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Solemos pensar que la política es el conjunto de procedimientos mediante los cuáles se logran consensos, se organiza el poder, se distribuyen roles y se legitima esta distribución. También, que la política consiste en el juego partidario, el proceso electoral, la administración del estado, la organización de ministerios y otras dependencias públicas, la asignación del presupuesto nacional, la distribución de los recursos del estado, la elaboración de leyes e incluso la administración de justicia. Curiosamente, en la Antigua Grecia—cuna de la civilización occidental y de la democracia misma—a todo esto (es decir, a la organización, distribución y control del territorio, los recursos y la población) los griegos le llamaban policía.

La noción democrática de la política es, por el contrario, precisamente antagónica a la de policía. Como señala Jacques Rancière en El desacuerdo: política y filosofía, solamente hay política cuando una parte de los que no tienen parte interrumpe el orden natural de dominación para reclamar y exigir su parte, logrando hacer visible lo que hasta ese momento era invisible y convirtiendo en discurso lo que hasta ese momento era considerado ruido de fondo. Se trata, en suma, de la irrupción de la lógica igualitaria y democrática en el orden policíaca del poder constituido.

Así vista, la Marcha campesina, indígena y popular de estos días es una actividad eminentemente política pues consiste precisamente en la interrupción del orden normal de dominación por una parte (un grupo significativo de campesinos indígenas) de los que no tienen parte (el conjunto de campesinos, indígenas, mestizos pobres, homosexuales, transexuales y la gran mayoría de mujeres, entre otros). Y, claro, toda actividad potencialmente política que interpela al poder constituido y las élites político-económicas tiende a ser invisibilizada para que la parte de los que no tienen parte no logre constituirse en actor político y, por ende, sus reclamos y propuestas no tengan que ser escuchados y tomados en cuenta. Es por ello que el casi absoluto silencio de los medios de comunicación masiva sobre la marcha (excepto a su llegada a la capital) es totalmente predecible pues éstos son parte del proceso que determina quién es sujeto político y quién no; quién puede hablar y ser parte, y quién no.

Es por ello que lo importante de la marcha no son las soluciones inmediatas que logre sino, más bien, que los que marchan sean reconocidos como sujetos políticos con voz y parte (algo que el estado guatemalteco, las élites político-económicas y amplios sectores de la población jamás han querido reconocer). Como señala Rancière, el desacuerdo no es el conflicto que se da entre uno que dice blanco y otro que dice negro; es, más bien, el conflicto que se da entre uno que dice blanco y otro que también dice blanco. En otras palabras, el desacuerdo sólo ocurre entre dos sujetos de lenguaje que se reconocen mutuamente como tales y, por ende, como sujetos políticos que pueden llegar a desarrollar, en igualdad de condiciones, una base común desde donde trabajar sus desacuerdos y diferencias.

Es precisamente el acceso a esta base común, al mínimo común múltiplo de la política que determina qué es discutible y qué no lo es, lo que se les ha sido negado histórica y sistemáticamente a las comunidades indígenas y/o campesinas. Y eso es exactamente lo que vienen a reclamar al instaurarse como una parte de los que no tienen parte e interrumpir la lógica policíaca del poder constituido y la razón soberana. Esperemos que no sea ésta la que, una vez más, se imponga.