Irmalicia Velásquez Nimatuj
La trágica muerte de Olga Emilia Choz Ulín de 38 años y de su hija Hellen Mishell Mejía Choz de 14 años, luego que su vehículo cayera en un hundimiento que se produjo en la calzada Concepción de Villa Nueva, el pasado 24 de septiembre, se ha convertido en el patético retrato de las condiciones en las que las poblaciones de Guatemala se encuentran sumidas ante la incapacidad del actual gobierno, cuya burocracia responsable de monitorear al país frente a tormentas o desastres naturales, ha brillado por su ausencia, incumpliendo con las funciones para las cuales fueron contratadas.
A dos días de ocurrida la tragedia, ante la noticia que el Estado suspendería de “manera temporal” la búsqueda de Olga y Mishell por la inestabilidad del terreno y las condiciones climáticas, la angustia de la familia -originaria de Totonicapán- no solo aumentó, sino que mostró y dio un ejemplo a nivel mundial de una solidaridad profunda, de un sentido de comunidad, de paciencia y resistencia colectiva frente a las decisiones inhumanas del presidente, a quien no le importó desde el inicio el dolor que enfrentaban. Fueron las integrantes de las familias quienes no se dieron por vencidas y las que se dedicaron a llamarlas por sus nombres a través de los tragantes que están alrededor del área colapsada.
Olga Emilia y Hellen Mishell son una de las miles de familias indígenas que han migrado a la capital en busca de construirse un sueño que sus municipios o departamentos no puede proveerles y que la capital en sus márgenes, les permite subsistir y materializar una parte de sus anhelos que de otra forma les sería imposible alcanzar, pero al mismo tiempo, ellas reflejan el impacto del racismo que las jóvenes indígenas que migran deben desafiar en todos los espacios públicos de la urbanidad. Por ejemplo, los medios de comunicación reprodujeron ese racismo al ni siquiera preocuparse por publicar el nombre de ambas y de preferir usar la generalización de “dos mujeres desaparecidas”, como si ellas no tuvieran rostro, como si su pasado no importara, menos su presente o como si sus vidas fueran intangibles o incapaces de ser definidas. Casi ningún periodista se preocupó por documentar sus historias personales, por entender cómo terminaron en el fondo de un socavamiento, producto de la incapacidad técnica y la aguda corrupción que es la regla en las instituciones del Estado. Así como la falta de señalización ante desastres de esa magnitud.
Esto es normal en un país como Guatemala, en donde la vida de las niñas y de las mujeres indígenas son desechables, aunque sean ellas las que produzcan los alimentos que llegan a los mercados locales o las que elaboren las tortillas que llegan a las mesas diariamente. Saber quiénes son es lo banal en un país para cuyas elites, las y los indios solo sirven para incrementar sus riquezas más no para ser tratados con dignidad.
Fuente: [elperiodico.com.gt]
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