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La insurrección de la Guatemala profunda

Gerardo Guinea Diez
gguinea10@gmail.com

La ciudadanía se volcó en una manifestación en la que se exige decencia en el manejo de recursos públicos y una revolución moral. El 27 de agosto ha sido un día luminoso.

No es primavera, pero lo parece. Un jueves verídico. El calor brota por doquier. Miles de ciudadanos ocupan plazas y carreteras. El país amaneció semiparalizado. Embriaga tanta esperanza. Los políticos son un organismo envejecido que se pudre en el adobo de las altas temperaturas. Muy temprano se sabe que el exministro de Gobernación Mauricio López Bonilla abandona el país. Los pasajeros del avión se niegan a que esté en ese vuelo hacia Panamá. Lo mismo sucede con el general Manuel López Ambrocio, exministro de la Defensa. Como si fuera un drama en solo acto. No es el viaje de Ulises, nomás intentan cambiar de sitio. Ya no habrá retorno a Itaca.

Los titulares de los periódicos informan sobre el destino de Roxana Baldetti: el penal de Santa Teresa, paradójicamente, vecino del lugar “re bonito”, infausta y dolorosa definición del peor psiquiátrico de América Latina. Los medios también hablan de pruebas incriminatorias contra el presidente Otto Pérez Molina. El editorial del New York Times critica al mandatario guatemalteco. Mientras tanto, desde tempranas horas, las columnas ciudadanas marchan hacia su destino, y cientos de empresas apoyan el paro nacional. Algo inédito en los últimos cincuenta años. Estudiantes, ciudadanos de a pie, intelectuales, artistas y sindicalistas exigen la renuncia del presidente. Desde muy temprano, autoridades legítimas del pueblo ixil encabezan la caminata pacífica sobre la calzada Roosevelt, algo que replican los 48 cantones de Totonicapán en el kilómetro 170 de la ruta interamericana. Detrás de ellos, universitarios, colegios, campesinos, sindicalistas y un numeroso grupo de sectores de la sociedad civil avanzan hacia el parque central. Según cálculos conservadores, los indignados alcanzan más de cien mil. En provincia se reporta otro tanto. Las manifestaciones suceden en Quetzaltenango, Sololá, Alta Verapaz, Chiquimula, San Marcos y Quiché, entre otros.

Los rumores de la Plaza de la Constitución llegan en oleadas a la fachada de la Biblioteca Nacional, por donde ingreso al parque central. Una mujer y un hombre, ambos de mediana edad, desde uno de sus ventanales, procuran una vista privilegiada de los sucesos. Imagino un silencio concentrado detrás de sus paredes donde esperan miles de libros. Decenas de miles corean la renuncia del presidente. Empiezo a moverme entre la multitud como si cruzara un umbral novelesco. Persevero. Creo ver cómo se esparcen al alrededor donde me abro paso, un mundo más allá de las formas. Pienso en un hexámetro cualquiera, para que segundos después, tal si fueran mariposas, se desate una pléyade de fantasmales presencias: las de la dignidad y la resistencia.

Quisiera poseer el don de la ubicuidad. Solamente puedo estar en el parque central y presenciar cómo ondean miles de banderas y las vuvuzelas aturden con su estruendo. A las 12:00 horas, la plaza está a reventar. A mi lado pasa un vendedor de vestidos con un maniquí al hombro. Doy unos pasos a la orilla de la 6a. avenida. Rostros curtidos de cientos de campesinos caminan con sus pancartas. Algunos traen el tradicional bastón de mando. En esas estoy cuando cientos de miles de gargantas cantan el himno nacional. A la par, un hombre voltea y dice: en estas condiciones, no son posibles las elecciones. Agrega: a las tres de la tarde se entregará al Tribunal Supremo Electoral 25 mil firmas para suspender las elecciones. Sigo observando. Allí está el país, sus habitantes, sus valientes mujeres, sus hombres generosos, ahí está parte del alma nacional.

En pocas palabras, es el país que salió a la calle un luminoso 27 de agosto. El país de los olvidados, de las cifras de espanto de hambre y miseria, el territorio donde habitan diversas culturas, todas sojuzgadas desde siempre. Ese país derrotado por la pobreza y la mediocridad, aquel donde sus intelectuales, la mayoría muertos, hablaban de números y desarrollo e insistían en la necesidad de reformas estructurales, algo que no tenía nada de ideología y sí de sentido común. Salieron los hombres y mujeres de la clase media a exigir una revolución moral, a pedir un país decente. Por ello, las palabras del presidente el domingo pasado causaron tanto agravio. Sándor Márai, ese gran escritor húngaro, refugiado en la costa pacífica de Estados Unidos, escribió en sus memorias: “Hay palabras que duelen como una mordedura”. Porque muchos sabemos dónde está esa Guatemala profunda, que duele todos los días como una pérdida, como un eterno duelo, como esa mordedura de quienes creen que detrás de este mar de fondo existen oscuros intereses de viejos políticos y no la de millones de ciudadanos en el filo de la supervivencia y que no conocen otro horizonte que ingeniarse el día a día. Este mar de fondo, de abril a agosto, llena mis ojos. Es el océano en su eterno vaivén. Vuelvo a Márai: “En el océano se encuentra todo, hasta la patria”. Agrego las palabras del joven poeta Eduardo Villalobos; hemos dejado “de ser un pretexto o un abismo”.

Son las 14:00 horas, dejo la plaza y camino en dirección norte. Esto va para largo. Mientras avanzo, repito en voz alta unas líneas de Lezama Lima: “La soledad es donde se elabora el oro apagado del recuerdo”. Ya nada será olvido, nada.

Gerardo Guinea Diez
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