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Indigestos

Gerardo Guinea Diez
gguinea10@gmail.com

Es evidente, existe un retroceso en el entendimiento y el sentido común; la “verdad” o las múltiples versiones sobre ésta, se enarbolan como una pancarta de la guerra fría, aunque la fractura ética brille por doquier. El país se debate entre imperativos inmediatos de recursos económicos para atender diversos frentes. Eso sí, las impaciencias proclives a la exageración truculenta y la falta de brújula caracterizan el momento. El asunto es puntual: el Estado no posee ingresos suficientes para resolver de manera adecuada, eficiente y eficaz los retos de la salud, la educación y la seguridad, los vectores más complejos, aunque también existen rezagos históricos como el problema de la tierra, la desnutrición infantil y la pobreza generalizada. Por no hablar de los desafíos como la creciente marginalidad urbana, el deterioro de los lazos identatarios y la fragilidad simbólica del imaginario nacional. En ese sentido, no es gratuito las campañas en torno al “orgullo de ser chapín”, entre otras.

Por otra parte, la moral tributaria está en los suelos, aunque, hacerlo siempre fue casi una “objeción de conciencia”. Como sea, el cuadro es desalentador, porque hemos caído en un semillero de intransigencias contrapuestas, de guettos incomunicados y de dogmas casi tribales. Ni tirios ni troyanos ceden, a pesar del colapso de los hospitales y de la recaudación. Quienes señalan un rumbo distinto, más racional y democrático, son víctimas de lindezas de todo calibre. Lo dijo hace muchos años el filósofo Fernando Savater: “Vivir en democracia es aprender a pensar en común, hasta para disentir”.

Por otra parte, las noticias son un altar al desconsuelo y la orfandad. La devaluación del lenguaje se refleja en los balbuceos sobre un supuesto “futuro prometedor”, donde el mundo se ofrece ya no en abonos sino al contado. Resulta difícil encontrar los quicios por donde se filtre algo de sosiego; ni armonía ni inocuidad. La cultura de la queja, generalizada, ahoga cualquier intento de optimismo. Por ello, escribir sobre el país implica aridez, similar a las palabras de Clarice Lispector: “Para escribir tengo que colarme en el vacío”.

Más que nunca, el escenario, el guion y los actores, son ambiguos y sus salidas hacia adelante sólo propician la falsa autenticidad de lo inmediato: lecturas apresuradas, chismes y arrebatos conceptuales sobre lo que el país “debería ser”.

Lo crucial es comprender que la reconstrucción de la institucionalidad, casi desde cero, bien nos puede llevar un par de generaciones. Como sea, el cuadro económico es desalentador. Según Cepal, casi 240 millones de personas en América Latina viven entre la indigencia y la pobreza, y está en marcha un proceso de desaceleración económica en la región. Por ahora, diré como el italiano Andrea Camilleri: “Mi herencia es la incertidumbre”, aunque a veces pienso en Hopper y Cervantes, quienes desde distintas disciplinas aspiraron a retratar un mundo que no se entiende.

Así, indigestos de realidad, la vida no es una novela, pero la verdad vaya que sí está en ellas, porque contienen lo que a simple vista no notamos.

Por otra parte, las noticias son un altar al desconsuelo y la orfandad. La devaluación del lenguaje se refleja en los balbuceos sobre un supuesto “futuro prometedor”, donde el mundo se ofrece ya no en abonos sino al contado. Resulta difícil encontrar los quicios por donde se filtre algo de sosiego; ni armonía ni inocuidad. La cultura de la queja, generalizada, ahoga cualquier intento de optimismo.

Gerardo Guinea Diez
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