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Los sectarios

Mario Cardona

El trípode de niños irrumpió a la media noche en una comuna, donde se llevaba a cabo unos rituales extraños, estrafalarios y voluptuosos que iban en contra de la doctrina verdadera. Estos lanzaban previsiones contra todo los concurrentes que se enclaustraban en una especie de gruta rectangular. Todos se sobrecogieron cuando los escucharon entrar, tumbando una improvisada puerta de madera; en consecuencia, y, naturalmente, todos se volvieron hacia los invasores, extrañados y cejijuntos. El líder carismático que se encontraba al centro de la gruta, donde se apiñaban a modo de filosas flechas, un puñado de estalactitas deflectadas; allí, era donde sobresalía un entablado burdo en su construcción y de un color hosco; esto, naturalmente lo hacía sobresalir de entre todos los feligreses; éste hombre taimado, sólo los advirtió, sin chistar palabra; sin embargo, se encontraba a medio sermón, y en el clímax del meollo, cuando los chiquillos impertinentes le embargaron. De tal manera que su griterío gutural se tuvo que detener; por lo tanto, el cerdo se quedó inmóvil con una especie de pedazo de corteza envuelta, que hacía las veces de altavoz. El trípode de niños era conformado por una niña y dos niños.

La niña, V(1) se posicionó entre el sendero que llevaba hasta el púlpito de confección burdo, donde el hombre gordo, de piel rosácea, y revestido con mantos de seda y anillos de oro y piedras preciosas, la observaba con una sonrisa burlona estampada en su cara redonda, subseguida por su asquerosa papada. Los grandes y bellos ojos azules de V estudiaron la situación. Se apartó su rubicundo pelo trenzado hacia atrás de una sacudida. A su vez, R(2) y P(3) a los laterales; los tres niños, estaban parados rígidamente viendo al hombre que los reunía. El auditorio comenzó a cuchichear, mientras la tensión se mantenía entre los opositores y el líder carismático. Esta disputa, sería el prototipo que, desde hacía mucho, había proyectado el propio líder carismático; ¡su vertiente de sabiduría que se malquistaba con las viejas doctrinas, y por fin tendrían una contienda no-imaginaria u oratoria unilateral, que proyectada en sus diatribas semanales! Así, amparados en esta idea, sus prosélitos se callaron progresivamente, hasta que el silencio predominó, tanto que la atmósfera, bien hubiera podido ser alterada por la caída de una aguja.

Cada uno de los feligreses se encontraba sentado en una piedra o banco de piedra improvisado; todos dispersos, unos junto a otros; esto no quería decir, necesariamente que las clases sociales estaban extintas. Puesto que mientras unos llevaban pallium, túnicas talares de bellos bordados, barbas grandes y abundantes y mucha joyería entre sus dedos, cuellos y muñecas; otros tantos llegaban descalzos y con mantos visiblemente deteriorados, roídos y, con caras sucias y una apariencia famélica. Algunos —que P ya mantenía pleno conocimiento—, eran terratenientes mientras que los demás eran sus propios vasallos.

Pero ahora los reunía una idea común: la preocupación por una vida más allá de la que llevaba ahora; en vilo esperaban, como una profecía, la disputa entre su dios, y la perversidad. De pronto, ya no parecían ser niños, sino que se habían convertido (según ellos) en la representación de la corrupción humana, y en todo el sistema que tanto aborrecían.

—¡Qué hacéis vos, hombre abyecto con el rebaño de la doctrina verdadera! —le preguntó V vociferando.

El hombre se mostró complacido con la acusación que le hacía la chiquilla; prontamente, de una cueva contigua, comenzaron a aparecer unos niños con semblante confuso, análogo al que tienen, cuando son sustraídos de sus sueños en mitad de la noche (que mantenían la misma tónica, en cuanto a la diferenciación de sus clases socio-económicas) y una joven mujer de unos quince años de edad.

V le reconoció en seguida, pues era ella quien le había estado dando esas corruptas clases, hasta que ella, en sus meditaciones y dudas encontró en el tronco de una ceiba muerta, un libro que había cambiado su vida. Desde aquel momento, en el que ella clavó sus sedientos ojos, en esa hermosa vitela, la cause de su vida cambióse definitivamente. Su padre, hombre rígido, monomaniaco, fanático y de mente cerrada, muchas veces había tratado de hacer que su hija en vez de perder el tiempo intentado instruirse en el arte de leer, se involucrase en el fanatismo errático, que su dios les pedía a cada uno de sus discípulos; pues bien, en ella nunca tuvo el fruto que su padre había adquirido de su líder religioso.

¿Cuánto dudas del poder del dios, que quieres intentar interpretar tú misma las cosas del cielo? ¡Ay, cuánta pena me da, que te ciegues, cuando por mí has conocido la salvación, que es para muchos una utopía! ¡Despreciáis vilmente el influjo de los privilegiados, escupís con tus dudas la salvación!, decía muchas veces su padre cuando ella le proponía alguna duda de la “verdad” del dios.

«Todos aquellos que han intentado leer por sí solos las palabras de dios, se han perdido en un paraje umbrío y sin salida, ¡porque solo dios puede decirnos qué es lo que él quiso decir! ¡Ya lo tenemos entre nosotros, sólo basta con escucharle!», era lo que decía uno de los letreros que se encontraban en la pared tras el líder carismático, donde, pulcramente, habíase dibujado burdamente una Panguea, y un papiro alado con un aire de vuelo.

Pero al leer el libro de los hechos del árbol, encontró que muchas de las cosas que proponía éste falso profeta, eran un medio para llenar sus arcas, gracias a los crédulos circundantes aldeanos. La novedad había atraído a la concurrencia, primero fingiéndose ser el discípulo de la doctrina verdadera, para después tergiversarla a la que le convenía.

Entretanto, el líder carismático se rascaba las barbas con delicadeza. A su vez, todos sus discípulos esperaban impacientes una respuesta bien articulada de su dios.

—Espero que vuestra irrupción en los asuntos santos —replicó, ufano y artero el líder carismático, con una sonrisa hueca en su semblante grotesco—, sean, tan solo la adhesión al mundo de los cielos. ¡Es, el Cielo Tercero la salvación! Si me niegan, seréis todos condenados a la deshonra. Porque sólo los perros reniegan de que soy el dios encarnado, ¡porque soy más grande que Zeus, Jesús, Thor, Júpiter, Odín y todos los dioses del mundo! —dijo, por último una frase que resultó análoga a un ¡Ea!, y comenzó a reír sin razón, dando muestras de gozo y a aplaudirse a sí mismo.

A continuación, los cuchicheos comenzaron a elevarse por toda la gruta, de modo que los concurrentes se sintieron plenamente satisfechos con la respuesta de su ídolo humano, y dios. Esto hizo que los reunidos, explotaran en éxtasis, con un alborozo que los hizo ponerse de pie. El mar de aplausos casi ahogó el ímpetu de los dos chiquillos, a excepción del de V, pues ella estaba por completo segura de aquél era un charlatán.

—No encuentro la razón por la cual regocijarse —vociferó, nuevamente V—; ¿qué no veis todos, que los está engañando?
Pero todos le hicieron una mueca de burla a la chica. V volteó hacia su derecha, donde R le aguardaba con la mirada. Él también había recuperado el ánimo. ¿Quién no obedecería su corazón en una situación como esta? R, un hijo de un descendiente noble que había perdido su dinero y su poder cuando la Gran Guerra sediciosa los removió, pero aún conservaba la tozudez característica, por los que pensaban que eran elegidos de Dios para gobernar a un pueblo específico. Repitiéndose éstas palabras, sabiendo lo que sabía, hizo que su furor cobrara nueva vida: hizo pues, un gesto con sus ojos y nariz. V entendió la indicación. ¡Ya había olvidado que lo traía consigo!
Cuchicheaban y las mofas se acumulaban por doquier.

—¡Tengo en mis manos —sacó vertiginosamente, de una especie de carcaj, un facsímil doblado trabajosamente, en forma cilíndrica, y alzóse cual espada de guerrero—, la prueba escrita, de que vuestras doctrinas, violan la verdad y la razón!

Fue entonces que todos le prestaron atención verdadera. Callaron. La sonrisa del líder carismático se borró por fin, de su rostro: había reconocido el libro que ahora blandía la chiquilla impertinente. Su estómago se revolvió al pensar que podía ser leído por alguno de sus fieles seguidores; se dio cuenta de que el aislamiento no puede prevenir algunas situaciones.

—¡Traédmelo!
—Es hora de que su mentira se acabe, es hora de que todos los engañados le abandonen para siempre. ¡Venid y leed esto conmigo!
Los dos muchachos se acercaron a V y cogieron el libro junto a ella.
—¡Gente perversa! —comenzó el líder carismático—. ¡Gente perversa! ¿Cuánta calumnia traen ante el dios de la verdad? ¡No me queda más remedio que declarar la guerra a mis enemigos! ¡A los enemigos de dios mismo! ¡Al injuriarme, no han hecho nada más que enfurecer a mis hijos, quienes no tendrán piedad de defender su primogenitura! —entonces condujo sus ojos hacia sus prosélitos, incitándoles con la mirada a hacer justicia por él—. ¡Ea, no tengáis miedo, pues los que flaqueen en mi prueba, demostrarán que no son dignos de mí, ni de las recompensas celestiales!

Concluyendo con estas palabras, todos los sectarios levantáronse con miradas maliciosas, ofreciendo pelea fiera.

—Pero, como su dios es bueno, ofreceré amnistía, si juran no volver a injuriar a vuestro dios —les conminó, con una mueca perversa, inclinándose y con el dedo índice levantado.
Hubo un silencio por espacio de unos pocos segundos.
—Sí —replicó V—, yo no volveré a afrentar a mi Dios, ¡puesto que no rendiré pleitesía a un dios falso! Oíd bien: ¡vos no sois mi dios!
—¡Ni nuestro! —le secundaron con fuerte grito cuasi marcial P y R.
—¡Ya escucharon! —rugió montando en cólera el líder carismático—. ¡Pido venganza! ¡Os pido que venguen a vuestro dios! —su voz retumbó en cada centímetro de la gruta, y la acústica en vez de actuar a su favor, hizo que varios de sus miembros cayeran víctimas de los alaridos de su líder.

Acto seguido, y mientras unos se recuperaban del zumbido, otros de temperamento más fuerte se lanzaron en contra de sus enemigos. Naturalmente, los tres niños ya habían alcanzado un buen trecho de por medio. Abordaron, en seguida dos carruajes que sólo les esperaban para su huida. Los cabreados sectarios, no se darían tan fácil por vencidos —mas aún, cuando su salvación dependía de eso—, así que varios fueron por algunos carruajes para poder darles alcance. No existieron clases sociales para entonces, puesto que los terratenientes eran los que conducían, mientras que los descalzados vasallos indicaban la ruta que debían seguir. En aquel momento, no importaba nada más que la captura del ofensor de su dios. Salieron pues, algunos carruajes en buen y mal estado, mientras que otros, salían en los cabriolés de sus propios amos.

V y los demás miembros gritaban, asustados de los deseos de sus adversarios por darles alcance; el cochero, sobreexcitado, comenzó a golpear incansablemente con el fuero al caballo bayo, y a proferir desesperados alaridos de “¡arre! ¡Arre!”; pero, el caballo no respondía con la misma vivacidad con la que sus perseguidores sí contaban. Estaban cada vez más cerca, e indefectiblemente, pronto los tendrían cautivos.

—¡Por allí! —señaló P.

Ingresaron por un pequeño sendero, donde la oscuridad era casi ineludible, aún con la luz de la luna. Eran terrenos fangosos, donde los árboles, cual paredes, tornaban umbríos los caminos; a su vez, atravesaron un vado, donde la niebla los rodeó casi dejándolos ciegos por un largo trecho. R y P decididos a no dejarse alcanzar, recurrieron a sus armas bélicas —que habían prometido a V no usar, porque esto implicaría una paradoja en la doctrina que defendían—, que debían de ser usadas en el peor de los casos. Sacaron entonces de sus carcajes unas flechas, y con su arco comenzaron a tratar de atinarle al caballo. Pero fracasaron en cada uno de sus intentos. Por su parte, el cochero, quien también era un abate en una iglesia cercana, había perdido poco a poco la compostura, pues ya comenzaba a entregarse al pánico. “Nos darán alcance, ¡oíd lo que os digo! ¡Ya casi nos han pillado!”; decía esto sin voltearse las espaldas, solamente entregado a que el caballo acelerara el galope, pero cada intento era estéril. No obstante, el sendero acababa, además, mientras que ellos tenían que tener un ojo casi perfecto entre la penumbrosa y brumosa noche, descubrieron que sus perseguidores habían encendido candiles para iluminar su camino. V se vio tentada a relevar de su puesto al abate, quien ahora con histeria prorrumpía en constantes galimatías, pero, en vez de eso, advirtió mientras entre el follaje se dejaba ver un puente, y en lo alto, un camino sinuoso se abría paso. Ella entonces replicó con firmeza, señalándole el camino que debían seguir. Torcieron pues, hacia su derecha, y se condujeron hacia el puente de pequeña longitud. Pero antes de llegar al mismo tropezaron con un terraplén que no pudieron prevenir; esto los elevó lo suficiente para que cayeran en el fangoso y moribundo río para el cual había sido construido a guisa de trampa.

El carruaje quedó partido en dos: una parte cayó en el moribundo río, mientras que la otra se desmayó en las comisuras; entretanto, el abate fue despedido en el acto, de la carreta, y cayó pesadamente sobre un montón de lodo casi seco. V, tuvo un viaje similar, mientras que P y R cayeron en una parte que todavía corría un paupérrimo torrente de agua sucia. Otros dos acompañantes cayeron entre la maleza y el follaje, teniendo un final casi inmediato. Por su parte, los perseguidores llegaron un minuto más tarde; contuvieron a los caballos raudamente, y así se apearon para poder socorrer a los perseguidos. Tiempo después, se asomó una berlina de color negro mate. Dos sectarios iban sosteniendo candiles de cada uno de los extremos, para poder iluminar el camino del postillón. Se detuvo prudentemente a unos metros de donde los otros sectarios estaban reunidos. Se apeó entonces, el líder carismático, subseguido del hermano Mercurio, quien ahora había tomado relevancia, por ser el padre de V. Ambos se aproximaron lentamente hacia el lugar de la colisión, no sin dejar de hablar e intercambiar palabras al oído del otro. Mercurio tenía, ahora la oportunidad de sobresalir, y de demostrar su plena fidelidad para con su dios.

V despertó cuando los gritos de lamento y de lucha se elevaban alterando el equilibrio que se rompía. Advirtió de modo turbo el panorama: R, soltaba patadas al aire, mientras que uno de los sectarios —un hombre de una complexión física formidable, alto y robusto, moreno y de pelo negro con una mirada voraz y salvaje—, lo sostenía del estómago. La sangre se había subido al rostro de R, y había ruborizado sus mejillas, mientras se sacudía con fuerza y su pelo naranja oscilaba en el viento: maldecía a sus captores y repetía incansablemente: ¡ustedes lo mataron! ¡Ustedes lo mataron! P, por su parte, era sostenido por las muñecas con una cuerda bastante fuerte, su cabeza baja sólo le permitieron a V advertir su melena negra y brillante. Otro de los sectarios le asía el hombro con una mano recubierta por varios vellos.

—¿Qué pasa? —exclamó V, conturbada.

—Nada muñequita —replicó uno con acento vulgar—, sólo nos llevaremos a vuestros amigos un momento. Luego, será vuestro turno.
Una sectaria entró en la covacha de madera, ésta hizo unas señales a los demás sectarios y estos respondieron saliendo inmediatamente de aquel sitio. V reaccionó, pero en el momento que quiso levantarse de un camastro improvisado; le fue impedido su avance con una palma tan grande que en la inercia fue regresada con violencia al camastro.

—No tan rápido —dijo la sectaria—, a vuestro padre no le agradará que no se te sea impuesto un castigo por «el papi» —acto seguido exclamó una palabra inenarrable y burda.

—¡Qué glorioso vuestro tiempo! —repuso uno, de apariencia apacible, enclenque y de pelo ralo; una especie de campesino.
Los que se habían llevado a sus amigos, vociferaron la misma palabra inefable que V había escuchado, ya en tres ocasiones. Tal parecía que ahora habían entrado en una fase diferente todos los sectarios. Pero ella no podía permitirse, dejar que sus amigos perecieran a causa de una lucha que ella había iniciado. Todos salieron de la covacha y tras de sí, la sectaria cerró la puerta. V se había quedado sola, a lo que no perdió el tiempo, y, se incorporó; buscó entre todas las cosas que se había tiradas en el suelo y por debajo del camastro, hasta que al fin encontró lo que buscaba. Cogió el carcaj, y hurgó en él. Parecías estar vacío. Pero en realidad ocultaba un arma secreta: «la espada de la verdad». Ella gritó de satisfacción y de felicidad, tanto que mojó el filo de la espada con sus lágrimas. Acto seguido blandió la espada y se levantó del suelo. Brilló como el sol, y en la empuñadura, revestida con oro blanco, y esmeraldas azules en cada extremo de la misma, sintió la magia y el sentido de su lucha. Gravado, tenía el nombre de Pulchram Veritas. Entonces, un sectario escuchó el alboroto, y abrió la puerta para ver qué era lo que adentro tenía lugar: V con valentía y valor, blandió la espada y le dijo que si no se apartaba le daría muerte. Pero el fuerte hombre, de aspecto de hombre de las cavernas, que, es sinónimo de estupidez; permaneció viéndola, pero al ver que no podía hacer nada contra la niña de trece años, se hizo un paso atrás, pero antes le dijo:

—¿A qué le tenéis miedo?

V sin prestarle atención, se echó a correr por los setos de un camino rural, muy parecido a un emparrado de Saint-Bômer-les-Forges. Éste le condujo hacia la puerta de una covacha, en la que sin vacilar irrumpió de golpe y provocando un fuerte estrépito.

Blandió la espada al entrar en la covacha; los que se hallaban dentro se sobrecogieron, pero ya había llegado tarde y, peor aún, todo había resultado ser una emboscada. P y R estaba retenidos por dos hombres, y entre ellos estaba su padre. Uno de los sectarios oculto por un armario saltó en las espaldas de V; sin embargo, aunque amordazados y casi inmovilizados, pudo descifrar los ojos de P y R. V se volvió y trató de enterrarle la espada al sectario en el estómago, pero éste, hombre hábil, la esquivó en un maniobra elaborada, que, acabó por asestarle un golpe en el rostro con su robusto codo. V despedida por el empellón, soltó la espada en acto. La misma cayó al suelo. Mercurio y otro de los sectarios, vieron que el líder carismático se acercó raudo, y, cogió la espada en el acto. Cuando éste la tocó, se transformó: en vez de oro, ahora la empuñadura era de ébano, así como las esmeraldas se volvieron pedazos de carbón. Y por último el nombre de la espada también cambió a Mendacium. El hombre sonrió con satisfacción.

Arrojó pues, la espada hacia sus seguidores; el primero sin vacilar clavó certero la espada en el corazón de P. La sangre comenzó a manar, pero, sin importar, el sectario la sacó y se la combinó a Mercurio. Él, miró a su hija a los ojos y vertiginosamente la clavó en el corazón de R. ¡El horror se apoderó de V! Pero, a su vez, también hizo que intentara recuperarse, ya no encontró miedo, y en vez de éste su corazón se llenó de rabia. El sectario que le había robado la espada fue golpeado por V, con una piedra que había tomado del suelo. A su vez corrió hacia donde su padre estaba y, le arrojó a los ojos tierra, haciendo que éste soltara la espada. V, diestramente la alcanzó antes de que cayese al suelo; y, en un movimiento se la calvó al sectario que había matado a P, en el mismo lugar que el anterior. La espada, volvió a ser resplandeciente oro y esmeraldas. Su padre se retorcía de dolor en el camastro donde yacían los cuerpos de sus antiguos amigos; ella pensó que era el momento justo, y, sacando la espada del pecho del sectario, la enterró en el pecho de su propio e indefenso padre.

—¡Parricida! —desgañitó el sectario, que se hallaba recuperándose en el suelo.

V, entregada a la fuerza de la adrenalina, se volvió hacia su agresor, que todavía se cubría la cara con una mano, arrodillado en el suelo: indefenso. Ella, sin vacilar, se acercó y con un golpe extinguió la vida ruin de aquel hombre. Resoplando se quedó un instante. Según le parecía, el peligro había terminado. Así que volviéndose hacia el camastro que tenía cuatro cuerpos, advirtió el campo de batalla: los cadáveres yacían, entre la suciedad y la sangre, entre cobijas roídas y su sangre, en los faros de sus ojos inertes y su sangre.

Sus manos flaquearon, y la espada cayó al suelo. V acaba de asesinar a su padre, mientras que él había asesinado a uno de sus amigos, además, todo aún era difuso; ¿dónde se encontraba el abate que había ido con ellos? ¿Qué haría para salir?

Inclinó su cabeza, y sus rodillas desmayaron. Su colisión con la madera, hizo un eco en la covacha. Dos pares de lágrimas surcaron sus mejillas; empero, se escuchó un rechinido a sus espaldas. Y como si se tratara de alguna contracción, dirigió su vista desprevenida hacia la espada, y, sucedió lo que esperaba: ¡había sido robada nuevamente por el líder carismático! V, aún dominada por la vehemencia y la cólera, se dio media vuelta y encontró sin demora al líder carismático: mostraba una asquerosa y perturbadora sonrisa a doble hilera de dientes; sus ojos presentaban fuego y burla, pero todo esto no fue observado por errática situación de V. Así pues, que haciendo un salto se puso en pie, y casi en el aire arremetió contra el cobarde. Esperó, ya que éste era taimado, y sólo empujó la espada levemente hacia sus espaldas. V le cayó sobre su fofo pecho y asió acto seguido sus muñecas, que carecían de fuerza —aunque ella no previno lo que él había pensado, ésta también podía ser una razón, para mostrarse arrogante.

Corroboró que no habían abierto la puerta. En efecto, estaba cerrada.

—¡No tenéis a quien os saque de eso! ¡Aunque sea con mis propias manos os mataré, así que aunque gritéis, y, vuestros sectarios acudan en vuestro socorro, llegarán tarde!

El líder carismático se echó a reír. Entonces, mientras V enarcaba las cejas, sorprendida del gesto del abyecto hombre, sintió una hoja enterrarse en la espalda de su propio pecho, saliendo por el otro extremo. Ella advirtió el filo de la espada con sangre. Su voz se ahogó. Poco a poco su luz se desvanecía, y su respiración se volvió imposible. Ella cayó al suelo, entonces antes de que se extinguiera todo su mundo, advirtió a su asesino: P y R sostenían la espada, con sus pechos lacerados y ensangrentados. Pero ahora, se veían distintos, no sólo por lo absurdo que resultaba ser que ellos le hubieran enterrado la espada de ébano, sino porque también sus rostros habían cambiado.

M(4) no había muerto, así como tampoco C(5) e I(6), quienes ahora se encontraban en primera fila, adorando a su dios. ¡Ejemplo de la sumisión de la fe para todos los creyentes!

¡Ah, el gozo de su corazón muerto no podía contener su alegría —aunque, claro, ya no latiera jamás— de encontrarse en presencia de la verdad añorada! Ahora M, C e I, no eran otra cosa que alelados; es decir, discípulos de la espada de ébano (reliquia de los sectarios) sin otro motivo de vida, más que darle culto al dios, a su dios. El padre de M no pudo sobrevivir a la batalla, ya que le había atravesado el pecho la espada verdad.

El manto tutelar de la secta, perdió a su dios un día, cuando al gritar de una manera tan exuberante, hizo que el puñado de estalactitas deflectadas le cayeran encima, provocándole la muerte en el acto. Pero los sectarios, en vez de recurrir a la pena y la duda, comenzaron a prorrumpir en alaridos y en manifestaciones de gozo; lo que hizo más penosa e irrisoria su pérdida. Sin embargo, este contratiempo no cesó del encantamiento a sus prosélitos, pues mientras tuvieran la espada de ébano, aún podían fungir en calidad de oferentes.

Así que, la organización de la secta instituyó de forma artera a la hija del impostor. Construyeron un entablado sobre las piedras que habían aplastado al líder carismático; tanto que la putrefacción de su cuerpo podía olerse en cada sermón al que llegaban, deseosos de un acontecimiento fantasioso e ilusorio. Movidos por la codicia, inventaron una nueva doctrina, una con la cual, podían facilitarle a los creyentes, que todo estaba planeado, y que el deceso de su líder fue justificado, porque la líder, “la amada” era quien gobernaría a su “rebaño”. Y aceptando los sectarios, este repertorio de disparates, gozaron sin entender la razón de su júbilo. M, por su parte, hizo algo que siempre se negó a hacer: le dijo dios al impostor, y se regocijó por eso. Y la espada de ébano, reinaba, colocada en un nicho forjado de piedra y revestido con piedras preciosas, encerrada en un majestuoso cristal, y su hechizo mantenía a todos los sectarios reunidos, pensando cosas que eran no menos que absurdos, viviendo una fantasía, como sucios animales. ¡Y allí eran enteramente felices! Porque el poder de Mendacium los separaba del mundo real.

1. Verdad.
2. Razón.
3. Pensamiento.
4. Mentira; al morir Verdad —espíritu— queda el fruto del manipuleo de la espada de ébano.
5. Credulidad, éste quedó en lugar de Pensamiento.
6. Irreflexión, y éste en vez de Razón.

Persuoz
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