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El tiempo había volado como plumas agitadas por el viento, Fray Reginaldo caminaba por el convento de Nápoles, meditaba y pedía a Dios que le iluminara para poder concluir la tarea que había prometido terminar. Aquel convento, viejo y de paredes gruesas, antes de la llegada de Fray Tomás, era oscuro y lleno de sombras. Fray Reginaldo recordaba como Fray Tomás una tarde de domingo, después de asistir a la santa eucaristía, caminó hacia una hortaliza que quedaba en el norte del convento, en ese lugar, después de hacer una oración, sembró una semilla. Tanta era la santidad y sabiduría de Fray Tomás, que aquel árbol creció rápido y debajo de sus ramas se extendía una sombra como la noche, el sol no podía penetrar las ramas y las hojas de aquel árbol, que según fray Tomas era un castaño, rápidamente los monjes dominicos de aquel convento, contemplaron como las sombras que estaban metidas en el convento fueron arrastradas a la sombra del árbol y aquellos cuartones y pasillos oscuros, en el día eran iluminados con una luz parecida al sol.
Fray Tomás había pedido a los monjes que levantaran un muro de ladrillos justo donde la sombra de la copa marcaba una perfecta circunferencia, lo hicieron así, pero en el momento en que el muro iba a quedar cerrado, Fray Tomás pidió que dejaran un espacio para poder entrar y salir de la sombra del castaño. Desde aquel día, las sombras nunca más invadieron el convento.
Fray Reginaldo recordó entonces, quizás iluminado por el Espíritu Santo, quizás iluminado por el demonio, aquel viejo árbol de castaño sembrado por su amigo Fray Tomás. Sin pensarlo dos veces camino de prisa hacia ese lugar.
El castaño tenía el tronco más grueso de lo que recordaba Fray Reginaldo, sus ramas y hojas cubrían todo espacio por donde la luz podía penetrar. Aquella mañana, el sol iluminaba sin piedad al convento, así que Fray Reginaldo pensó que la sombra de aquel castaño debía estar fresca. Observo con atención el muro, era redondo perfecto, pero no estaba cerrado, tenía la altura de un niño de cuatro años, la altura para que las sombras no escaparan, los dominicos habían observado y consideraban un milagro que las sombras no salieran del cerco, además, que hasta en la biblioteca, las celdas, que eran los lugares más oscuros del convento, la luz iluminaba desde el alba hasta el ocaso.
Fray Reginaldo fue el primer monje que entro en aquel espacio, al entrar ahí sintió mucho frio y por primera vez en mucho tiempo, se sintió solo. Se sintió abandonado. Se acerco al tronco y se dejo caer, sus rodillas viejas y apolilladas sintieron el peso de su cuerpo. Sus brazos se aferraron al tronco del castaño como si estuviese abrazando a su amigo Fray Tomás, se sintió tan solo que se puso a recordar, aquel ataque repentino de nostalgia, le hizo llorar. Lloro por la soledad y la ausencia del conocimiento.
Quizás Dios, quizás el demonio, quizás ninguno de los dos, pero observo de nuevo aquella mañana cuando se encontraba en su convento, era joven, y ese día se encontraba sembrando trigo en la hortaliza de su monasterio. De pronto la luz del sol se opaco, delante de él, Fray Ambrosio le miraba, estaba acompañado de un hombre alto, con mirada de santo, su corpulencia era igual a la de un buey, su corazón le dijo al pensar en ese parecido, que ese buey debía mugir y todo el mundo lo escucharía; aquel buey era Fray Tomás de Aquino. Desde esa mañana, hasta la madrugada de su muerte, no se separo jamás de él, había prometido terminar su obra.
Fray Reginaldo había quedado a cargo de la cátedra que dejo vacía Fray Tomás, sentía miedo, pues nunca había dado cátedras, necesitaba a su amigo, maestro y confidente. De pronto el castaño dejo entrar un rayo de luz y el ambiente calentó un poco, Fray Reginaldo levanto la vista y ante él, estaba su viejo amigo, con una túnica blanca, más blanca que una nube, quizás no era blanca, quizás no tenia color.
-¿Por qué lloras?- pregunto el aparecido.
-Me enseñaste de todo, menos a dar cátedras- sollozo Fray Reginaldo, debajo de la sombra se había vuelto un niño.
-¿Recuerdas cuando deje de escribir, cuando el señor se me reveló?- indago el aparecido.
-Sí, me dijiste que todo lo que habías escrito te parecía paja- dijo Fray Reginaldo llorando como un recién nacido.
-Ese día comprendí, que un maestro, debe ser como un doctor, debe ayudar a la persona, respetando su libre albedrio- dijo el aparecido mientras floto hacia él.
-Ayudar desde afuera, guiar a la persona y provocar en su interior el cambio, ¿Cómo lo hizo el señor?- pregunto Fray Reginaldo, lloraba menos, como un niño después de un susto.
El aparecido asintió, le recordó que el maestro al educar moralmente a sus discípulos, no lo puede hacer todo, pero hace lo principal y que requiere de la colaboración del alumno para poder aprender. El aparecido converso con Fray Reginaldo durante mucho tiempo, y a medida que la conversación pasaba, Fray Reginaldo parecía crecer de nuevo. El maestro ayudo a su amigo, discípulo y confidente a que tuviera un cambio en su interior.
Al salir de la sombra del árbol de castañas, Fray Reginaldo tomó con valor el reto de la cátedra y terminó la tercera parte de la Suma Teológica de Fray Tomás de Aquino. Fue así como la Suma Teológica fue concluida y a la vez, fue la preparación de Fray Reginaldo para poder dar cátedras. Fue así como Fray Reginaldo comprendió lo que decía Fray Tomás, el hombre encuentra el máximo valor de su vida en una verdadera amistad y Fray Tomás de Aquino, le seguía brindando su amistad, ayudando y confiando después de muerto.

Eleázar Adolfo Molina Muñoz