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Pablo Neruda

Guatemala
hoy
te
canto.

Sin razón,
sin objeto,
esta mañana
amaneció
tu nombre
enredado
a mi boca,
verde rocío,
frescura matutina,
recordé
las lianas
que atan
con su cordel silvestre
el tesoro sagrado
de tu selva.

Recordé en las alturas
los cauces invisibles
de tus aguas,
sonora
turbulencia secreta,
corolas amarradas
al follaje,
un ave
como súbito zafiro,
el cielo desbordado,
lleno como una copa
de paz y transparencia.

Arriba
un lago
con un nombre de piedra.
Amatitlán se llama.
Aguas, aguas del cielo
lo llenaron,
aguas, aguas de estrellas
se juntaron
en la profundidad aterradora
de su esmeralda oscura.
En sus márgenes
las tribus
del Mayab
sobreviven.

Tiernos, tiernos
idólatras
de la miel, secretarios
de los astros,
vencidos
vencedores
del más antiguo enigma.

Hermoso es ver
el vestido esplendor
de sus aldeas,
ellos se atrevieron
a continuar llevando
resplandecientes túnicas,
bordados amarillos,
calzones escarlatas,
colores
de la aurora.
Antaño,
los soldados
de Castilla enlutada
sepultaron América,
y el hombre
americano
hasta ahora
se pone la levita
del notario extremeño,
la sotana
de Loyola.
España
inquisitiva,
purgatoria,
enfundó los sonidos
y colores,
las estirpes de América,
el polen, la alegría,
y nos dejó su traje
de salmantino luto,
su armadura
de trapo inexorable.

El color sumergido
sólo en ti sobrevive,
sobreviven, radiosos,
los plumajes,
sobrevive
tu frescura de cántaro,
profunda
Guatemala,
no te enterró la ola
sucesiva
de la muerte,
las invasoras alas
extranjeras,
los paños funerarios
no lograron
ahogar tu corola
de flor resplandeciente.

Yo vi en Quetzaltenango
la muchedumbre
fértil
del mercado,
los cestos
con el amor trenzados,
con antiguos
dolores,
las telas
de color turbulento,
raza roja,
cabezas de vasija,
perfiles
de metálica azucena,
graves miradas, blancas
sonrisas como vuelos
de garzas en el río,
pies de color de cobre,
gentes
de la tierra,
indios
dignos como
monarcas de baraja.

Tanto
humo cayó
sobre sus rostros, tanto
silencio
que no hablaron
sino con el maíz, con el tabaco,
con el agua,
estuvieron
amenazados por la tiranía
hasta en sus erizados territorios,
o en la costa
por invasores norteamericanos
que arrasaron la tierra,
llevándose los frutos.

Y ahora
Arévalo elevaba
un puñado de tierra
para ellos,
sólo un puñado
de polvo germinal, y es eso,
sólo eso, Guatemala,
un minúsculo
y fragante
fragmento de la tierra,
unas cuantas semillas
para sus pobres gentes,
un arado
para los campesinos.
Y por eso
cuando Árbenz
decidió la justicia,
y con la tierra repartió fusiles,
cuando los
cafeteros
feudales
y los aventureros de Chicago
encontraron
en la casa de gobierno
no un títere despótico,
sino un hombre,
entonces
fue la furia,
se llenaron los periódicos
de comunicados:
ardía Guatemala.

Guatemala no ardía.
Arriba el lago
Amatitlán quieto como mirada
de los siglos,
hacia el sol y la luna relucía,
el río Dulce
acarreaba
sus aguas primordiales,
sus peces y sus pájaros,
su selva,
su latido
desde el aroma original de América,
los pinos en la altura
murmuraban,
y el pueblo simple
como arena o harina
pudo, por vez primera,
cara a cara
conocer la esperanza.

Guatemala,
hoy te canto,
hoy a las desventuras del pasado
y a tu esperanza canto.
A tu belleza canto.
Pero quiero
que mi amor te defienda.
Yo conozco
a los que te preparan una tumba
como la que cavaron a Sandino.
Los conozco. No esperes
piedad de los verdugos.
Hoy se preparan
matando pescadores,
asesinando peces de las islas.
Son implacables. Pero
tú, Guatemala, eres
un puño y un puñado
de polvo americano con semillas,
un pequeño puñado
de esperanza.
Defiéndelo, defiéndenos,
nosotros
hoy sólo con mi canto,
mañana con mi pueblo y con mi canto
acudiremos
a decirte “aquí estamos”,
pequeña hermana,
corazón caluroso,
aquí estamos dispuestos
a desangrarnos para
defenderte,
porque en la hora oscura
tú fuiste
el honor, el orgullo
la dignidad de América”.