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Era lunes y el tráfico vehicular por la zona trece estaría imposible. De modo que decidí no ir a traer unos mapas que había mandado a imprimir en una empresa que se dedica a temas de arquitectura. Eran mapas de la Gran Carretera del Norte, esa carretera de más de 300 kilómetros que atraviesa la cintura del país y que ha despertado el deseo de ciertas camarillas de militares y terratenientes desde la década de los 70, según me había contado Roberto Cabrera, un investigador universitario con quien estaba yo colaborando. A mí me interesaba mucho tener cuanto antes esos mapas y la empresa que los tenía estaba precisamente en la zona referida. No pude ir el sábado pero sí llamé para preguntar por los horarios de atención. El tipo que contestó me dijo que por la actividad que se llevaría a cabo en el Escenario Deportivo –al que todos llamaban simplemente “El Óvalo”- habían decidido no abrir sino hasta el martes.

Me serví el primer café de la semana y mientras bebía en una taza que había comprado en el aeropuerto de Panamá pensaba que esos mapas eran lo último que necesitaba para terminar con la investigación. La empresa que los iba a imprimir se llamaba Impresiones Asombrosas S. A., un nombre risible a todas luces; pero lo curioso fue que la persona que contestó el teléfono dijo “Planos Industriales ¿En qué puedo servirle?”.

Para llegar a ese lugar había que ir primero por el aeropuerto y rodearlo. En la primera curva te detienes en la vía y cruzas a la izquierda. La primera vez que fui me topé con un fulano mal encarado que me mandó a visitar a Caronte. Cuando fui la segunda vez me atendió Julieta Roldán, una muchacha de unos veintidós años que iba vestida con un pantalón de franela color chocolate con manchas que imitaban un desteñido; una playera beige tipo polo con el logotipo de la empresa sobre el pecho izquierdo, le cubría el tronco. Unas botas altas, también color chocolate, cerraban el conjunto. Calculé que tenía mi estatura y que en su cabello, por algún efecto de la luz, se reflejaba un color castaño. Su maquillaje hacía énfasis en los ojos con unos filetes de color blanco que lograban un efecto indefinible en su expresión. Cuando quise quedarme en sus ojos un momento me evadió y siguió diciendo que los mapas estarían listos la semana siguiente. Yo me quedé pensando durante días en sus labios carnosos y cubiertos de un suave brillo con sabor a fresas.

Eran las diez de la mañana de un lunes poco común: el día venturoso y atormentado que daría lugar al cambio de gobernador. Era como hacer un viaje en la máquina del tiempo y verse en medio de la década de 1970; con los militares en el poder; los domingos aburridos; las iglesias llenas de quejumbrosos; las playas llenas de bonitos; las drogas cabalgando su mejor tropel hacia el Norte; las muertes; la violencia; el maldito deseo inmarcesible del poder y la violenta saña retrógrada como único medio para el orden de la sociedad. Empezaría el mandato del señor Oswaldo Filomeno Plinio Morazán, digno representante de la élite criminal y de los intereses corporativos, me había dicho el doctor Cabrera. Sin duda estábamos en un momento de esos en que el Universo nos refleja en el rostro nuestra miserable condición de primates. Décadas de violencia sistemática de todo tipo se necesitaron para dar lugar a este escenario sobre la faz de la zona trece donde yo necesitaba ir a traer mis benditos mapas. Decidí que para evadir esa pantomima millonaria, ridícula y nigromántica, debería de ver algunas películas que recién había comprado.

Por supuesto que yo tenía amigos en todas partes y mientras ponía la película en el reproductor sonó el teléfono. Era Gustavo Herrera, un acérrimo crítico del asqueroso Filomeno, como él mismo se vanagloriaba de ser. “Solamente el 0.007 por ciento de la población estará presente durante la toma del poder de ese hijo de su puta madre”, me soltó de una vez. Yo no pude imaginar nada con ese número pero estuvimos hablando de un curioso asesinato ocurrido el día anterior durante un par de minutos. Cuando colgamos estaba lista en la pantalla aquella película que hizo David Lynch y que se publicó en 1977: Eraserhead y que algunos traducen como “cabeza borradora”. Sin duda una película rara y setentera para variar, pero para mi gusto muy entretenida. Eso sí, quiero decir que pude notar una emoción pura, un lenguaje propio inyectado de una manera prodigiosa en la cinta, algo seguramente muy difícil de lograr. Uno de los momentos cúspide para mí es aquel en que el protagonista se desespera tanto al extremo de desear la muerte de la criatura y llevar ese deseo hasta sus últimas consecuencias.

Me dieron las once y media de la mañana escuchando la canción de cierre de la película.

Después de esa película, inmediatamente empecé a ver otra en la que Anthony Hopkins es protagonista y encarna a un cura que practica exorcismos en Roma. Sin duda una música muy tenebrosa y unas actuaciones bastante respetables. Me temo que ese tipo de filmes tienen un fin muy concreto: decir que el cristianismo tiene la razón. “Rape me”. “Viólame”. ¡Vaya actuación la de Marta Gastini: qué labios diciendo esas palabras… para desear irse al infierno “en un santiamén”!!

Hice una pausa para comer. Engullí una rara mezcla de Coq au vin y tortillas de maíz. Bebí té de rosa de Jamaica con un toquecito de canela y retorné a mis películas.

Nunca había leído el libro El Tambor de Hojalata de Günter Grass ni cualquiera otro libro suyo, pero ahora tenía en mis manos una versión de su novela en un filme dirigido por un tal Volker Schlöndorff. Ciento catorce minutos para contar la historia de un chaval que estaba loco y que pudo haber vivido una experiencia totalmente onírica de la vida. El ruido de un tambor que podría volverte animal y una época de tiranías y violencia en una película dada a conocer, vaya casualidad, a finales de la década de los 70. Me dio cierto asco cuando el pinche enano escupe aquella golosina y la chava se la come. La imagen del buey de mar y las anguilas me recordó a Salvador Dalí. Me gustó el diálogo entre el enano del circo y Oskar. Es muy probable que nunca lea el libro de Grass, a quien se señala de haber participado en la SS.

Cuando la película terminó serían casi las tres y media de la tarde. Apagué el televisor y el reproductor de devedés y me dirigí al estacionamiento porque necesitaba ir al supermercado a comprar dentífrico y un poco de azúcar. En el camino al supermercado pude ver que las calles estaban tomadas y no quise imaginar la zona trece. Cuando estuve de vuelta en casa encendí el televisor porque calculé que si habían anunciado el show a las dos de la tarde, el asunto debería de estar a punto de terminar. Apenas se iluminó la pantalla supe que no había terminado y que más bien estaba yo a punto de ver una escena insospechada.

En la parte baja de la pantalla del televisor el canal indicaba que eran las 16:19 horas. Filomeno levantaba su mano para saludar al público que lo ovacionaba mientras en su pecho portaba la banda… ese trapo que para el caso de nuestro país es como el Santo Grial. La banda se la había impuesto el flamante presidente del Congreso de la República, más conocido en los bajos mundos como el Tortuoso. En la imagen se ve, de pronto, una mano que toca con sus dedos un extremo de la banda en un ademán de estarlo ajustando. Es Maura Estela Rodríguez de Plinio, la mujer que un día fue deflagrada por Filomeno y que hoy es su esposa. La mayoría de las tomas le dejan fuera de la pantalla. Pero ese minuto bastó para dejar plasmado un deseo insatisfecho. Allí, como si estuviera a solas, sin toda la multitud, Maura deseó con toda el alma que Filomeno la besara en los labios. Filomeno siguió saludando y apenas se detuvo un instante para que Maura pusiera su mejilla junto a la suya, simulando un beso de cachete. Esos besos ausentes que se dan los amigos, sin labios.

Simultáneamente, decenas de flashazos de cámaras impactan sobre la figura de los que están de pie sobre el escenario y detrás de Filomeno y Maura. Corazones palpitan a distintos ritmos. Es ahora cuando entra en el recuadro la segunda al mando, Ramira del Rosario Volpi, quien ha negado hasta el cansancio estar emparentada con un ex gobernante que se asiló en Panamá, cuyo magnánimo estilo de vida inspiró un verso en una canción. Eso se saca por ser un bastardo que se piensa político para luego ser magnate, diría Cabrera, estoy seguro. Casi pude imaginar a Gustavo recordarme que Ramira era víctima de un rumor nunca confirmado: actuar como fiera sexual en la cama de Filomeno.

Maura está pensando mientras sostiene el rictus, que ese cabrón se hizo toda clase de bestia frente a todo el mundo cuando ella le ofreció un beso. Frío.

Ramira está pensando mientras suelta una risita, que todos se dieron cuenta de lo patética que se ha visto Maura con ese gesto. Ella tiene las garras afiladas. Él no la pudo besar ni de piquito frente a ella.

Yo pensé que si alguna vez, en un lugar del planeta que aún no conozco, Julieta me ofreciera sus labios dulces de esa manera, podría peligrar y desear mil años junto a ella. Y también pensé que Maura vivió en ese minuto la amarga historia triste de un deseo insatisfecho.