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Sobre la función social de la parodia, la sátira y el humor negro.

El extraordinario escritor satírico estadounidense Henry-Louis Mencken (1880-1956), hizo del cinismo crítico su arma de defensa y ataque frente a esa particular estupidez humana que resulta de otorgarle a ciertos hechos específicos un carácter absoluto, y al poder político una dimensión sagrada y necesaria. “Un cínico” –dice Mencken– “es alguien que cuando huele flores busca inmediatamente un ataúd”, y “Un idealista es alguien que, notando que las rosas huelen mejor que las coles, concluye que también harían mejor sopa”. El cínico y el idealista se diferencian entonces en que el primero tiene la oportunidad de atinar, mientras que el segundo está condenado a equivocarse.

Estos asertos ilustran bien la idea de Mencken de que nada es absoluto ni necesario ni sagrado. Al contrario, lo que consideramos superior a nosotros es una creación humana dictada por las necesidades coyunturales de poder que enfrenta un grupo social específico. De aquí que para nuestro pensador la democracia esté muy lejos de ser el remedio político que sus exégetas anuncian, sobre todo si se la mira desde la perspectiva de los intereses particulares del poder. Por eso dice que “El derecho al voto individual ha vuelto a la persona humana tan sabia y libre como el cristianismo la ha hecho buena”. Lo que equivale a decir que tanto la democracia como el cristianismo son una pasión inútil porque sus resultados son fallidos. Lo cual está a la vista. Por ello pareciera que la persistencia de ambos sólo se explica por el uso de la fuerza, de la imposición y de una rancia hegemonía tutelada por el miedo al poder constituido.

El predicamento en el que queda el individuo crítico ante este panorama autoritario es obviamente denigrante, por lo que resulta por demás válido este otro aserto de Mencken según el cual “Todo hombre decente se avergüenza del gobierno bajo el que vive”; pues no tiene motivos para enorgullecerse de una estructura autoritaria que lo engulle y lo priva de sentido al repetirle hasta el hartazgo que es una persona libre y buena, siempre y cuando observe las normas de la democracia y el cristianismo. O –el colmo– siempre y cuando acepte que, para que las cosas mejoren, es él quien debe cambiar antes volviéndose obediente y no rebelándose ni criticando lo que a todas luces no funciona.

Es ante este callejón sin salida que Mencken se atrinchera en el cinismo crítico, en la sátira, la ironía, la sorna, la parodia y el sarcasmo. Algo parecido puede decirse de todos los escritores satíricos de la historia, quienes, al comprender la vacuidad de los discursos que les brindan ilusoria cohesión, legitimación e identidad a sus seguidores, y al no poder desmantelar por sí mismos la estructura de dominación que los aplasta, toman el único camino posible hacia la libertad: el ejercicio radical de su criterio, la denuncia desalmada de la hipocresía biempensante que apuntala el poder mediante la indigna tarea de edulcorar la píldora de veneno que éste les da a tragar a las multitudes.

He aquí la función de la crítica, la parodia, la carnavalización, la sátira y el humor negro que tanto irrita a los puritanos públicos y a los de clóset. Los irrita porque la amargura del puritano es incapaz de soportar la libertad del prójimo. Así lo revela nuestro lúcido cínico cuando define Puritanismo como “el atormentador miedo de que alguien, en algún lugar, sea feliz”.

Mario Roberto Morales
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