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Octubre

Gerardo Guinea Diez
gguinea10@gmail.com

Si hay algo que reivindicar de la Revolución de Octubre es su vocación humanista. Cambió por completo la fisonomía política, económica, social y cultural del país. Así, un viernes de 1944, Guatemala ingresa de forma tardía al siglo XX. Antes, un dictador administraba según su estado de ánimo, el teatro de costumbres donde se representaba la comedia entre buenos y malos, como libreto ad hoc que justificaba el trabajo forzado y el quebranto de todos los derechos. Octubre, pues, sin ponernos históricos, es un jalón de modernidad que se abortó no sólo desde el anticomunismo, sino desde esa ideología colonial que aún batalla por la hegemonía de la obediencia como valor casi ontológico, algo tan pariente de ese mal radical que atravesó y atraviesa a la nación.

Los orígenes de este movimiento democratizador son puntuales: La reforma universitaria de 1918 en Córdoba, Argentina. De ahí se formó y alimentó Arévalo, como lo puntualizó en su momento, Mario Monteforte Toledo. Ello explica la autonomía universitaria, el impulso a la educación, el seguro social, el Código de Trabajo y la proliferación inédita en la historia de organizaciones sindicales y campesinas. Se rompieron los engranajes que sujetaban al ciudadano a una servidumbre y obediencia, cruel e inhumana.

Sin duda, Arévalo y Árbenz advirtieron que el nudo de la gobernabilidad pasaba por romper las infames condiciones en que vivía la mayoría de la población. Es más, la razón última del conflicto que se desató en 1954 y finalizó en 1996, está en la disputa por rehabilitar los valores previos a esa fecha. Recurrir a la violencia como recurso para imponer su legitimidad y legalidad fracasaría, la revolución había echado raíces, no sólo en cultivar vocaciones democráticas, sino en los sentidos morales que se pregonó desde el Estado.

A su vez, se abrió un ciclo virtuoso de creación. El ambiente democrático posibilitó que las generaciones literarias del 20 y 30 encontraran los espacios para una madurez literaria, impensable en su tiempo. Miguel Ángel Asturias publica El señor presidente, en Costa Amic, en México y Cardoza y Aragón funda Revista de Guatemala, un prodigio de diálogo y colaboración de los grandes intelectuales del mundo. Monteforte Toledo escribe Entre la piedra y la cruz y Saker-ti se consolida como un extraordinario movimiento literario. Como sea, es difícil resumir en pocas líneas la biografía de artistas extraordinarios. Baste mencionar a Tito Monterroso, considerado el mejor fabulista en español, Carlos Illescas, Manuel Galich, Francisco Méndez, entre otros.

Hijos de octubre, decenas de novelistas, poetas, músicos, pintores y escultores, pueblan el imaginario colectivo con obras que se convierten, en muchos casos, en patrimonio cultural de América Latina. Hombres de maíz (Asturias), Guatemala, las líneas de su mano, El río, novelas de caballería (Cardoza y Aragón), Una manera de morir (Monteforte Toledo), Obras completas y otros cuentos (Monterroso), son una pequeña muestra de esa grandeza guatemalteca que se negó y niega a morir.

Gerardo Guinea Diez
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