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Izar la bandera negra

Correctivo con moraleja para quienes llaman cinismo a la libertad.

Mario Roberto Morales

Si hay una máxima que trato de seguir al pie de la letra es aquella del extraordinario escritor satírico estadounidense Henry-Louis Mencken, en la que aconseja: “Vive de tal manera que puedas mirar fijamente a los ojos de cualquiera y mandarlo al diablo”.

Y trato de seguirla porque para lograr lo que él propone es imprescindible exponer a tal punto la propia vida al escrutinio del prójimo, que uno no tenga necesidad de negar ni siquiera su más recóndita intimidad por muy reprobable que esta les pueda parecer a los fariseos y biempensantes de todo pelaje; y esto resulta de lo más cómodo y placentero que ustedes puedan imaginar. A este estilo de vida las buenas conciencias le llaman cinismo. Yo prefiero llamarlo libertad. Pero, expliquémonos.

No es casual que los conservadores conciban el comportamiento libre como conducta cínica (e incluso licenciosa), pues el poder reaccionario y su mantención se basan en hacer creer al vulgo en la existencia concreta de lo que el tradicionalismo llama virtud; algo que no es más que aquello que surge de la destreza demagógica de rodear de un aura de trascendencia solemne a lo que no es sino expresión de manipulación disoluta. Por ejemplo, a instituciones como la familia patriarcal, la propiedad privada, el Estado autoritario, las religiosidades ritualistas y el conductismo educativo: cinco de los pilares sobre los que reposa la opresión monógama de la mujer y la sujeción patriarcal del hombre; es decir, el poder conservador: ese mismo que nos encadena gracias a que nos ha acostumbrado a que sus instituciones cavilen y decidan por nosotros. Por eso dice también Mencken que “El hombre más peligroso para cualquier gobierno es el que tiene la habilidad de pensar las cosas por sí mismo, sin que le importen las supersticiones y tabúes”. En otras palabras, la persona más subversiva es la persona libre: aquella que vive su vida de tal modo que eso le permite enviar al cuerno a quien pretenda censurarla en nombre del moralismo y las moralinas de moda.

Pero, ojo, que esto no implica ser impúdico. Al contrario. Supone no pretender ser honorable sin tener la autoridad moral básica para mandar a hablar con su madre a quien ose juzgarnos en nombre de principios biempensantes. Mencken lo formula diciendo que “La diferencia entre un hombre moral y un hombre de honor es que este último lamenta cualquier acto deshonesto incluso si le funciona bien y nadie lo pesca con las manos en la masa”. Es decir, finge lamentarlo porque es un farsante que se da importancia simulando vivir seguro de sí debido a que su falsedad lo hastía. Nuestro satírico de cabecera expresa esto afirmando que “Es el hombre aburrido el que siempre está seguro de sí mismo y es el hombre seguro de sí mismo el que siempre está aburrido”. Porque la mentira aburre. Sólo la verdad alegra. Y sólo ella alegra porque es la única que nos hace libres. Y es la única que nos hace libres porque nadie sino ella nos sitúa más allá del bien y del mal, dos caras de una misma medalla: la medalla de los moralistas, el amuleto de los miedosos, el fetiche de los aburridos.

Moraleja: no reprimamos los nobles impulsos de arremeter contra los conservadores y cumplir con aquella otra sublime máxima de Mencken según la cual “Todo hombre normal debe a veces ceder a la tentación de escupir en las palmas de sus manos, izar la bandera negra y proceder a cortar cabezas”.

Mario Roberto Morales
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