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Marco Antonio, la sonrisa que toca el corazón

Manolo Vela Castañeda
manolo.vela@ibero.mx

Foto archivo de la familia Molina Theissen

Todo pasó hace 36 años. Pero hay dolores del alma para los que el tiempo no existe: se siguen sintiendo como si hubiera sido ayer. Y cuando así sentimos se viene también esa extraña fantasía de creer que es posible echar el tiempo atrás, a ese preciso instante en el que todo cambió. Creer que todavía, siempre, algo puede hacerse para atajar lo inevitable.

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A sus 14 años, el universo de Marco Antonio transcurría entre su casa, la escuela, su bicicleta y sus amigos.

O mejor dicho: su mundo era la bicicleta, esa extraña máquina capaz de transportarnos a otras dimensiones. La suya era una californiana de color rojo, adornada con unos flecos de plástico que caían a ambos lados de las puntas del timón; de esas que no tienen cambios, de sillón grande y respaldo de metal.

Todas las tardes, después de hacer las tareas, el grupo de amigos compuesto por Byron, Douglas, Haroldo y Marco Antonio, recorrían las calles de la colonia La Florida, hasta llegar a lo que ahora es Bosques de San Nicolás. En 1981, Bosques de San Nicolás ya era una colonia urbanizada, pero todavía había mucho terreno baldío, y también algunos cafetales.

El paseo empezaba con el sonido de los timbres de las bicicletas, esas bolitas plateadas que tienen una palanquita. El acuerdo era ese: nunca tocar el timbre de la casa sino este otro. Cuando se escuchaba ese ruido tan particular, las mamás advertían: “ya están allí tus amigos, ¿ya terminaste la tarea?”
El paseo terminaba apedreando unos palos de jocote corona que estaban por allí, o disfrutando un mango o una naranja con pepita y sal.

De esos paseos, Byron recuerda ahora el olor que despedía la maleza cuando se quebraba al paso de las llantas de las bicis. Hay memorias indelebles que se quedan marcadas a través de los olores.

Me los imagino a los cuatro por esas calles de la colonia, jadeando y riendo, con la boca seca, pedaleando, el aire en la cara.

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Esa semana, que empezó el lunes 5 de octubre de 1981, estaban por empezar los exámenes finales en el Instituto Guatemalteco Israelí, la escuela donde Marco Antonio estaba terminando el tercero básico. A pesar que ya nunca pudo hacer los finales, las calificaciones acumuladas a lo largo del ciclo le bastaron para ganar el año.

En noviembre iba a hacer los exámenes de admisión para entrar al Instituto Técnico Vocacional Dr. Imrich Fischmann. Soñaba con estudiar dibujo técnico.

Byron recuerda como, junto a sus amigos, les gustaba ir a hacer sus trabajos de la escuela a la Biblioteca Central de la Universidad de San Carlos.

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La gran película del tiempo de Marco Antonio fue la saga de La guerra de las galaxias. Byron recuerda cuando fueron a verla, junto a otros amigos, a los cines Capitol, el complejo de cines construido en 1978, después del terremoto de 1976.

A falta de los muñecos de La guerra de las galaxias, que en aquel entonces eran muy caros y difíciles de encontrar, todo era llenar el álbum, “la colección de cromos de esta sensacional película”, como en la portada del álbum decía; ir comprando los sobrecitos con las estampas en las tiendas de la colonia.

Y en la tele: Los supersónicos, esa familia del futuro que se transportaba en aeroautos; El hombre nuclear y su spin-off, La mujer biónica, que en ambas series las escenas más importantes eran ambientadas con ese sonido tan particular con el que se activaba la super fuerza; y La isla de la fantasía, con Ricardo Montalbán y Tattoo, que anunciaba, mientras tocaba una campana: “el avión, jefe, el avión”.

Precisamente los primeros muñecos, como los Max Steel de ahora, eran del hombre nuclear. Y Marco Antonio tuvo uno, su favorito.

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La cabecera de su cama la decoró con unos carritos, un recuerdo de antes, de cuando todavía era niño.

Al lado derecho de su cama había una ventana muy grande que daba al patio corredor de la casa y desde allí toda la recámara se llenaba de luz.
En las paredes colocó unos dibujos que él mismo había hecho. Arte abstracto, cubos, figuras así.

Su escritorio lo mantenía ordenado, con los libros del colegio de ciencias sociales y ciencias naturales, y las lecturas de aquel año: María, Los árboles mueren de pie y La mansión del pájaro serpiente, unos recipientes con lápices de colores, lapiceros y marcadores para las tareas y sus dibujos.

Con sus amigos no se cansaban de darle vueltas y vueltas a un casete de Los Guaraguao, el grupo venezolano de música de protesta.

Un lugar especial, escondidos entre los libros que se hallaban en su escritorio, tenían en su cuarto unos pósters del Che Guevara, a quien Marco Antonio admiraba.

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Ese era el universo de Marco Antonio, nuestro joven niño.

La vida de Marco Antonio era la vida de un joven cualquiera, que estudiaba, jugaba, bicicleteaba, paseaba, veía la tele, iba al cine, escuchaba música, pintaba, reía con sus amigos.

Y mientras escribía estas líneas no podía evitar pensar en mis hijos a sus 14. Marco Antonio es eso: cualquier hijo, cualquier hermano, cualquier amigo, de quien sea: del vendedor de la tienda de la esquina, del empresario, del militar, del pastor evangélico. Tan solo un niño a sus 14.

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Todo se detuvo al mediodía del 6 de octubre de 1981, cuando tres agentes de inteligencia del Ejército de Guatemala, irrumpieron en la pequeña casa de la colonia La Florida.

Llevaban la misión de recapturar a Emma, la hermana de Marco Antonio, que el día antes había logrado escapar de la Brigada Militar Manuel Lisandro Barillas, con sede en Quetzaltenango. El 27 de septiembre, en un retén militar, habían capturado a Emma, quien era militante del PGT, el Partido Guatemalteco del Trabajo.

Y ese martes 6 de octubre, como no la hallaron tomaron otra decisión: llevarse a Marco Antonio. Y así, engrilletado, tapándole la boca con cinta adhesiva y dentro de un costal, los militares tiraron a Marco Antonio en la palangana de un picop. Nunca más, hasta hoy, se ha sabido qué pasó con él.

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Por este proceso han sido acusados tres militares de la Brigada Militar Manuel Lisandro Barillas: Francisco Luis Gordillo, el comandante; Edilberto Letona Linares, el segundo comandante; y, Hugo Ramiro Zaldaña Rojas, el oficial de inteligencia. También, en la órbita del Estado Mayor General del Ejército: Benedicto Lucas García, el jefe, y Manuel Antonio Callejas, el jefe de la Dirección de Inteligencia.

Treinta y seis  años después, esta semana, la justicia parece tan cercana como el penetrante olor que se desprendía de la maleza al rodar de las bicicletas, como la ilusión del niño en la obscuridad de la sala del cine, viendo por vez primera La guerra de las galaxias, como los carritos en la cabecera de su cama, tan cercana, como su limpia sonrisa, que nos sigue tocando el corazón.

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El memorial El Cuarto de Ausencias, ubicado en la 9a. avenida A, 18-95 de la zona 1, comprende una exposición de la vida de Marco Antonio. Se trata de un espacio de memoria que nos invita a reflexionar sobre la desaparición forzada. Los horarios de atención son, de lunes a viernes, de 8:30 a 16:30 horas y sábados, previa cita, al teléfono 2238-3663.

Fuente: [https://elperiodico.com.gt/domingo/2018/05/13/marco-antonio-la-sonrisa-que-toca-el-corazon/]

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Manolo E. Vela Castañeda