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Breve diatriba contra los perros que se aficionan demasiado a roer sus huesos.

El formidable escritor satírico irlandés del siglo XVIII, Jonathan Swift, autor de Los viajes de Gulliver y del inolvidable relato “Una modesta proposición” (traducido impecablemente al español por Tito Monterroso), fue un despiadado crítico de la dimensión hipócrita de la política, del derecho y de las “buenas costumbres” de su tiempo.

Su alejamiento burlón de la solemnidad burguesa –con la que se suelen ocultar los móviles interesados de la filantropía, la beneficencia y la caridad, así como los mecanismos del poder político– le ha valido a su pensamiento y su literatura una vivaz actualidad que ubica su obra como una lectura obligada en estos dorados tiempos en que el agónico reinado del fundamentalismo de mercado está llevando a los poderes corporativos a asesinar a la humanidad y, con ella, al planeta entero.

Swift imprime en sus sátiras un alcance universal a la hora de desnudar las relaciones que subyacen bajo las formalidades políticas y los amaneramientos diplomáticos. Tal y como, por ejemplo, lo demuestra en esta alegoría:

“Podemos observar en la república de los perros que todo el Estado disfruta de la paz más absoluta después de una comida abundante, y que surgen entre ellos contiendas civiles tan pronto como un hueso grande viene a caer en poder de algún perro principal, el cual lo reparte con unos pocos, estableciendo una oligarquía, o lo conserva para sí, estableciendo una tiranía”.

La comparación de los poderosos con perros y de la riqueza con un hueso para roer expresa lo que el autor sentía hacia quienes se especializan en acumular bienes materiales; y la identificación de la lucha por el hueso entre perros con las contiendas y los órdenes políticos cristalizados en el Estado, ilustra sobre los orígenes de los “gobiernos de pocos” y sus inevitables consecuencias dictatoriales. Así, el hueso de América les cayó en su redil a los criollos. Se lo disputaron disfrazados de conservadores y liberales. Éstos ganaron esa guerrita e instauraron dictaduras militares bajo el alero de un dios inquisitorial, una patria de finqueros y una libertad de mercachifles. El producto se llama América Latina.

Y dentro de América Latina existen vulgaridades degradadas, como es el caso del país con el nombre más feo del mundo –Guatemala–, en donde los criollos se creen nobles por cuyas venas corre una sangre hecha de una hemoglobina superior a la de los indios, mestizos, negros, mulatos y zambos. Pero la idea de nobleza es de suyo obsoleta. Ya lo dice el mismo Swift: “Los nobles son como las patatas: todo lo bueno lo tienen bajo tierra.” Es decir, todo lo que valoran de sí mismos está enterrado por la historia. Habría que ver qué sería de su autoestima si los criollos no tuvieran indios y ladinos prietos con los cuales compararse en sus delirios de blancura. Esos que son tanto más ridículos cuanto más mestiza se revela la Península Ibérica a lo largo de sus múltiples ocupaciones extranjeras.

Los biempensantes de siempre dirán que “de todo hay en la viña del Señor” y que las generalizaciones son malas. Pero cuando se habla de una constante histórica protagonizada por el mismo grupo étnico en todo un continente, la generalización merecería discutirse con criterios mejores que los de los relativismos del “sentido común” conservador, y pensar en que, como asienta el mismo Swift: “Cuando el Diablo está satisfecho, es una buena persona”. Es más, se vuelve filántropo y promueve la caridad y la beneficencia. Siempre –eso sí– que sean deducibles de impuestos.
[stextbox id=»info»]Y dentro de América Latina existen vulgaridades degradadas, como es el caso del país con el nombre más feo del mundo –Guatemala–, en donde los criollos se creen nobles por cuyas venas corre una sangre hecha de una hemoglobina superior a la de los indios, mestizos, negros, mulatos y zambos.[/stextbox]

Mario Roberto Morales
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