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Algo de lo que se debe tener claro para entender lo ocurrido en Egipto y lo que está por venir en el mundo árabe.

La revolución egipcia recién empezó con la abdicación del dictador Hosni Mubarak y la toma del control de la transición a la democracia por parte de los militares desafectos al Vicepresidente Suleimán, encargado de hacer que Egipto pusiera en práctica las políticas de Washington y Tel Aviv en la región, especialmente manteniendo aislados a los palestinos de la Franja de Gaza y apoyando al sionismo (que no incluye a todo el pueblo de Israel sino sólo a la tendencia predominante dentro de su Estado), honrando así los ahora inciertos acuerdos de Camp David.

Todo esto es obra de la heterogénea e indiferenciada movilización popular que en poco más de dos semanas demostró su rotunda efectividad, sobre todo cuando fue capaz de rechazar las ofertas de Mubarak en cuanto a ofrecer a los insurrectos soluciones formalistas para asegurar el continuismo del régimen, como entregar la sucesión al torturador Suleimán o al ambicioso y oportunista El Baradei, asustando con que Egipto pudiera caer en manos del integrismo islamista. Cuando se intentó atemorizar a la opinión pública con este espantajo, se ocultaba que la Hermandad Musulmana está integrada por sunitas y no por chiitas, debido a lo cual orbita en torno a Arabia Saudita, cuya dictadura ―como la de Mubarak― es apoyada por EEUU e Israel, y no en torno a Irán, el enemigo número uno de la “democracia” y la “libertad” de Occidente debido al carácter insumiso de sus dictadores.

Les toca sin duda a las masas que están en asamblea permanente en la plaza Tahrir, velar por que las conquistas obtenidas hasta ahora se traduzcan en soberanía nacional, en cambios estructurales tanto en la economía como en la política y la cultura, y en una democracia sin tutelajes occidentales ni del integrismo islamista. La tarea que la revolución egipcia tiene por delante es gigantesca, y es de esperar que los militares la comprendan y defiendan las conquistas populares ya obtenidas. Falta ver qué postura concreta adoptarán EEUU e Israel respecto a los cambios en Egipto, y cómo su revolución, representada por militares que hoy parecen estar unidos al sentir popular que derrocó a la dictadura, planteará a estos poderes su soberanía política y su libertad económica.

El caso de Túnez, cuyo partido oficial, al igual que el de Egipto, pertenecía a la tornadiza Internacional Socialista, fue el detonante de la ola de rebelión que sigue sacudiendo al mundo árabe y ante la cual Yemen, Argelia, Bahréin y otras tiranías apoyadas por la “democracia” occidental (“socialista” o “libertaria”), toman medidas de contención.

Tanto la ultraderecha republicana estadounidense como sus émulos neoliberales en el tercer mundo, dan la noticia de la revolución egipcia congratulándose de que en ese país triunfó “la libertad” y “la democracia” en contra de “la dictadura”. Y equiparan a Mubarak con Chávez, con Evo, con Castro y… ¡con Zelaya!, sentenciando melodramáticos: “Eso les pasa a los que no respetan la voluntad del pueblo ni la democracia”. Soslayan con este juicio simplista que su derecha modélica es el poder que sostenía la dictadura de Egipto.

También atribuyen a internet y a las redes sociales el triunfo de la revolución egipcia, como si ésta no fuera la respuesta sensata a décadas de opresión y explotación. La espontaneidad de las rebeliones surge de una lenta acumulación de fuerzas. No del efecto mágico de las tecnologías. Las cuales ―a lo sumo― sustituyen viejos medios para dar cauce a la furia de las masas. Esta vez, a la del pueblo egipcio.

Autor: Mario Roberto Morales

Mario Roberto Morales
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