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Mario Roberto Morales

La pintora más representativa de Guatemala nos dejó el 20 de septiembre pasado: Isabel Ruiz.

Representativa, porque la obra de Isabel expresó de manera rotunda y contundente la juntura desgarrada de la tristeza y la ira, la frustración y la esperanza, y el dolor y la dicha que implica nacer, crecer y morir en este país tan privilegiado por su ubicación geográfica, su clima ubérrimo y su belleza apabullante; tan maldecido por sus élites traidoras a cualquier noción de patria en la que el bienestar de todos rija la quietud política, y tan triste por su vapuleado pueblo, cada vez más hundido en la ignorancia y la zoncera inducidas por un sistema educativo deliberadamente mediocre y unos medios de comunicación mendaces y serviles de los intereses elitistas.

Las pinturas, los grabados y las instalaciones de Isabel laceran el corazón de los espectadores porque el alma de su autora está vertida sin reserva en ellas. El sufrimiento de “los de abajo”, de “los agachados”, del populacho era el sufrimiento de Isabel, quien se echó encima la tarea que Roberto Obregón –nuestro íntimo amigo– había formulado diciendo que para alcanzar la estrella había que hundir la mano en el charco que la refleja. Había que hundirse en el pueblo para aprender cómo ser feliz en medio de la miseria y la injusticia, luchando con él por alcanzar la luz de la liberación. Igual que Martí, Isabel asumió la agonía del dolor popular como materia prima para expresar en las claves estéticas de su tiempo los caminos de una redención que por fuerza pasa por el sacrificio. Suyo fue el dolor de las víctimas de la guerra, el de los mártires de la lucha, el de su tortura y el de su muerte. ¿Cuántas veces no evocó a nuestro entrañable Luis de Lión, a Roberto, a Otto René y a tantísimos otros?

Cuando su esposo, mi buen amigo y poeta fundamental de Guatemala, Francisco Morales Santos, me llamó para decirme que Isabel se había ido hacía media hora, maldije a la Muerte porque a menudo se lleva a los mejores hijos de un país que no sólo no los comprende, sino que tampoco los acepta y llega a perseguirlos y a matarlos dejando vivos a los rufianes y verdugos de su propia gente. Francisco, Isabel y yo sobrevivimos a la guerra interna, pero muchos de nuestros amigos cayeron en ella peleando por la estrella de la liberación: esa que sólo se alcanza hundiendo la mano en el charco que la refleja y no brincando como si ella fuera una piñata ni berreando vacuidades. Menos aún, adoptando poses teatrales en las puestas en escena que monta la industria del exhibicionismo victimizado para la rentable misericordia turística.

Isabel vino, vivió y se fue incólume. Y nos legó una obra en la que los niños de un futuro que todavía no se vislumbra, aprenderán una historia que ya jamás podrá repetirse.

Francisco, Isabel y yo sobrevivimos a la guerra interna, pero muchos de nuestros amigos cayeron en ella peleando por la estrella de la liberación: esa que sólo se alcanza hundiendo la mano en el charco que la refleja y no brincando como si ella fuera una piñata ni berreando vacuidades.

Fuente: [www.mariorobertomorales.info]

Narrativa y Ensayo publica este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.

Mario Roberto Morales
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