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La ira de Dios

Gerardo Guinea Diez
gguinea10@gmail.com

La semana pasada, un grupo de pastores evangélicos presentaron al Congreso de la República una propuesta de ley que en su parte medular pretende que la Biblia sea lectura obligada en los centros de educación. Disparate o mal chiste, la idea es una amenaza a las libertades y garantías establecidas en la Constitución Política de Guatemala. El asunto semeja aquella dicotomía de fieles e infieles, donde todo vuelve a ser cuestión de sectas, revelaciones y recompensas después de la muerte. De allí estamos a un paso de un furor belicoso, apetito común de las religiones desde la antigüedad.

Basta recorrer los patios de la historia para concluir sobre las pendencias de la humanidad en torno a dioses. En Europa, los 10 mil judíos que vivían en Roma, señalaban al papa su condición de blasfemo, atributo que a su vez, coreaban 100 mil cristianos, tanto como los dos millones de adoradores de Júpiter en tiempos de Trajano, sin olvidar las 360 vías hacia la vida eterna según Mahoma. En esa línea, basta leer las crónicas de la conquista y las formas crueles cómo los españoles destruyeron a mansalva a cientos de dioses impíos e impusieron a sangre y fuero su religión. Si la humanidad ha hablado más de 10 mil idiomas, también lo ha hecho en relación con sus dioses, unos belicosos, otros menos propensos a empuñar espadas o bombas inteligentes. El enfrentamiento entre El Corán y la Biblia viene desde tiempos remotos, y es en esencia, un “conflicto de luz”, en consonancia con el significado etimológico de la palabra Dios: “Día”.

La propuesta de los evangélicos se sustenta en la pérdida de valores, barriendo bajo la alfombra, con fingida demencia, las causas de fondo de una sociedad desigual y empujada a vivir en crecientes procesos de marginalidad. La lealtad, la solidaridad, la bondad, la honradez, entre otros, no se aprende en un texto sagrado, sino en una práctica de vida contraria a la voracidad y la acumulación. Como sea, esta propuesta viola los principios que rigen el Estado laico, el cual legitima el derecho de quienes creen y de quienes no. Es decir, garantiza un derecho fundamental: la libertad de creencias.

La espiritualidad es un derecho inalienable del ser humano. Para cierto tipo de creyentes, Dios es un ser inmaterial, más allá de las formas, que da consuelo y paz. Otros, lo asumen como clínica psiquiátrica. Ambas son válidas y están fuera de cualquier juicio, porque eso es lo que avala la laicidad. Suena aterrador pensar una imagen de futuro, donde los niños de primaria, con mucha aprehensión reciten pasajes del Apocalipsis y de Los señalados de las tribus de Israel.

En fin, en el mundo existen más de dos mil millones de cristianos, mil millones de musulmanes, 750 millones de hindúes, además de budistas, sijs, taoístas, judíos, Rastafaris, y antiguas deidades, aún vivas del mundo prehispánico. También, los 800 mil seres divinos que contó el sintoísmo japonés. Existe un riesgo, que los diputados, frente a esta hibrys se olviden de legislar y solo hablen de Los ángeles con las últimas siete calamidades.

La propuesta de los evangélicos se sustenta en la pérdida de valores, barriendo bajo la alfombra, con fingida demencia, las causas de fondo de una sociedad desigual y empujada a vivir en crecientes procesos de marginalidad. La lealtad, la solidaridad, la bondad, la honradez, entre otros, no se aprende en un texto sagrado, sino en una práctica de vida contraria a la voracidad y la acumulación.

Gerardo Guinea Diez
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