Legalismo de letra muerta
Vivimos un statu quo inconstitucional cuya defensa es delictiva.
Mario Roberto Morales
Las movilizaciones de masas que protestan contra el sistema político corrupto se han diversificado, extendido y adquirido un ritmo pertinaz. La disminución de su festiva masividad capitalina ha dado paso a su expansión ordenada y puntual en los departamentos y en la capital misma. Y su motor sigue siendo la exigencia de que el militar más corrupto de la historia nacional renuncie a la presidencia de la república y que las próximas elecciones se realicen regidas por cambios legislativos que impidan que políticos, contratistas del Estado y financistas de campañas electorales se roben los recursos públicos.
Las acciones que han realizado la CICIG y el MP en las más recientes semanas le ha dejado claro al pueblo que la corrupción en el Estado es ejercida tanto por miembros de la oligarquía y las burguesías, como por clasemedieros y wannabes de todos los pelajes ideológicos. En el imaginario del pueblo murió para siempre la falsa idea de que la “gente decente” y “de bien” —que es rica o finge serlo— no es corrupta porque ya tiene dinero, y también la errática noción de que los pobres son buenos porque son pobres y que quienes los representan políticamente extraen su honradez del pueblo. Ahora, la ciudadanía sabe que es el sistema y sus reglas el que posibilita la corrupción, sin importar la ideología ni la imagen de los políticos. Y por eso quiere cambiar ese sistema y sus reglas, y externa su criterio de que, en estas condiciones, no son válidas las elecciones.
Es en este punto en el que la crisis política se encuentra estancada. Por un lado, los abogados legalistas que no pueden ver más allá de la letra inerme de la Constitución y menos pueden entender que la ley emana de la realidad social y no al revés, se aferran a un legalismo formalista que ignora que el país vive desde hace mucho una situación económica y política de suyo inconstitucional, y también que la mejor prueba de ello es justamente la lucha sostenida que contra la corrupción en el Estado libra el pueblo en la actualidad. Por otro lado, los esfuerzos de juristas que interpretan la Constitución a la luz de lo social-concreto y que comprenden que el statu quo inconstitucional que vivimos sólo es defendible desde el interés delincuencial y jamás desde el Derecho, se concentran en que las elecciones se realicen bajo normas jurídicas que imposibiliten la fácil corrupción sistémica de los políticos. De un lado, pues, está el pueblo movilizado junto a los abogados capaces de interpretar socialmente la ley, y del otro está la oligarquía y sus altoparlantes neoliberales, la cúpula del Ejército, la clase política corrupta y las dependencias del Estado en manos de kaibiles y ladrones de cuello blanco. A ninguno de éstos les conviene la depuración del Estado, pues eso implica quedarse sin su modus vivendi.
Urge entonces que los abogados capaces de fundamentar la invalidez jurídica del constitucionalismo de letra muerta desautoricen legalmente la resistencia del Congreso a los cambios que reclama el pueblo movilizado. Y es apremiante que éste intensifique sus movilizaciones dotándolas de organización y estrategia, así como de unidad de objetivos y de discurso político (no sólo de ocurrencias catárticas). Nadie más que el pueblo en la calle puede hacer cambios estructurales. Por eso, la mayor responsabilidad histórica de la coyuntura recae en los movilizados. Adelante, pues. Y que al movimiento no se lo coma la fiesta.
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