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Nicolás

El último de los “guatemalticos”.

Tenía ya cinco meses de no ver a Nicolás. En enero pasado solía decirme Bobo. Ahora me dice Abelo. Mis hijas aseguran que camina igual que yo, al extremo de que a veces lo hace con las manos a la espalda y mirando hacia abajo. Tiene los ojos enormes de su mamá y esa mirada como de alegre susto que ella les heredó a sus hijos.

Nicolás es un niño “estrujable” de año nueve meses, con un guardarropa de “rockstar”. Uno lo ve y dan ganas de apretarlo hasta el gemido porque parece anuncio de compotas. Además, cuando algo le agrada esboza una sonrisa que desarma, con sus dientotes perfectos y un brillo de entusiasmo en la mirada capaz de contagiar al más amargado.

Vengo a Costa Rica por lo menos tres veces al año para ver a mis hijas y nietos. Y cada vez procuro permanecer un mes. La calma, el ocio (mi ocupación favorita) y el afecto que me rodean aquí, me cargan las baterías hasta el tope. Y ahora, con Nicolás, he vuelto a mi rol de abuelo todoterreno: pantalones viejos, anteojos a salvo, camisetas aptas para manos sucias, zapatitos terrosos, saliva, lágrimas y mocos. A esto me acostumbró Lucía, quien ya tiene seis años y lee en lugar de escalarme como lo hacía antes. Ahora, a quien le toca treparme es a Nicolás. Y mis fatigas están prontas para sus manotas y para que se me quede dormido encima como sapito fuera del charco.

Nicolás es mi sexto nieto. Anaís, mi hija menor, es su mamá, y antes de él (y en orden de aparición), de Mariana, Daniela y Rodrigo. Y Mayarí, mi hija mayor, es la mamá de Alejandra y de Lucía. Como ven, la producción ha sido intensa. Y supongo que con Nicolás ha quedado clausurada. Al menos esa es la ilusa esperanza de un abuelo todoterreno que se echa sobre la nuca a la nieta de turno en Disneyworld, Universal, Xetulul y otros insufribles parques temáticos como la Antigua. Y que no se atreve ni siquiera a imaginar el advenimiento de una lluvia de bisnietos.

Nicolás también se parece a su hermano Rodrigo. Ambos nacieron grandotes y con buen peso, como su abuelo. Los tres fuimos bebés de nueve libras o poco más. Y los tres hemos desplegado una gran intensidad física, aunque al abuelo eso se le disipó al descubrir que podía explicarse la realidad mediante las palabras y que hacerlo le producía una paz y una alegría incomparables. En todo caso, Nicolás es un grandulón y pesa como un tramo de plomo.

Ya no tarda en llegar. Me lo traen a media mañana y luego otra vez por la tarde. El vil gordo tiene que dormir. Y comer. La otra vez lo enseñé a jugar “bomba” y le fascina hacerlo una y otra vez. Él se acuesta sobre la alfombra de la sala, yo lanzó hacia arriba los cojines de los sofás para que le caigan encima e imito el silbido de un proyectil aéreo que cae y explota. Luego hacemos guerritas de cojines y lo zangoloteo de lo lindo haciéndolo carcajearse hasta que queda listo para un biberón o para una siesta. O para ambos. Descansa un rato, y luego otra vez a las “bombas”, a las risotadas y a los zarandeos.

Le encanta que le pregunten de qué color es este o aquel objeto, y atinar con los colores. También, que le inquieran como hace el perro, el gato, el burro o el pájaro. Y repetir palabras complicadas para su edad. Cuando alguien le dice “Abuelo es mío”, él responde sonriendo “No, mío”. Es un vacilón el Nicodemo. Así le digo a veces: Nicodemo Polifemo. Y se ríe, abriendo esos grandes ojos que le copió a su mamá.

Mario Roberto Morales
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