado, algunos biempensantes de izquierda me acusan de afirmar que “es preferible el crimen organizado que financia a Baldizón, que el CACIF”. Como pienso por mi cuenta y no sigo líneas de partido ni capilla alguna, en el pasado he sido acusado de agente de la CIA, comunista, racista y, ahora, de baldizonista. Pero, moralismos biempensantes aparte, importa señalar que la aparente disyuntiva de esta acusación implica la falsa idea de que la oligarquía y el crimen organizado son entes separados y contrarios entre sí, cuando a menudo resulta difícil discernir su diferencia y mucho más su oposición como contrarios irreconciliables.

Por si no bastaran los ejemplos de Vielmann y Sperissen —quienes perpetraban “limpiezas sociales” amparados en el Estado oligárquico de Óscar Berger (famoso por su contrabando “legalizado”)— y el de los empresarios miembros de La Línea-2 (Pérez Molina dixit) —quienes sobornaban a los funcionarios de la red de defraudación aduanera conocida ahora como La Línea-1—, quizá sea necesario recordar las acciones de La Oficinita en tiempos de Arzú, o que el lavado de dinero es el motor del capital financiero local y de su actividad bancaria. Hay más ejemplos, pero tal vez estos basten por ahora para ilustrar el hecho de que no se puede concebir una bipolaridad irreconciliable entre oligarquía y crimen organizado, además porque actividades ilegales como la narcoactividad son esencialmente empresariales y obedecen a la lógica del capital —ampliar márgenes de lucro sin que importen las consecuencias humanas— y necesitan tanto del Estado como de las oligarquías para operar con fluidez y eficacia. Lo cual implica que tanto el Estado como las élites empresariales suelen hacerse socias de los emprendedores del narcotráfico.

Y a propósito de este rubro empresarial, cabe decir que tiene orígenes populares y de clase media, y que sus gerentes y subgerentes más exitosos son nuevos ricos que suplen la ausencia del Estado en las comunidades rurales, lo cual hace que esta actividad, además de ser una buena fuente de empleo e ingreso, constituya un modo de vida respetado y apetecido por las pobrerías y por las capas medias depauperadas. Y en tanto que parte del dinero devengado por ese quehacer se destina a erigir la obra física que el Estado no crea, su peso político es enorme. No basta entonces la condena moralista de la narcoactividad —es decir, de uno de los rubros empresariales más importantes del crimen organizado—; hay que analizar su razón estructural de existir: porque lo único que diferencia la producción, distribución y consumo de cocaína de la de armas, tabaco, alcohol, palma africana o bienes audiovisuales intelicidas, es que el narcotráfico es (por ahora) ilegal y los otros rubros empresariales son legales. La dificultad de legalizar las drogas no tiene pues que ver con decidir desde el Estado que la gente pueda vender y consumir sustancias prohibidas, sino con establecer quiénes serán los propietarios de las marcas con las que las mismas se comercializarán legalmente bajo etiquetas como “Coca-Loca SúperSnif Mentolada” o “Coquita Light con Aspirolina para proteger las tiernas fosas nasales de sus niños”.

¿Es válida entonces la disyuntiva de si es preferible el crimen organizado o la oligarquía? ¿O hay que replantear el asunto en términos estructurales más realistas y al margen de los comparsas de nuestro estúpido circo electoral?

…no se puede concebir una bipolaridad irreconciliable entre oligarquía y crimen organizado, además porque actividades ilegales como la narcoactividad son esencialmente empresariales y obedecen a la lógica del capital —ampliar márgenes de lucro sin que importen las consecuencias humanas—

Mario Roberto Morales
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