La religiosidad erótica
En el quinto centenario del nacimiento de Santa Teresa de Ávila.
Mario Roberto Morales
El 28 de marzo de 1515 —hace 500 años— nació Teresa de Cepeda y Ahumada, quien ha pasado a la historia de la literatura (y de la Iglesia) como (Santa) Teresa de Jesús o de Ávila, fundadora de la orden de las Carmelitas Descalzas y autora de célebres textos erótico-religiosos, emblemáticos del Renacimiento español.
Se dice que el siguiente pasaje del capítulo 29 de su Libro de la Vida, inspiró al escultor Lorenzo Bernini para realizar su conocida pieza El éxtasis de Santa Teresa, que se encuentra en la iglesia de Santa María de la Victoria, en Roma:
“Veíale en las manos un dardo de oro largo, y al fin del hierro me parecía tener un poco de fuego. Este me parecía meter por el corazón algunas veces y que me llegaba a las entrañas. Al sacarle, me parecía las llevaba consigo, y me dejaba toda abrasada en amor grande de Dios. Era tan grande el dolor que me hacía dar aquellos quejidos y tan excesiva la suavidad que me pone este grandísimo dolor, que no hay desear que se quite, ni se contenta el alma con menos que Dios. No es dolor corporal sino espiritual aunque no deja de participar el cuerpo algo, y aún harto. Es un requiebro tan suave que pasa entre el alma y Dios, que suplico yo a su bondad lo dé a gustar a quien pensare que miento”.
Podemos —gracias a Freud— interpretar la metáfora “dardo de oro largo” con punta de hierro y fuego, como un evidente símbolo fálico. Y la acción de que ese dardo le fuera metido a la autora “por el corazón algunas veces y que me llegaba a las entrañas”, como una clara alusión al acto sexual sublimado en amor espiritual. Asimismo, la mención del abrasamiento por amor y de un dolor espiritual muy grande después de esta experiencia, expresa el éxtasis sensual de la desfloración como resultado de la entrega y el abandono, aunque la autora proyecte todo al plano del alma que se funde con su Creador. Aquí, el éxtasis religioso como experiencia orgásmica no sólo valida espiritualmente la sexualidad humana, sino ratifica que la causa de la revelación mística es el deseo de fundirse con el Otro como resultado del impulso de la libido. No en balde una célebre edición de El erotismo de Georges Bataille lleva en la portada un detalle de El éxtasis de Santa Teresa, de Bernini.
Otra prueba de que nuestra santa favorita fue una mujer con sus hormonas bien puestas, es esta: “Cuando el dulce Cazador /me tiró y dejó herida, /en los brazos del amor /mi alma quedó rendida; /y, cobrando nueva vida, /de tal manera he trocado, /que mi Amado es para mí /y yo soy para mi Amado. /Hirióme con una flecha /enherbolada de amor, /y mi alma quedó hecha /una con su Criador. /Ya yo no quiero otro amor, /pues a mi Dios me he entregado, /y mi Amado es para mí /y yo soy para mi Amado”.
La fusión de las almas es aquí una sublimación del deseo de la fusión de los cuerpos, pues el epíteto de Cazador con que la autora alude a Cristo le otorga a éste una inequívoca masculinidad poseedora, lo cual hace de la herida que Él le causa con la flecha una nueva metáfora de la desfloración, ya que la flecha se vuelve otro símbolo fálico y el alma una metáfora del genital femenino.
Si aceptamos que la entrega como fusión de dos seres en uno hace de la pulsión libidinal la causa del deseo religioso de auto negarse para existir en el Otro, convendremos en que nuestra ardiente monjita personificó una sana, liberadora y vitalista manera de entender y practicar la religiosidad cristiana.
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