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A Rótulos  Sinai

(Rafa, Werner, German, Saúl, El Maestro y Aarón)

 

¿usted piensa Qué?

Dijo el vendedor de productos al hombre que atendía la estación.

-No sé, a lo mejor… -se quedó pensando cómo se podría argu­mentar bien una pequeña idea-. A lo mejor la señora se equivo­có de muerto…

El Vendedor se le quedó viendo extrañado. Examinaba cada pa­labra que componía esa frase. Veía a lo lejos, esa señora frente a la cruz de madera colocada en el sitio donde había falleci­do el hombre hace pocas semanas.

-Quién sabe, a lo mejor el muerto es el «equivocado» –el que se ha equivocado-. Es decir, no debió morirse justamente aquí. Ahora quien lo miraba extrañado era el hombre que atendía la estación. Sin preocuparse mucho de lo que había escuchado.

-A lo mejor, usted dirá si me equivoco, los que están equivoca-dos somos nosotros y no ellos. Tal vez él es el muerto que debía morir se allí y ella quien lo debía de lamentar todos los días por la tarde. Y usted, que la ve algo extrañado desde aquí, justo a mi lado; y yo, que lo miro a usted y me burlo por dentro de lo que dice, nunca debía­mos estar aquí, donde no debería existir más que dos personajes en la tragedia, y éstos son, la mujer que usted sigue viendo sin negar su prejuicio, y el muerto. Hasta donde ellos nos permiten equivocarnos, solamente participamos como intrusos -a lo sumo espectadores- de la tragedia. Viéndola, sin querer y siguiendo como si no nos diésemos cuenta de que nos equivocamos, como se equivoca cualquiera.

El Vendedor de productos no oía lo que el empleado de la estación le estaba diciendo, la constancia con que había visto llegar a esa mujer durante tres semanas seguidas, tan sólo para ver y colocar una velado­ra frente a la cruz donde había muerto aquel hombre, le extrañaba so­bremanera.

En las tragedias no hay equivocaciones -dijo el Vendedor de productos-, no nos podemos equivocar, además, nosotros ya estábamos aquí antes de que él viniera, é1 fue quien invadió este lugar con su muerte y esa mujer que viene cada día.

E1 hombre que atendía la estación seguía sin prestarle atención. No había escena más curiosa para el Vendedor de productos. Y el que atendía la estación ya se había marchado de ahí para atender a un automóvil impaciente, con el radiador hirviendo. El Vendedor de productos se fue acercando muy despacio a la mujer, las flamas de los veladores al frente de      la cruz, temblaban por el viento del Norte. El cabello de la mujer, que le llegaba a los hombros, se movía levemente. El Vendedor de productos seguía avanzando hacia ella. Inconsciente de tal acto, seguía caminando el vendedor de productos, como si lo forzase el asombro, o la inexplicable presencia de una misericordia.

 

El día era eternamente tibio, el sol parecía derretirse entre las nubes. El viento rozaba los rostros con alguna fuerza. Empezaban a pa­sar los autos apresuradamente sobre la autopista. El hombre que atendía la estación, sentado en una isla de concreto, recostaba su espalda en la bomba, cotizador del combustible, admiraba y contaba sin ánimo cada auto que pasaba desesperado. El silencio que iba dejando cada estela metálica en el ambiente que rodeaba a aquél hombre, hacía que se le acumulase en los ojos, algo como una nostalgia, el recuerdo breve de un sueño de la noche anterior. Con las manos dentro de los bolsillos del pantalón, por medio de su tacto contaba cada moneda miserable que se le amontonaba y no le era suficiente ni para un refresco. Se nublaba el valle frente a la estación, siembras inmensas de maíz. Los autos pasaban frenéticos, el hombre que atendía la esta­ción los seguía contando, no pensaba en nada más, el número sin un significado se iba sumando y caca unidad no representaba ni la muerte del que las sumaba. Empezaban a caer gotas solitarias de una promisoria lluvia. A lo lejos, en el horizonte dorado y crudo, se acerca la tempestad, aumentando la fuerza de la lluvia, un rumor fresco se introducía en los oídos del hombre de la estación. El seguía sentado sobre la pe­queña grada de concreto, viendo la humedad a unos cuantos pasos de dis­tancia. Contando ahora las monedas que se encontraban en su bolsillo. Sobre sus brazos, pequeñas, atómicas, esquirlas de agua se impregnaban y aumentaban su sensación de frío. Veía la lluvia caer intensamente, te­nía deseos de fumar un cigarrillo, pero cuando pensaba en eso, incon­ciente, admiraba el rótulo colocado en la base de concreto, aquella alta columna de seis metros, en la cual decía «Prohibido Fumar». Advertencia justa, pero innecesaria para él. Los autos pasaban ahora lentamente frente a sus ojos, sin motivación de que se le propusiese algo más agradable, decidió fumar un cigarrillo, se levantó y se dirigió a la ofici­na, caminaba, cada peso iba negando esa advertencia. Se colocó en el umbral de la entrada de la oficina y un hombre menos claro estaba sobre una silla y tenía recostado los codos sobre el escritorio, con unos anteojos enormes, quien en una boleta, aún sin percatarse de la presencia del otro, seguía anotando cantidades, notas, anécdotas, todo esto sobre la boleta con rayas. Después notó que la oscuridad del am­biente disminuía la iluminación de la ventana que se hallaba detrás de él, metro y medio más arriba. y que por ella se filtraban algunos resquicios de agua. Si mucho quince centímetros separaban su rostro de la mesa, para sus ojos no había más que la libreta recortada y con rayas, aglomeradas en cientos de cuartillas inservibles.

 

El hombre que atendía la estación, oprimió el encendido de la luz eléctrica que se encontraba a su derecha. El otro hombre seguía co­mo si eso no hubiera sucedido. Pasaron al menos quince segundos, de pronto, como si fuese sorprendido reaccionó, levantó la cara y observó con desgracia al hombre que atendía la estación. No sonrió el hombre sentado en el escritorio, callado, tenía un sentimiento de nefasta in-credulidad que rodeaba sus ojos. Volvió a su trabajo. El hombre que atendía la estación, no demostraba la misma reacción, esa misma de siempre, esa lentitud en los reflejos de este hombre le causaba cierta gra­cia y aborrecimiento. En un bolsillo de la parte trasera de su pantalón buscaba la cajetilla de cigarrillos, intactos desde la mañana anterior. Sacó su caja y la desenvolvió, buscaba algún cerillo, tal vez un huér­fano inflamable que se le hubiese perdido en la otra camisa, la que colgaba frente al hombre del escritorio, sostenida por la lámpara de piso.

 

Registraba en las dos bolsas, no había nada; le pasaba por la mente que podría, que podría preguntarle al hombre del escritorio si no ten­dría por casualidad alguno. Pero no se atrevía, las relaciones con aquel hombre ni siquiera se reducían a una sonrisa y un saludo, los dos eran hipócritas. Además aquel hombre que reaccionaba tan lentamen­te y tan indiferente, no sería capaz de fumar, ni de beber. Los labios apretaban el cigarrillo, la lluvia seguía alrededor de la estación, el hombre que la atendía, molesto, dejó caer el cigarrillo y frente a é1 como un bicho raro y grotesco lo destripó con la suela del zapato. Cuando terminaba de aniquilar a aquel bicho de tabaco, se introdujo un automóvil. Un modelo de auto muy peculiar, bajo la sombra que brindaba la estación, no se detuvo frente a las islas que proveían combustible, siguió de largo y se estacionó a una orilla, en el lindero donde una cor­ta brisa rociaba el asfalto. El hombre que atendía la estación pensaba que sólo era alguno con problemas o inconvenientes mecánicos. El piloto se bajó del auto y comenzó a caminar al lado de la carretera y empezó a alejarse de la estación en dirección al Occidente. El hombre que atendía la estación se dirigió al automóvil. Mientras la lluvia comenzaba a claudicar, con los vidrios manchados, algo sucios por los resabios de alguna carretera comunal, y manchado de la brizna de la lluvia; el hom­bre que atendía la estación observaba, extrañado, el automóvil que aún se encontraba con el motor encendido y las llaves puestas. Y para el hombre que atendía la estación, el recuerdo del hombre del automóvil, ya se había desvanecido. Dentro del automóvil en la parte del sillón trasero se encontraban unas fotografías viejas y manchadas con algo se­mejante a moho.

 

Revisando detalle por detalle cara fotografía, trataba de elaborar una mentira que fuera lo suficientemente falsa, los suficiente para no creerla, como sucede con cualquier vida ajena. La primera fotografía que miraba, solamente se hallaba retratado un muelle viejo, el horizonte y un buque; en las otras, habla un niño, jugando a la pelota; jugan­do a la ronda; durmiendo; y una con su aparente madre, quien lo tenía de lo alto sostenido por las manos. Era una mujer algo rubia y sonriente. Devolvió las fotografías al sillón trasero, buscaba incisivo algún detalle más verídico; menos manipulable, pero sólo había basura, colillas de cigarro, una botella de licor barato ya vacía, y algunas prendas de ves­tir sin valor alguno. Debajo del retrovisor, colgando de la base de éste, una estrella de cinco picos, de color plateado, que iba girando lentamente mientras é1 la miraba. Nada de lo que allí dentro del automóvil se encontraba, ni le mentía en forma concluyente, ni le debatía con alguna verdad. El grado de escepticismo que sentía en el interior del automó­vil, le incitaba cierta mala fé, alguna rabiecilla inútil. Salió del auto, se le había olvidado que el auto seguía encendido, ni se preocupó por apagarle. El piloto que se había marchado y por ese entonces ya no existía en la mente del hombre que atendía la estación. Quien lentamente friccio­naba el cerillo y encendía su cigarrillo, recostado en el automóvil, sin preocuparse de nada. El día, mientras miraba para ningún lado, comenzaba a diluirse en círculos de luces fugaces que se vencían en el límite de los sembradíos, empezaban a correr hordas de aves, formando las sombras de falsas figuras. El cuarto cigarrillo en su boca denunciaba las horas tan miserables de este día, justo desde el momento en que dejó de llover.

 

Aquel hombre del escritorio que se mantenía con la mirada pegada en las cuartillas y el incesante zigzagueo de la tinta, apagó la luz de la oficina y salió, colocándose un paso después de ella. Y a lo lejos miraba al hombre que atendía la estación, el viento provocaba que el hu­mo del cigarrillo se estrellase en el rostro, éste no mostraba alguna molestia; el hombre que atendía la estación observaba cómo los maizales se empezaban a teñir de mercurio y luz púrpura, combinadas levemente con un rubor naranja cerca de los últimos alientos rubios del horizonte. Tan callado y tan lejos, se decía el hombre que atendía la estación, cómo podría el evitarlo, cómo podría evitar que fuera de ése manera el cielo. De un momento de contemplación, el cigarrillo le quemó los labios, se le había olvidado que lo tenia aún en le boca, la reacción de soltarlo fue instantánea, entonces volteó hacía la estación de combustibles, tan vieja pero sin memoria alguna, y entre la puerta como un falso apóstol su­perpuesto, la pálida y esquelética figura del hombre que siempre miraba hacía las cuartillas y el escritorio. De pronto volteó a verlo, recono­ció el gris oxidado del automóvil, los vidrios sucios y cubiertos con algo de lodo, y la carencia de mentira o de verdad que poseía esa imagen. Para el hombre que atendía la estación la idea de que el piloto se mar­chara y dejara el motor aún encendido no era suficiente prueba para provocarle una intriga superior a la de las fotos sin sentido, porque ni en el motor, ni en el automóvil, mucho menos en las fotografías, excep­to una, existía la figura del piloto. Ni una leve agresión de la memoria. La única fotografía que le provocó una gran duda fue la del muelle, fotografía que sin darse é1 cuenta tenia en uno de los bolsillos traseros de su pantalón.  Caminó hacia la autopista, donde la intensidad de las estrellas crecía, y sobre el asfalto no se notaba ni la presencia de una hormi­ga. Por el otro lado de la carretera era mucho más desierto, sólo llega­ban cantos que los pájaros esgrimían en un soneto a la noche, soneto amorfo, pero conforme a la propia naturaleza.

 

El hombre que miraba sólo hacia las cuartillas y el escritorio seguía en la puerta de la oficina, mirando lo mismo que el otro, pero tan distinto. Cerró la oficina, y con una insignificante señal que no parecía de despedida pretendió dar a entender que ya se marchaba, po­cas palabras o ninguna cruzaba por su boca. El hombre que atendía la es­tación lo miraba, sonrió sin desesperación devolviendo el saludo, acto sin valor por si mismo, ni necesario, pero tan inevitable como todos los actos que se daban ahí dentro, entre las horas que él recorría, siem­pre callado, fumando cuando se podía, algunos tragos una noche cualquie­ra, tal vez amanecer en sus ojos transformados en imágenes que parecían nuevas, que le provocaba repetirlas por esto, pero no se recordaba de que cada temporada, en momentos muy cortos, como éste por ejemplo, pensaba con alguna esperanza en sus actos, éstos actos, pensaba en reali­zarlos de nuevo, y no percibía que sólo eran los mismos que por devoción o automatismo se negaba a recordar. Mientras la estela del hombre de oficina se perdía a lo lejos de la línea ciega de esta carretera, ya la noche postrada, sin quererlo sobre él, le solicitaba que encendiera la luz artificial de la estación Cuatro bombillos carentes de fuerza se despertaban y denunciaban la soledad de la hora continua.

 

Según recuerdo, me fui a las once de la noche y no había ninguna noticia acerca del piloto del automóvil. Y cómo usted se habrá dado cuenta, y por eso es que lo llamé, hoy en la mañana encontré el automóvil todavía en el sitio donde lo había dejado el hombre. Pero noté que tenía abierto el capó y al acercarme a ver si no habían intentado robar algo del auto descubrí que el piloto se encontraba adentro. Estaba totalmente pálido. Intenté abrir la puerta pero estaba cerrada por dentro. No quise romper el vidrio, no fuera que solamente estuviera durmiendo el hombre y me provocara sin ningún motivo un grave problema. Desde entonces lo he esperado para que usted proceda de forma como usted sabe, digo yo. Por cierto, Oficial, podría saber qué es del hombre, ¿qué tenía?

-Una sobredosis.

-De alcohol.

-No, se intoxicó con drogas.

-Pero si no habían drogas dentro del automóvil.

-El cargaba en alguno de sus bolsillos.

-¿No fue un asesinato entonces?

-No, fue un suicidio. Un estúpido suicidio.

-Estúpido.¿Porqué estúpido, Oficial?

-Porque no entiendo qué diablos tenía que hacer é1 en este distrito, ni en mi jurisdicción, no sólo estoy demasiado ocupado con eso de los linchamientos, ahora un loco y adicto que ni siquiera sé de qué drenaje se escapó. Por eso es estúpido.

-Y a mí, que me reducirá las ventas de combustible.

Usted lo que debe de hacer es una promoción para que se olvi­den del muerto, es lo mejor.

 

Guatemala, 1999. Utrillo.

Mauricio Estanislao Lopez Castellanos
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