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En los primeros días del año 1993 aparecieron en la esquina de la 2nda Avenida y 12 Calle de la Zona 10 (Zona Viva) de la ciudad de Guatemala, dos niños de la calle, uno de 5 y otro de 9 años.   Pedían limosna a partir de las 8 de la noche y se quedaban toda la noche caminando esas dos calles buscando algunos centavos de las personas que iban a las discotecas de moda o restaurantes de lujo en carros último modelo y ropitas de marca.

Algunos de los transeúntes los ignoraban por completo.  Algunos otros decían:  “Niños sucios ¡Que asco!” mientras evitaban de cualquier manera acercarse a ellos como si tuvieran lepra.   Otros con desdén y orgullo, buscaban rápidamente las monedas más pequeñas que tuvieran y se las tiraban con desprecio.  Algunas monedas rodaban por el suelo y ellos prestos salían corriendo detrás de ellas como si fuese un juego.  Algunos otros un poco más amables, les pedían que cuidaran sus carros BMW o Mercedes del año y eran un poco más generosos al momento de darles dinero:  cinco quetzales o a veces hasta diez.

Yo también los vi y recuerdo bien sus rostros sucios y moquientos.  Parecía que no se habían bañado desde que nacieron. Andaban con ropas harapientas a las que se les caían pedazos de tela sucia a cada rato.  Andaban descalzos y con los pies tan sucios como sus rostros. El niño de 5 años casi siempre iba de la mano de su hermano mayor y se chupaba el dedo constantemente.  El otro niño de 9 años, muy vivaracho,  rogaba de una manera triste y dulce recibir tan ansiadas monedas y si uno se dejaba, entablaba una buena conversación que con gracia y perspicacia lo entretenía a uno.

Cada jueves, viernes y sábado mi mejor amiga, Claudia, y yo íbamos a las discotecas de lugar a bailar y divertirnos.  Teníamos apenas diecinueve años y creíamos que conquistábamos el mundo. Cada día con diferentes ropas y zapatos procurando lucir cada vez mejor.   Los guardias de seguridad de las discotecas ya nos conocían, teníamos nuestros camareros predilectos y nos topábamos con hombres guapos que nos saludaban y nos guiñaban el ojo.

Un día de tantas salidas, vimos a estos dos niños pedir limosna en la calle y de verlos tan pequeños nos acercamos a darles unas monedas.  Les preguntamos por qué estaban pidiendo limosna tan tarde, por qué no se iban a casa.  El niño mayor que se presentó como Juan nos contó que sus padres los mandaban a esas horas a conseguir dinero porque era cuando más dinero se lograba.  Tenían que conseguir una cuota mínima de 50 quetzales porque si no, sus padres les pegaban.  Le preguntamos a Juan que dónde se encontraban sus papás en ese momento y ellos dijeron que en casa durmiendo.  Los padres pedían limosna de día y mandaban a Juan y a su hermanito que se llamaba Pedro a trabajar de noche.   Pero Juan muy orgulloso nos decía que a él no le importaba trabajar de noche porque eso le daba la oportunidad de estudiar por las mañanas.

Cada vez que los veíamos, Claudia y yo, procurábamos darles cinco o diez quetzales para que llegaran a su cuota rápidamente y se pudieran ir a casa.  A veces cuando salíamos de la discoteca, todavía los veíamos buscando dinero y completábamos la cuota para que se fueran de una vez.

Recuerdo que Juan nos contaba que quería ser doctor, que por eso estudiaba mucho para salir adelante.   Claudia y yo siempre le remarcábamos que estudiar era lo principal para salir de pobre y que no dejara de hacerlo no importaba qué sucediera en su vida.

Un día que fui sin Claudia a la discoteca me dí cuenta que Pedro estaba sentado durmiendo y no estaba pidiendo dinero como de costumbre.  Cuando Juan me saludó, le pregunté por Pedro y me dijo que estaba enfermo.  Me dio tanta tristeza que les dí los cincuenta quetzales de la cuota para que se fueran temprano a casa.  Casi sin dinero entré a la discoteca y me junté con algunos amigos. Bailé toda la noche pensando que Juan y Pedro se habían ido  ya a casa.  Cuando salí de la discoteca, veo a Juan todavía pidiendo limosna.  Le pregunté que hacía ahí y dónde se encontraba Pedro.  Me dijo que se habían ido a casa, como yo les dije, pero cuando llegaron a casa su papá los regañó por haber terminado tan temprano.  Su papá dejó que Pedro se quedara con la condición de que Juan tenía que conseguir otros cincuenta quetzales para esa noche.   Me dió mucha rabia y le conté a mis amigos que prontamente se prestaron a juntar el dinero que le hacia falta a Juan para irse a casa.

Al cabo de un tiempo, Claudia y yo dejamos de ir a esos lugares y no supimos más de Juan y Pedro.  Cada vez que podía pasaba por esa esquina a ver si los veía pero ya no los vi más.

Pasaron diez años y yo estaba en un restaurante con una amiga mía.  Ordenamos la comida mientras hablábamos de todo un poco.  Cuando el camarero llevó las bebidas, se tropezó con algo y me salpicó con la Coca Cola de dieta que mi amiga había pedido.  Mi amiga empezó a reclamarle que era un torpe que cómo se atrevía a tirarme la bebida encima mientras él, apenado, me decía que lo sentía y me pasaba una servilleta.  Cuando le vi los ojos me quedé pasmada.  Lo reconocí instantáneamente.  Le pregunté:  “ ¿Te llamas Juan?” y en el mismo instante que le pregunté se le esbozó una sonrisa de reconocimiento.  Sí, era Juan.

Sus padres habían quitado de esa esquina a Juan y a Pedro cuando las discotecas comenzaron a decaer en popularidad.  Se habían movido a otras esquinas, de día o de noche, siempre pidiendo limosna.  Juan siguió estudiando hasta que se graduó de bachiller y por eso había logrado conseguir el trabajo de mesero.  Pedro no había seguido estudiando y se había metido a una mara.

Juan con la misma chispa de siempre me contó emocionado que trabajaba de mesero y al mismo tiempo estudiaba  para doctor.

Después de ese encuentro fortuito yo iba a comer en cuanto podía a ese restaurante y hablaba un poco con Juan.  Me gustaba hablar con él y que me contara con entusiasmo lo que había aprendido en la Universidad.  Un día que llegué al restaurante, ya no lo ví.  Cuando pregunté por él me dijeron que había renunciado.  Me entristecí porque no sabía como localizarlo.

Trece años después, mi abuela se enfermó de gravedad y la llevamos al Hospital Herrera Llerandi, uno de los mejores hospitales de la ciudad.  Tenía un problema en el corazón y había que operarla de emergencia.  El cirujano jefe había sido llamado a proceder con una operación delicada en el estado de Oregón, Estados Unidos.  Le pedimos al hospital que nos enviara el mejor cirujano suplente que tuvieran.  Cuando se presentó, era tan jovencito que mi padre me dijo que ni de loco ponía en manos de ese mocoso la vida de su madre.  Yo sonreí, y le dije a mi padre:  “Papá,  yo conozco al cirujano en persona, sé que es bueno en su trabajo, déjalo que opere a la abuela”.

Y así fue como Juan le salvó la vida a mi abuela en esa ocasión.   Nos juntamos de vez en cuando a tomar café.  Nuestra amistad se ha hecho cada vez más estrecha y no sé que sería de mi vida sin él.

Silvia Titus