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La consagración de la primavera

Edgar Celada Q.
eceladaq@gmail.com

Al genio histórico literario combinado de Luis Cardoza y Aragón y Manuel Galich, debemos la identificación del decenio 1944-1954 como el de la primavera democrática en el país de la eterna tiranía.

En estos meses de extendida indignación social, de exacerbación de la crisis política y de renacimiento de la esperanza popular en la posibilidad de construir otra Guatemala, la idea de una nueva primavera democrática también ha ganado fuerza: es el sueño, es la utopía chapina de una convivencia respetuosa, sin exclusión ni discriminación de ningún tipo.

Es una primavera que aún se está pariendo a sí misma, en una encrucijada histórica en la que igual podemos seguir descendiendo hacia Xibalba, hacia el inframundo del Estado fracasado y paria, como reemprender el camino truncado hace 61 años e intentar tomar el cielo por asalto para, por fin, vivir en paz, con democracia y progreso social.

En mayo de 1913 fue estrenado en París el ballet La consagración de la primavera, de Igor Stravinski. La obra fue resumida por el mismo compositor ruso: “Vi en mi imaginación un rito pagano solemne: los ancianos sabios, sentados en un círculo, observando a una muchacha que baila hasta morir. La están sacrificando para propiciar al dios de la primavera”.

La idea de la obra, diría en otro momento el creador de Petrouchka y de El pájaro de fuego, es “el misterio de la primavera y su violenta explosión de poder creador”.

En Guatemala estamos exactamente en una encrucijada que nos puede conducir a una “violenta explosión”, no metafórica sino literal. Hasta ahora, el protagonista principal de esta danza, el pueblo indignado por la corrupción y el cinismo gobernantes, se ha conducido con mesura.

Quiere el nacimiento de una primavera sin que se repita la efusión sangrienta de la guerra civil de 36 años. Ya fue suficiente.

Pero la tozudez del sistema, personificada en el inconcebible discurso presidencial del 23 de agosto por la noche, ha tensado la cuerda a tal punto que puede reventarse esta semana en cualquier momento, en cualquier lugar.

“Los pueblos pueden perdonar los errores de los gobernantes. Lo que no toleran es que los estafen, que les defrauden la confianza”, es una de las memorables frases que José Mujica dijo aquí hace una semana. En lugar de comprender la profundidad de esas palabras, el presidente Otto Pérez Molina hizo el domingo un falso pedido de perdón, acompañado de gestos amenazantes que ahora nos tienen en el punto más peligroso de la crisis iniciada en abril.

Hasta dónde podrá Pérez Molina concretar su delirante amenaza de movilizar turbas en su apoyo, está por verse. Entretanto, es una provocación verbal que interpela expresamente a la “intervención extranjera” y a “la otra Línea” (léase Cacif), pero omite al principal agraviado: el pueblo guatemalteco.

Las expresiones organizadas de este último se aprestan, en los próximos tres días, a realizar acciones propiciatorias para el nacimiento de la primavera democrática. Porque ahora ya no se trata, nada más, de tumbar a un presidente impresentable sino de abrir el camino para una democracia sin simulaciones, auténtica y profunda.

Todavía cabe esperar que el nacimiento de la primavera sea lo menos traumático posible, a pesar del sonido de los atabales dominante en la música de Stravinski. Nada hay que nos condene a repetir la historia de la guerra civil, ni nada que nos obligue a vivir por siempre en el reino de la simulación.

Aún podemos amarrar las manos a los señores de Xibalba y desenmascarar a los titiriteros que los han tenido a su servicio desde 1954. No es necesario sacrificar a Xquic para que nazca la primavera.

En la prueba que viene estamos convocados todas y todos porque, queramos o no, estamos inmersos (según las palabras de la protagonista principal de la versión novelística de La consagración de la primavera, de Alejo Carpentier) en “la prodigiosa urdimbre de destinos distintos, convergentes, paralelos o encontrados, que, llevados por un inapelable mecanismo de posibilidades, acaban por incidir en razón de acontecimientos totalmente ajenos a la voluntad de cada cual”.

“Los pueblos pueden perdonar los errores de los gobernantes. Lo que no toleran es que los estafen, que les defrauden la confianza”

Edgar Celada Q.
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