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Primeras páginas de El árbol de Adán.
Publicado por Norma Colombia.
Colección La otra orilla

A quienes esperan su luz
y un pedazo de memoria,
tan siquiera,
porque tan tristes sus viditas.


No supe cuántos eran;
fue la hoguera lo primero
que vi en la oscuridad,
y luego fue como si lo viera
todo de pronto…
RETIRADA
William Faulkner

Dolores después, según los recuerdos, volví a estos caminos para espantarme el miedo y sacármelo del cuerpo. Hago lo que ocurre, extinguir el carbón encendido que traigo en el pecho desde entonces.

Desde esas muertes.

Son muchos años, lo sé, muchos y por eso, de pronto —un día, una noche, una muerte, un recuerdo, no sé bien cuándo— se me ocurrió caminar y caminar, sin detenerme y así, llegar a su encuentro.

Es animal grande, al acecho. Se nutre y se regocija de muerte pero, sobre todo, de aquéllos gritos ahogados calladitos los pobrecitos ahora miles de sombras en llamas reverberando en las laderas de las montañas, en la remota lejanía donde los perros rabiosos custodian un Edén cruel que a la vista de los viajeros es un hueco de una oscuridad grande, como un horno donde el pan es ceniza y las sombras se esparcen en un aire perdido de vida, para advertir a los posibles intrusos que allí reinó la indestructible sombra del buitre.

Caminé a prisa, agitado, con la respiración ardiéndome en el pecho. No era un berrinche. Tampoco fue para echar una primera ojeada y enseguida huir. Lo hice con una firmeza inusitada en mí, con una fuerza enterrada que decidió por fin salir a luz con la determinación de postrarlo de rodillas y exigirle que se me saliera del cuerpo. No me sentía agotado ante la imponente exigencia. Ni siquiera, después de varias horas, arrastré los pies. Mi cuerpo fue presa de una rigidez mecánica, perdiendo la capacidad de apreciar la dislocada irregularidad del camino, que me ha llevado hasta este árbol donde cuelga el cuerpo inerme de Adán con sus huesos ennegrecidos por el fuego y las hilachas de sus ropas y sus carnes podridas, ondeando como una bandera quemada. Lo observé y no me sobresalté porque supe que volvía esa certeza que nunca me abandonó sobre aquella noche: lo que creía insoportable era apenas un guiño de la maldad.

Y todo fue como empezar a caminar al revés.

Regresar para mantener intacta la dignidad de la muerte, la que no ha querido dejarse ver ni siquiera en los tejados, menos imaginarla cruzando la calle, de vuelta para rehacer la casa que los hombres construyeron, unos como cualquier hombre y mujer cuando se iluminan de sueños y visitan a un familiar para contarles su decisión de hacer un jardín, tumbarse en el corredor y envejecer roídos por las maromas de los años. Hombres y mujeres ignorando que vendría esa crueldad sin rostro a sacrificar esa cosa que ellos asumían como la historia de sus vidas, la cual contarían según ellos más adelantito, en los albores de una silla puesta al final de los años, porque ya tenían como aceptada su filiación a ciertas monotonías.

Regresar al altiplano sin saber qué hacer ante lo que meramente se abstrae, se retira, siendo una neutralidad de personas, cosas, sentimientos. Pisar ese suelo que está dispuesto a usar su infalible cuchilla para cortar un ayer que suele presentarse cansado, balbuceando con trabajo sus historias. Estar de vuelta y tropezarse con el ánima de ranchos, bestias, pozos y maizales que me generan martillan una idea: todo parece estar aquí. Sin embargo, es una mera ilusión óptica.

No todo está aquí.

No sé si es el cansancio, pero unas voces toman forma y dirección sobre el pequeño pueblo, donde estoy parado, viéndolo, imaginando los comales, los petates en el piso, el morral en una esquina, la piedra de moler, la carta de amor que lee una mujer de trenzas largas y un huipil que me despierta servidumbres. Escucho las voces de niños corriendo tras un momento que parece perfecto.

Y todo está aquí, incluso el miedo.

Por estos lugares siempre fue así. Andar para cruzar la realidad a toda hora. Por eso decidí andar, más que caminar. Se camina en la ciudad. En el monte se anda, y uno lo hace sin esperar que algo ocurra, porque las cosas ocurren a cada momento, con sus ecos respirando por las piedras y las ramas y más de la mitad de lo que existe se viste de una blancura adormilada.

Son veinticinco años y el vértigo es el mismo, no digamos el escalofrío de la muerte bajando por la espalda, desde la coronilla, paralizándome las piernas. Sí, es mucho el tiempo, como un dolor blanco y una luna en el suelo quejándose de su propio resplandor y el miedo blanco, sin estremecimiento, simplemente siendo, como un agujero en medio de la noche, sin ojos, con casas que arden y la sensación de que la realidad, así, repentinamente, es una sola cosa.

¿Qué cosa?

La que se junta en sus límites, la que hiela el espacio para protegernos del fuego. La que es una pieza de trueque para salvarnos de la muerte. Una sola cosa, una. La opuesta al error y a la falta de fortuna. Una, solamente una. La que nos salva del manto del terror.

Por eso fue que decidí andar.

Andar y no vagar por estos caminos. Por que yo creía en ese tiempo que la vida eran las palabras, la jornada entre la milpa con mi padre, el polvo que brillaba en los ojos de mi madre, el peso sucedido de la lluvia. La reducida pradera antes del cruce de caminos, a la derecha del río. El ropero donde mi padre guardaba su título de maestro rural, las yeguas que se valían por sí solas y esa estampa que arropaba a los hombres todas las mañanas cuando la vida era lo que nadie notaba, sólo los hombres que miraban y creían
en ese instante como algo interminable.

¿Qué miraban?

Nunca lo supe, pero yo también lo hacía, como ellos. Lo aprendí rápido, sin que nadie me instruyera en el manejo de esos mecanismos extraños de mirar la realidad, incluso antes que se difundieran las malas noticias y los rumores no tardaran en llegar para darnos su precipitado diagnóstico de muerte. Antes que ellos se aposentarán en la vera del camino con sus férreas argollas, antes de su arrogancia y del silencio que traían adentro de las vísceras, antes de esa aspereza.

Antes que pusieran a los vivos en los muros.

Y no fue inútil ver de ese modo, abriendo los ojos hasta apoderarse de la ventana para rasgar a la oscuridad, blanqueando lo que gobernaba la novedad, las ropas de la tierra y los frutos; bueno, en ese entonces teníamos las riendas y vivíamos como si nada hubiera terminado y el mañana era como ver para abajo.

O ver para arriba, esperando los cometas y la noche era.

Para abajo, las mañanas y los hombres viejos jugando con la punta del sombrero, viendo a esa hora la luz que semejaba una caja de cristal llena de polvo brillante y nosotros adentro, sin imaginar a los canallas ni el llanto de las mujeres cuando al diablo le dio por andar por estos caminos.

Los mismos caminos que ahora decidí transitar lleno de espanto y desazón ante la inminencia del diablo, ese animal que soltaron los hombres crueles. Después de cruzar por varias aldeas abandonadas me percaté que el viento soplaba del oeste y entonces pedí perdón a mis hermanos que se quedaron por ahí, en algún lugar hace tiempo.

Para arriba, la iglesia abierta los domingos para dar un poco de remedio y consuelo, claro, antes que nos arrebataran los cometas o la caja de cristal llena de polvo brillante.

Antes.

—¿Cómo es posible semejante cosa? —no se cansaba de preguntar el cura cuando el domingo y Esteban con señas el miedo y yo le dijimos.

Encontró el pan hecho ceniza y no pudo con el tiempo porque se había detenido, así sin más, mientras los buitres sobrevolaban la zona y él no se cansaba de persignarse y limpiar las lágrimas que le caían sobre las mejillas.

Para arriba o para abajo.

Bueno, como si eso importara ahora y alguien de los aquí enterrados pudieran escucharme.

Quizá mi corazón delate mi presencia.

¿Y mis hermanos?

Están más adelante, en el lugar donde una voz me indique que ahí debo detenerme. Cuando me tope con sus ojos y sepa que no alcanza este impulso mío de caminar; cuando no haya ni brizna de aire ni pájaros y yo pueda afianzarme en un pedazo de tierra.

Y esa voz me dirá que soy hijo de una indígena y un ladino, maestro rural formado en las escuelas creadas por Arévalo y Árbenz hace ya tantas derrotas.

También habré de detenerme en el muro blanqueado donde cuelga la foto del abuelo y el ropero que guarda el diploma de Adán que lo acredita como maestro rural. Es el mismo, sólo que con sus esquinas chamuscadas por el fuego.

Y el sombrero y su morral.

Haré un alto frente a la llama que los consumió una noche que los soldados bordearon el río en silencio y entraron a la aldea por el lado de la escuela y agruparon a todos sus habitantes bajo los árboles para después meter a la mitad en un aula y al resto en la iglesia para quemarlos vivos.

Antes del viaje, mi mujer expuso sumariamente sus objeciones y no permitió que entre ella y mi decisión de regresar se diera una viva controversia. Simplemente mostró un listado de razones. No más. No había posibilidad de discutirlo. Simplemente se cerró porque de antemano sabía que no tendría éxito. Su opinión cayó en saco roto.

—No se pueden remendar las malas razones—me escupió a la cara, dando un portazo que sacudió los cristales de la ventana.

Fue demasiada mi urgencia por vomitar el miedo que no puse atención a ese listado que no descifro pero intuyo.

Quizá es como estar tentado por los grandes diablos.

Pero no pude retroceder.

Menos exclamar “Vade retro Sátana”.

Tampoco ellos pudieron exclamar esa frase cuando se les vino encima la tormenta de fuego y todos gritaban y alegaban inocencia.

De qué eran inocentes?

¿De qué fueron culpables?

Algo opaco en mi interior me decía que llevo dormidos en la mente a esos pueblos, a esas gentes, que no hay forma de eludir la perpetua fijeza que me ocasionó la huella de tanto cadáver y me obligó a llevar puesto un sudario como una seña de identidad, condenado a cargar en la bolsa de la camisa un viejo retrato de esa noche, carcomido por el tormento y el esqueleto de una memoria que se niega a salir de ese laberinto sin haber, al menos, intentado ensayar un final digno.

Pienso en que todo llega a su final.

¿Llegaron ellos a su final? Es posible cuando fueron arrastrados muy lejos y ese final, difícil de explicar, está en las cenizas, en los huesos calcinados, en los cuerpos sin tumbas y unos soldados que siguen bajo los árboles arrojando su sombra y su estupor por los heridos que saben que ese final, aunque llegue, pasará.

Eso es cierto, también pasará.

Pasó pocas horas después, al saber vagamente sobre los muertos y los vivos que abatían su cabeza sobre los troncos de los árboles y más adelante se pusieron a llorar seguidamente. Pasó apenas minutos cuando los tiros rajaron el silencio y las voces de las mujeres y los niños saltaron unos sobre otros y la aldea, aprisa, se restregaba el sueño de medianoche y unas cabezas pintadas de negro asomaban sus ojos rojos y miraban a todos con una sonrisa enloquecida.

Es cierto, el final pasó para quedarse.

Cuando formaron en fila hasta a los animales y las órdenes manchaban de sangre las súplicas de los ancianos; cuando se formaban alrededor de la voz de mando y los hilillos de la palabra raleaban la oscuridad.

Y se quedó.

Y no fue sólo mi aldea. Después se instaló la noche y siguieron muchas más. Yo las conté durante semanas y las culatas y los silencios y las miradas en la vera de los caminos con su vida rematada y miré en los periódicos y no decían nada y así comprendí que se fue quedando ese final que todavía no llega y así.

El miedo se me quedó adentro y…

Suerte nada más. Esa noche, detrás deunos arbustos viví esa agonía, comiéndome los ojos sonrientes de los hombres que traían al diablo a su lado. Unos minutos me salvaron. Me acompañaba Lucía, quien temblaba por la cercanía del olfato de los lobos. Unos doscientos pasos de distancia nos separaban de ellos.

Ellos, sacudiendo y desgarrando entre sus fauces a los niños, a las mujeres, antes, sí, antes del fuego y la voz de mando azuzándolos con rugidos roncos, opacos como la hora.

—¿Ahora, qué hacemos? —preguntaba Lucía.

Pero no podía responder y ella seguía con la misma pregunta, repitiéndola entre dientes, como si estuviera rezando y yo, sin dejar de escucharla, tenía la vista fija en lo que sucedía a doscientos pasos de la muerte.

Nos echamos de bruces y enterramos las bocas en la tierra. Ahí nos quedamos un buen rato, idos de la realidad, con una gran culpa por habernos retrasado.

Si no, esa habría sido nuestra suerte.

Pero no lo fue por estar intentado subirle la falda y ella que decía «espérate, aquí no, aquí no» y «en dónde pues», replicaba yo. En eso, los gritos, los tiros al aire, las voces alineándose en los árboles para quedarse el resto de la noche.

El resto de los días. El resto de la vida.

Lucía sacó la boca de la tierra y me vio. No era una mirada agradecida ni rencorosa. No, era una mirada despojada de algo. Y la mía también era de ese modo, con el gesto de volverse de inmediato para atrás.

Sin embargo, no podíamos movernos a ningún lado. Nos incorporamos con sigilo y seguimos viendo aquello que helaba la sangre y nos producía un susto feo, como nunca habíamos sentido los dos.

—¿Le avisamos al cura?

Y ella estaba allí con su rostro pálido, sin sangre, sin muecas ni arrugas ni malicia ni voluntad. No contesté y Lucía comprendió. No quería que nuestras voces se elevaran ni siquiera un poquito, aunque supiéramos que el mundo estaba ya entre ruinas. Lo comprendió muy bien porque sabía que eso de los lobos era pura mentira. Por aquí no hay lobos sólo coche de monte y de vez en cuando tigrillos y un que otro gato de monte, no más y lo comprendió también que decidió levantarse, sacudirse el polvo y correr hacia la aldea y yo, por más que la sujeté de la muñeca, resultó imposible detenerla.

Entonces, no la volví a ver. Puras cenizas.

Ver para quedarse carcomido por dentro, por el miedo, por el humo que salía del aula y de la iglesia, por el mundo que se hundió con los gritos, por el olor a carne quemada de los cuerpos, cuerpos en un horno para una broma siniestra.

Autor: Gerardo Guinea Diez

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