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Los mil ojos del único ojo

Mario Cardona

El silente espacio, radicaba pétreo, frío, improbable, distante, inexorable y vacío como el infinito. A su vez, era tan reducido como la nada. Tumbado, se hallaba Grau, al pie de un camastro en ruinas y oxidado; éste objeto, no obstante, llenaba casi todo el espacio disponible de la celda de piedra, adosada a un conjunto de celdas contiguas entre sí. Sin embargo, al abrir levemente Grau los ojos, advirtió, entre su obnubilación, al otro lado (detrás de las rejas), muy a lo lejos, que se erigía, una especie de torre enhiesta a guisa de faro, de características octogonales hasta su cima. Muy simples eran, de piedra lisa, con agujeros apenas si perceptibles, dada la lejanía; se veían cual puntos negros; a su vez, en ésta estructura, se percibían unos agujeros en la parte alta y una entrada oscura, mínima y confusamente iluminado —aunque era rayo cegador—, como un punto blanco en lo negro. Un barandal irregular y bastante sencillo, aunque extraordinariamente pernicioso y atrayente.

Detrás de la torre, una especie de cavidades (celdas) bastante parecidas a las celdillas de un panal, que se extendían oblicuamente, a modo circular. Cubierto solamente por un trozo de tela blanco —del abdomen abajo, hasta por debajo de los muslos, abiertos como tijeras mal dobladas—, estaba tumbado Grau, cuando se reponía de su desfallecimiento.
Grau abrió los ojos lánguidamente. La naturaleza de su encierro no la conocía. Se sentía exangüe y aturdido. Escuchó el resoplido del viento inerte y solitario colarse por los barrotes manchados con óxido; aun intuyendo su soledad, también, sobre su cabeza apoyada en la reja gélida y oxidada, sentía unos ojos que lo escrutaban hasta el fondo de su alma. Cada pensamiento que emitía con su propia voz (una voz que hasta en su interior, era débil, recóndita y entrecortada), podía percibir un eco distante, muy parecido al de una intervención telefónica. Empero, sus párpados cedieron y los volvió a cerrar.

A la mañana siguiente, despertó un poco más fuerte; no tenía hambre a pesar de saber instintivamente que su encierro había durado muchos días. Levantó sus macilentas carnes, y con sus dedos alargados y nudosos sujetó el paño de tela que le cubría de la desnudez, y, sobre todo, de los ventarrones que de cuando en cuando asolaban en la ya helada celda. Divisó pues, ya enteramente en sus cabales, que en efecto se hallaba encerrado en una inusual fortaleza. Grau se debatió entre un soliloquio y un sondeo de lo que recordaba que había hecho, para su término en ese desolado recinto: nada. No recordaba la fecha, ni el día que lo encerraron, tampoco si ahora estaba entre el ocaso o la aurora. Lo único que se le venía a la mente, era que en una mesa de madera, redonda y sin ninguna ornamentación comía un panecillo en el que untaba mantequilla. Se recordaba a sí mismo comiéndolo de manera impersonal, como si se observara en vez de morderlo él mismo. Recordó que el espacio donde él continuaba comiendo, sin reparo, casi maquinalmente, era desabrido, simplón. Sólo la mesa, donde el pan descansaba en un plato pequeño color celeste pálido, el tarro de mantequilla color amarillo y un cuchillo de plata —que de cuando en cuando, usaba él mismo para untar y comer una y otra vez, sin detenerse—y la silla donde estaba sentado. Después de eso, se percató que el habitáculo, era redondo, y no había más mobiliario que el antes dicho. Ni siquiera un cuadro alegórico colgado en las hirsutas paredes, jaspeadas de un espeso color ocre.

Después de su ensimismamiento, se volteó e intentó escrutar su celda, a razón de poder determinar, si allí encontraría la respuesta a su fundamental pregunta: ¿por qué? Pero la respuesta era aún más estéril que la pregunta, ya que además de ser un espacio igual de reducido que su propio recuerdo (sólo que la celda era una cámara un poco combada y rectangular) y lo único que había era un camastro destartalado y un balde donde se apreciaban manchas de eses y pululaban las moscas. Por otro lado, pudo hallar un cráneo roto que descansaba en el frío suelo gris de la fortificación. Por último, al lado de las rejas, encontró un tubo de hierro cubierto de pátina. En ese instante, un escalofrío sintió que le subía por la médula espinal, e instintivamente dio dos pasos hacia atrás: se topó con las frías rejas. Engarrotó la manta blanca y se la pegó al cuerpo. Súbitamente, su flemático carácter dio un giro y se volvió nervioso, en una explosión de paroxismo neurótico —dejando caer el trapo que lo cubría— y comenzó a prorrumpir en desesperados gritos:

—¡Sáquenme de aquí! ¡Exijo saber por qué he sido encerrado! ¡Sáquenme!

Sus alaridos tuvieron lugar por espacio de tres horas, ininterrumpidamente. Cuando se dio cuenta de la inutilidad de su accionar, se deslizó por las rejas. A lo que siguió una noche de vigilia silenciosa y reflexiva. Tiempo después, cogió con suma dificultad el tubo de hierro, y logró levantarlo a la altura de su hombro —algo que él mismo celebró íntimamente como una proeza—, y comenzó a golpear repetida aunque dificultosamente la reja; de vez en vez prorrumpía gritos coléricos, hasta que su espíritu fue decayendo y claudicó. Cuando dejó caer el objeto al suelo, el estrépito seco y agudo hizo estremecer toda la estructura.

—¿Hay alguien aquí? —gritó de pronto.

Pero no hubo respuesta. A Grau no le gustaba advertir la columna central, puesto que cada vez que lo hacía, se sentía observado, pero más que eso: espiado. El atisbo de esos ojos cuasi imaginarios, pero que, de todas maneras sentía caer con todo rigor sobre sus hombros, le oprimía el pecho. ¿Quién… por qué? Pronto dejó de percibir el tiempo, ya que la luz era escasa y el recinto se mantenía color gris. Pero era inconfundible el abandono y el estado deteriorado de la estructura. Cada vez, que gritaba por saber si alguien le escuchaba, el pálido eco de su propia voz le rebotaba como un retintín fantasmal.
Grau, en un duermevela, mientras sus ojos se rebatían, oteó, casi sin querer la sombra de un hombre, que acababa de encender una luz en la lontananza, en la cúspide de esa torre octogonal. Grau vio interrumpido su descanso y abrió los ojos de pronto. La luz duró pocos segundos luego. ¡Había alguien allí! Alguien que lo había encerrado, pero, si esa era una prisión evidentemente abandonada ¿por qué hacerlo?

En un día o en una noche, Grau descubrió que un extraño y pequeño girasol crecía en la celda. Era diminuto, como de cinco centímetros de largo, su cabezuela era de dos centímetros; pero eso no era lo más impresionante de este extraño girasol, ya que era completamente negro, como un abismo, y, sin distinción de partes. Además, un fétido olor a muerte y putrefacción parecían provenir de ella. Grau, que la había arrancado del suelo de cemento, se dio cuenta, que su “sábila” no era otra cosa que sangre muy rala y pestilente. Él, muy impresionado y asqueado, arrojó el pequeño girasol a través de la reja y acto seguido vomitó en el balde que contenía heces secas.

Grau, al cabo de un rato, de meditarlo mucho, se obsesionó con el girasol; se levantó del suelo y la buscó en el descansillo de su celda, pero no estaba allí, escrutó más adelante y la halló tirada en el suelo de la planta baja, a escasos metros de la torre-faro octogonal. De pronto, asomó a la escalinata de hierro de la torre-faro una sombra oscura antropoide, que caminó hacia el girasol. Este sujeto completamente umbrío se agachó y lo cogió. Cuando se irguió, como un hilo de humo de vela, esta sombra se desvaneció, volviéndose una voluta de humo negro por los aires. Grau, impresionado por lo que acababa de atestiguar (pero muy consciente de que los gritos no eran más que un agravante, o una excitación que congraciaría a sus captores, se guardó todo tipo de manifestación de alarma), puso redondos los ojos y tapó su boca con sus manos largas y nudosas. Pronto hallaría la calma. No era posible que un suceso de esa índole pudiera acaecerle a un hombre paria. Pero, de pronto y para su sorpresa, un brillo del sol, pudo colarse por una de las muchas grietas del lugar; advirtió entre los fierros retorcidos y falanges esparcidas dentro del camastro ruinoso, una llave… ¡una llave color cobrizo! Volteó hacia la cerradura de la puerta, incluso el cálculo mental le decía que podía ser esa, la llave, que resolviera su encierro. Pues bien, se echó sobre los peligrosos y afilados fierros del camastro, y alargó la mano hasta apoderarse del objeto. Luego, se echó para atrás y se puso de pie. Ya no le importaba estar desnudo y tiritar ligeramente.

Metió la llave y la giró con sus debilitadas manos. ¡Clac! Una vez soltó la llave Grau, la puerta se deslizó gruñendo lentamente hacia atrás, liberando a su cautivo. Grau, dio un paso cauteloso hacia delante de la rendija de la puerta. Empujó la reja y continuó su andar hasta el descansillo. Se aventuró por el lugar, y al mirando dentro de las celdas, se pudo dar cuenta, que estaba en casi idénticas condiciones unas con otras: los inmuebles de las celdas eran los mismos: un camastro oxidado, un balde que estaba completamente seco, y al lado, un esqueleto desperdigado uniformado, cubierto por un manto gris de polvo.

En cada cámara era lo mismo, lo único que cambiaba un poco era la posición del esqueleto y el camastro. El horror colmó el corazón de Grau, que se sintió atrapado en un lugar de muerte, en un sitio donde, ni la hostilidad de la putrefacción podía alertar a su nariz, porque ya había pasado mucho, mucho tiempo. Ahora, sobre esa ruinosa cárcel, caían los yugos del olvido mugriento, del horror apaciguado por un abandono inconmensurable. Sin embargo, los ojos que lo vigilaban, le hicieron estremecer el corazón, y, paradójicamente llenó su espíritu de esperanza: la esperanza de no permanecer solo. Por lo tanto, se apresuró hacia la escalinata sin gracia, que bajaba hacia la planta baja. Corrió hacia la torre y alzando la vista, creyó ver una silueta inmóvil.

—¡No te muevas, pérfido captor de un inocente!

Grau subió precipitándose hacia el pináculo capsular de la torre octogonal. Y al adentrarse en el umbrío hueco, se percató que un esqueleto se amontonaba en el suelo entre la polvorienta ropa de un oficial; la escena era no era dramática, pero no por eso menos perturbadora, ya que los huesos amontonados en ese traje formaban un volcán de restos humanos; al lado, encontró una silla y un centro de mando vetusto y ruinoso. Mientras examinaba el lugar, pudo notar la presencia de un gravado, o de uno dibujo garabateado en la arenosa pared cóncava: se trataba de una especie de ojo precariamente dibujado, es decir, dos curvas que no se cerraban del todo, del lado derecho, y un punto en el centro. Por encima, como una corona, aparecía una A invertida. El grabado era muy rústico y no pudo más que causarle repulsión a Grau, a pesar de no saber qué significaba. Abajo, contempló una extraña inscripción, grabada con pasmosos arañazos, pero, no se conservaba bien, porque también parecía que alguien había tratado de borrar lo que decía, y en vez de leerse las dos palabras, sólo se insinuaban apenas dos letras y un espacio arañado (que se había detenido, se podía observar, por la fuerza, puesto que un arañazo se dirigía hacia abajo) entre ellas dos con vesania: O… E…, y nada más. Inmediatamente, volvió al volcán de huesos, especialmente a la calavera, que era la que sobresalía del cuello. De repente, un brillo relampagueante y efímero, recorrió toda la cuenca derecha, a Grau le pareció análogo al centelleo de una piedra preciosa. Pero, ¡cómo! Si la luz era paupérrima… luego, y aún más inverosímil, del hueso frontal, brotó (antes se escuchó el crujido del hueso, como una cáscara de huevo) ominosamente el extraño girasol que tiempo antes había desaparecido con la figura negra. El girasol se alzó con majestuosa locura, y su aparición propició su ineludible perdición; un hilillo de sangre brotó de su tronco obscuro, y se corrió por el cráneo de forma grotesca. Inmediatamente, la impresión debilitó sus rodillas e hizo que se desplomara en el suelo.

Al cabo se incorporó, oprimiendo su lóbulo con una mano. La sola presión le causó un dolor agudo, como si alguien o algo lo hubiera golpeado antes, y la sanación de la herida todavía no culminaba. Se quejó en silencio, no había porqué hacerlo más alto. Estaba constantemente hablando consigo mismo. Una vez de pie, advirtió la vista que poseía el reducto, no obstante, la celda que inmediatamente pudo advertir, fue la suya: la única que estaba abierta. Apretó los labios con rabia, y dirigió su mirada hacia las cámaras contiguas. Su sorpresa fue grande, cuando se percató que los esqueletos aún cobijados por los harapos que tuvieron en vida, y, aún durante su corrupción, comenzaban a atraerse, y acto seguido se erguían poseídos por una magia extravagante… ¡se levantaban! Uno a uno, mientras sus cuencas (Grau, intimidado por sus aparentes miradas) parecían asfixiarle con miradas ultraterrenas. Los esqueletos andantes, extendían sus brazos hacia Grau… él, retrocedió con una mirada de desconsuelo y horror. Bajó la escalinata sin dilación, a la planta baja. Dentro de su cabeza, prorrumpió un agónico zumbido, agravando más su desesperación. Grau trató de encontrar una salida, pero todos sus esfuerzos fueron vanos. Grau, a pesar de su posición, pudo advertir en la lontananza que los esqueletos ya erguidos llevaban sobre sus falanges las mismas llaves que a él lo había dejado salir tiempo antes de su celda. ¡Inconcebible! Pero esta vez, no tenía salida. Ahora los esqueletos andantes ya lograban salir de sus encierros… ¡adónde recurrir! Pensó en su propia celda, no tenía otra opción. Emprendió carrera hacia la escalinata que había bajado tiempo antes, y llegó con tiempo de ventaja sobre los terroríficos espectros que caminaban lentamente. Encontró la llave tirada en el suelo, y cerró su reja. Luego, dio varios giros a la cerradura para asegurarse que los monstruos no pudieran entrar. Pero olvidó que dentro de la suya, también había un compañero silencioso: y su esqueleto casi ya formado, se comenzaba a levantar precariamente. El susto, estremeció a Grau, que soltó la llave y, esta cayó entre los fierros.

Los espectros no gemían, tampoco emitían sonido alguno. Todo se mantuvo por unos segundos en un terrible y desasosegador silencio sepulcral. Sin embargo, el repique de los huesos cayendo como una burda caminata, y el de los zapatos (para los que tenían) arrastrarse por los suelos, era lo que rompía pocas veces ese silencio glacial. Grau cegado por el terror y la desesperación, ideó una salida rápida… levantó sin ninguna dificultad el tubo de hierro y con un fuerte giro inverso, se asestó en un hecho lamentable, un golpe brutal en la nuca.

Sin embargo, el golpe no mataría a Grau, quien despertaría unos días después, tumbado y al costado de un oxidado camastro en ruinas, sin saber dónde estaba ni por qué estaba allí. Nuevamente escrutaría su ruinosa prisión, y saldría de su celda buscando alguna explicación o salida. Pero en ningún caso se apartaría mucho tiempo de su celda, porque en su celda, Grau se sentía seguro. Y repetiría así, sin darse cuenta, una y otra vez los mismos escenarios… una y otra vez hasta que el cansancio y la inanición lo volviera un miembro inamovible y sin albedrío, como el de su camarada y los demás cofrades de los que huiría despavorido hasta el menguar de sus fuerzas.

Narrativa y Ensayo publica este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.

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