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Breve reflexión sobre la superioridad de los que tienen más y la inferioridad de los que tienen menos.

En la Roma del siglo I d.C. el filósofo estoico Epicteto decía que “No es razonar con coherencia decir: ‘Soy más rico que tú, por lo tanto soy mejor que tú; soy más brillante que tú, entonces soy superior a ti’. Para razonar más coherentemente es preciso decir: ‘Soy más rico que tú pues mis bienes son mayores que los tuyos; soy más brillante que tú pues mis discursos tienen mayor valor que los tuyos’. Ya que uno no es, ciertamente, ni riqueza ni expresión”.

El caso con el que nuestro filósofo ilustra un razonamiento fallido tiene que ver con la inveterada confusión en la solemos incurrir cuando confundimos los hechos con la ideología a través de la cual los percibimos y los juzgamos, así como con la enorme dificultad que tenemos de apreciar los fenómenos como lo que son, en vez de valorarlos como lo que quisiéramos que fueran.

¿Qué tiene que ver ser más rico con ser mejor que alguien que lo es menos, o ser más brillante con ser superior a quien no lo es tanto? Nada. Es una relación que establecemos mediante nuestra imaginación y, por ello, es a todas luces arbitraria y falsa. Lo único cierto que hay en ser más rico o más brillante que alguien, es –como dice Epicteto– que se tienen más bienes y mejores discursos que quien sirve de término de comparación. Nada más. Lo mejor y lo peor de una persona no se mide contando sus rasgos aislados.

De aquí que las preguntas ante las cuales Epicteto nos obliga a situarnos son estas: ¿si no soy ni riqueza ni expresión, entonces qué soy? ¿Y si tener no me hacer ser mejor ni peor, entonces qué es lo que me da más o menos valor respecto a mis semejantes? Los preceptos de nuestro filósofo, contenidos en su Enquiridión (o Manual), recopilados por su pupilo Arriano, pretenden responder a estas preguntas. Y en tanto se trata de una serie de máximas a practicar, de ello se desprende que el mayor o menor valor que podamos tener como personas, depende de nuestra práctica moral y de ninguna manera de los bienes materiales o intelectuales que poseamos.

No se trata ahora de proponer estoicismo alguno como norma moral, sino de ubicar a la ética pragmática –esa que postula que tener equivale a ser y que iguala las virtudes humanas con las habilidades para acumular bienes materiales– como inmoral, pues reduce al ser humano a algunas de sus características más vulgares, relegando su natural capacidad de superación espiritual a los ámbitos del ridículo, la cursilería y la inutilidad impráctica. Es el caso de la “ética del lucro”, sobre la que se hace girar la educación, la política, el arte, la religión y la espiritualidad, desvirtuándolas, pues esta ética es expresión de la lógica de reproducción del capital, la cual se agota en ampliar márgenes de ganancia sin importar mediante qué mecanismos y sin medir las consecuencias resultantes.

El mejor ejemplo de esto es la industria armamentista, cuyo mercado es la guerra y cuyo mercadeo consiste en la promoción de ésta. El narcotráfico y la delincuencia organizada tienen por lo mismo una lógica estrictamente empresarial. De aquí que las oligarquías formen parte de ellas mediante su control del Estado. Con ello legalizan esta violenta ampliación de sus márgenes de lucro y alcanzan su ideal ético pragmático.

No nos extrañe entonces que un gobierno que represente los intereses de quienes profesan la ética del lucro, se valga de cualquier medio para que el criterio de que tener equivale a ser se imponga, aplastando a quienes –por tener menos– sean considerados como seres inferiores.

Mario Roberto Morales
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