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Breve reflexión sobre la incompatibilidad entre la consolidación del poder político y la coherencia moral de los dirigentes.

En su ensayo “El pensamiento reaccionario”, Cioran dice que “Lo trágico del universo político reside en esa fuerza oculta que conduce a todo movimiento a negarse a sí mismo, a traicionar su inspiración original y a corromperse a medida que se afirma y avanza.” En otras palabras, el quehacer político es una actividad condenada a los desenlaces trágicos porque para afirmar y preservar el poder, los dirigentes deben contradecir los ideales y propuestas que los llevaron a que las masas les confirieran la tarea de dirigirlas.

No es extraño, pues, que los demócratas acaben como sátrapas y que los pacifistas se valgan de la violencia para imponer la paz. Un político realizado y “triunfador” es aquel que ha afianzado su poder y que, para lograrlo, ha debido –según Cioran– traicionarse a sí mismo. “Porque en política –sigue diciendo el filósofo rumano–, como en todo, nadie se realiza sino a través de su propia ruina.”

Este aserto adquiere sentido si aceptamos que la realización “exitosa” de una persona depende de jugar el juego del poder dominante. Es esta necesidad la que convierte al “éxito” en un hecho trágico. La generalización de nuestro pensador puede parecer arbitraria a ciertos moralistas de oficio, incapaces de observar sus propias incoherencias. Pero bien vista la cosa, quizás sólo algunos místicos puedan llegar a la muerte sin haberse traicionado en vida. Me viene a la mente ahora la frase terrible de Jesús orando en Getsemaní: “Padre, si te es posible, aparta de mí este cáliz.” Esa angustiada plegaria expresa su miedo a pagar el precio político de su prédica ideológica. En Jesús –como en Martí, el Che y tantísimo héroe trágico– prevalece el sentido del deber y el compromiso, y así supera el miedo, con lo que su coherencia se desarrolla sin trabas hasta el trágico final de sus días en la Tierra.

Pero la gran mayoría de quienes “triunfan” lo hacen negándose a sí mismos. Si no, contemplemos la sonriente infelicidad de los “exitosos” (campeones del estrés), la torva soledad de los dictadores (amos de la paranoia) y el repudio histórico a los falsos profetas (demócratas o no) de todos los tiempos.

La “gente sencilla” (que no aspira al “éxito” sino a la realización humana) es más feliz que los esforzados “triunfadores” porque no tiene necesidad de traicionarse a sí misma para vivir feliz, ya que tampoco necesita ocuparse de por vida en mantener poder político alguno. Quizá por esto es que Cioran dice también que “un barrendero sabe más de la vida que un filósofo”. Y que un político, agregaría yo. Pues éstos complican la vida, mientras el otro la vive sin ocuparse disciplinadamente de dejar las tripas en el intento de hallarle un sentido racional o de hacerla perfecta para todos, según se lo permita el objetivo primordial de mantener el poder.

Cierto es que hay “gente sencilla” inoculada con el vulgar virus del consumismo y el “éxito”. También lo es que por cada Mandela hay cien Bush y por cada Kirchner cien Pinochet, pues el poder suele recaer en una persona más por razones de interés y azar que de mérito, ya que los liderazgos se forjan haciendo confluir intereses. Y aunque esta habilidad ha sido convertida en ética desde Confucio, Platón y Maquiavelo, hasta Napoleón, Hitler y Stalin, en general sigue siendo una pericia más afín a un desarrollado sentido íntimo de la oportunidad que a cualquier suerte de vocación humanista.

Mario Roberto Morales
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