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Las viejas tácticas de una contrainsurgencia que se agota

Un 26 de abril, hace 18 años, miembros del Ejército de Guatemala asesinaron cobardemente a Monseñor Juan Gerardi. Para conmemorar el triste aniversario del asesinato, releí parte del excepcional libro “The Art of Political Murder”, de Francisco Goldman. El libro detalla, con base en un incansable trabajo de detective, la tortuosa investigación posterior al crimen, así como los juicios que surgieron de esta investigación y que llevaron a la condena de algunos de los culpables.

Alberto Fuentes

Foto: Carlos Sebastián

Más allá de su minuciosa descripción del caso –es interesante ver, por ejemplo, que por sus páginas desfilan diversos personajes que aún forman parte de la vida política de Guatemala, incluyendo a los militares Lima (padre e hijo), Otto Pérez Molina y Luis Mendizábal, los periodistas José Rubén Zamora, Dina Fernández y Claudia Méndez, y los jueces Yassmín Barrios y Eduardo Cojulún– el libro es valioso por dos razones. Primero, porque revela con absoluta claridad algunas de las tácticas de desinformación y presión utilizadas por los servicios de inteligencia contrainsurgente del país –tácticas que aún se utilizan hoy en día. Y segundo, porque, paradójicamente, también nos permite apreciar cuánto hemos avanzado en la lucha contra las fuerzas oscuras e ilegales de la contrainsurgencia.

Entre las tácticas aplicadas por los servicios de inteligencia militar destaca la generación de innumerables hipótesis y pistas falsas para confundir a los investigadores, la intimidación de testigos y jueces, y la manipulación de la opinión pública por parte de la defensa durante el juicio. Como indica Goldman, “Los servicios de inteligencia, por supuesto, no solamente reúnen información; también, cuando les sirve a ellos o a sus gobiernos, desinforman. Aviones llenos de cocaína, drogas depositadas en el baúl del carro de una joven esposa, escuchas telefónicas y llamadas amenazantes y correspondencia abierta, periodistas y jueces cómplices, informantes e infiltrados omnipresentes –el Ejército tenía muchas piezas en un gran tablero” (traducción libre, página 140).

Entre las tácticas aplicadas por los servicios de inteligencia militar destaca la generación de innumerables hipótesis y pistas falsas para confundir a los investigadores, la intimidación de testigos y jueces, y la manipulación de la opinión pública por parte de la defensa durante el juicio.

Goldman describe cómo distintos testigos ofrecieron “evidencias” para corroborar teorías tan disparatadas como la que proponía que el decrépito perro Baloo había atacado al Obispo, o que la Banda Valle del Sol era responsable del asesinato. Igualmente, expone cómo la noche del 21 de marzo 2001, dos granadas explotaron en el patio de la casa de una de las juezas del caso, Yassmín Barrios. O narra también cómo la defensa de los militares acusados tergiversó los hechos expuestos durante el juicio a través de los medios públicos: por un lado, indicando que el caso contra los acusados pendía solamente del testimonio de un testigo de reputación cuestionable, a pesar de la cuantiosa evidencia que presentó la fiscalía. Y por el otro, arguyendo que el juicio era puramente ideológico, motivado por ex guerrilleros con sed de venganza.

Lo interesante de esta lectura es que permite descubrir cómo, a pesar del paso de los años, las mismas estrategias, muchas veces impulsadas por las mismas personas, aún se utilizan. Para muestra, dos ejemplos: el caso por genocidio contra Ríos Montt, y el proceso que se sigue por corrupción contra Otto Pérez Molina.

En el caso por genocidio, las tácticas de la defensa del senil General son sorprendentemente similares a las que se emplearon hace casi dos décadas. Primero, está la propuesta de hipótesis alternativas, particularmente aquella que sugería que el General no estaba al tanto de lo que sucedía en el campo. Segundo, la defensa no escatimó esfuerzos en intimidar y deslegitimar a la defensa e incluso a los jueces. No solamente cuestionaron los intereses de las víctimas –“guerrilleros revanchistas”, “mentirosos interesados en el dinero de las reparaciones”– sino que, en una especie de déjà vu, atacaron despiadadamente a la misma jueza del caso Gerardi, Yassmín Barrios. Por último, quienes apoyaban al General, liderados por la Fundación contra el Terrorismo, desarrollaron una masiva e implacable campaña de desinformación pública que repetía muchos de los cuestionamientos contra la juez y las víctimas.

Lo interesante de esta lectura es que permite descubrir cómo, a pesar del paso de los años, las mismas estrategias, muchas veces impulsadas por las mismas personas, aún se utilizan. Para muestra, dos ejemplos: el caso por genocidio contra Ríos Montt, y el proceso que se sigue por corrupción contra Otto Pérez Molina.

Los casos de corrupción de La Línea y la Terminal de Contenedores Quetzal (TCQ) contra el otrora presidente Otto Pérez Molina comparten muchas de las mismas características. Nótese, por ejemplo, como en una entrevista tras otra, el acusado sugiere hipótesis y pistas falsas, incluidas aquellas que acusan a la Embajada de Estados Unidos de orquestar todo el caso. O examínese la reciente filtración de una conversación telefónica de uno de los actuales funcionarios públicos, la cual da cabida a nuevas especulaciones. O, por último, revísese los cuestionamientos, cada vez más insistentes, sobre el papel de Juan Carlos Monzón como colaborador eficaz. De manera análoga al caso Gerardi, dichos cuestionamientos presentan a este individuo como la única fuente de información del MP y la CICIG, a pesar de que la evidencia que se ha recabado es cuantiosa.

En ambos casos vemos un mismo hilo conductor en la defensa, un hilo que los conecta irremediablemente con el caso Gerardi, y que tiene su origen en el arsenal para contiendas legales de las fuerzas contrainsurgentes de nuestro país. El pesimista verá en esta conexión al mismo dinosaurio que, cuando despertamos, aún está ahí. Sentirá que en Guatemala cambia todo para que no cambie nada.

Pero, a mi parecer, lo que estamos viviendo más bien comparte mucho con la descripción más optimista que nos deja Goldman en su libro: “Cuando comencé a ver cómo una sociedad que se había formado en el siglo diecinueve se comenzaba a desintegrar y a convertirse en algo distinto… también entendí cómo el Ejército de Guatemala [y sus asociados] estaban unificados… en su interés por preservar una cultura bajo asalto… Eran los defensores de una sociedad deliberadamente cerrada, enraizada en ideas locales sobre privilegio, estatus, militarismo y políticas anti-indígenas del siglo diecinueve, las cuales, mediante una simple metamorfosis, se habían traducido en el militarismo de la guerra fría y las masacres del siglo veinte…” (traducción libre, página 142).

Es ésta la segunda razón por la cual la lectura del libro de Goldman es valiosa: nos permite apreciar cuánto hemos avanzado en la lucha por sobreponernos a la herencia de la cultura del siglo diecinueve, a esa sociedad racista, violenta, provincial y clasista, y a las fuerzas que la defienden. Y es que queda claro que, por más que las desfasadas fuerzas contrainsurgentes que aún sobreviven se esmeren en impedirlo, el tablero con que cuentan para mover sus piezas se ha reducido. Los casos de genocidio y corrupción, y el trabajo del MP y la CICIG, solamente lo acotarán más.

Es ésta la segunda razón por la cual la lectura del libro de Goldman es valiosa: nos permite apreciar cuánto hemos avanzado en la lucha por sobreponernos a la herencia de la cultura del siglo diecinueve, a esa sociedad racista, violenta, provincial y clasista, y a las fuerzas que la defienden.

Fuente: Nómada [https://nomada.gt/las-viejas-tacticas-de-una-contrainsurgencia-que-se-agota/]