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Carlos Figueroa Ibarra

En los últimos meses el mundo entero se ha atemorizado con la noticia de la aparición de un virus que en 8 semanas se ha extendido por 70 países del mundo, ha matado a 3 mil personas y de acuerdo a las cifras de China  (80 mil casos hasta principios de marzo) tiene una tasa de mortalidad de entre el 2 y el 4%. Fuera de China, tal tasa no llegaría a 1%. La mortalidad aumentaría según las estimaciones chinas mientras más edad tengan los pacientes y  si padecen enfermedades cardiovasculares, diabetes, enfermedades respiratorias e hipertensión. La epidemia puede convertirse en una pandemia porque al parecer el nivel de transmisibilidad del Convid-19 es elevado: una persona puede contagiar fácilmente a 2 o 3 más. La tasa de mortalidad podría aumentar dependiendo de la eficacia y consolidación que tengan los sistemas de salud en los países respectivos. En otras palabras, si usted contrae el virus en un país como Haití, Nigeria o Guatemala (sobre todo si es uno del 50% de niños desnutridos en ese país), tendrá más probabilidad de morirse que si se enferma en Estados Unidos de América o en Alemania.

Las epidemias  o pandemias, nos recuerdan el concepto  de biopolítica  acuñado por  Michel Foucault. En su obra, “Genealogía del racismo” por ejemplo,  Foucault postuló que el poder en la modernidad había pasado del postulado de “Hacer morir, dejar vivir” al de “Hacer vivir, dejar morir”. Según su concepción, los requerimientos de la modernidad volvieron imperiosa una sociedad sustentada en la “regulación de la vida”, es decir una sociedad preocupada en la contabilidad y control de la natalidad,  la mortalidad, la sexualidad, la regulación demográfica etc., La necesidad de mano de obra de la economía capitalista en ascenso hicieron florecer los hospitales, las instituciones psiquiátricas, las escuelas y por supuesto las prisiones y los diversos dispositivos disciplinarios para reprimir conductas que no convenían a la normalidad social. ¿Pero qué sucede cuando  hay sociedades que necesitan más la “regulación de la muerte” que la “regulación de la vida”? Tal es el problema que planteó el filósofo camerunés Achille Mbembe  cuando partiendo de Foucault  acuño el término de Necropolítica. En la periferia capitalista, África por ejemplo, encontramos sociedades  para las cuales existe una población que sobra, que no importa o que resulta indiferente que viva o muera.

Medios y redes difunden la paranoia con el Coronavirus, pero ignoran que según Save the Children, anualmente 6 millones de niños mueren de hambre y enfermedades curables. En 2018, 133 millones de personas padecían hambre extrema y 821 millones hambre crónica. Son decenas de millones o  más los muertos en las más de 80 guerras entre 1945 y 2004, provocadas en su mayoría por la dominación y acumulación. En suma, ahora que el Coronavirus nos angustia, recordemos que el capitalismo es más mortífero aún. Susan George imaginó que los poderosos habían concluido que la sobrevivencia capitalista necesitaba una drástica reducción demográfica. Acaso vivimos un mundo en el que para ellos, sea más rentable la muerte que la vida.

Narrativa y Ensayo publica este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.

Carlos Figueroa Ibarra
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