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Guatemala, 31 de enero de 1980

Carlos López

Al grito de «¡Ejército asesino, fuera del Quiché!», los primeros días de enero de 1980 la paz de los sepulcros de la capital de Guatemala fue trastornada por un grupo de indígenas provenientes de las tierras del noroccidente del país. En el Quiché —se denunciaba en ese entonces— 9 de cada 10 personas era analfabeta, el ingreso per cápita era menor a 150 dólares anuales, había un médico por cada 23 mil habitantes, el departamento estaba ocupado por militares, todos los días aparecían tirados en los barrancos cadáveres de indígenas asesinados por soldados o paramilitares, a los pobres se les despojaba de sus tierras y los finqueros y soldados violaban a las mujeres. Integrantes del Comité de Unidad Campesina (CUC), apoyados por militantes de la Federación de Trabajadores de Guatemala (FTG), de la Coordinadora de Pobladores (CDP) y del Frente Estudiantil Robin García (FERG) recorrieron cientos de kilómetros desde sus lugares de origen, sorteando toda clase de avatares, de peligros de muerte y de penurias, para llegar hasta el centro del poder político de la nación a exigir la salida del Ejército de sus comunidades, un alto a las matanzas, el cese de la represión y una investigación de las violaciones de los derechos humanos. Nadie los atendió.
Tocaron todas las puertas. Buscaron entrevistarse con funcionarios de los tres niveles de gobierno; no tuvieron respuesta de nadie. Fueron a todos los medios a pedir, por lo menos, una nota, una investigación periodística, un reportaje. Como siempre, los medios no oyeron. Óscar Clemente Marroquín lo cuenta de la siguiente manera: «En una mañana de mediados de enero de 1980, llegaron al edificio que hoy ocupa La Hora y en ese tiempo era la casa editorial de Impacto varios campesinos a quienes me tocó atender en mi calidad de director del matutino. […] En Impacto habíamos sufrido directamente la acción represiva y algunos de nuestros reporteros habían tenido que huir y otros fueron asesinados; les expliqué a los campesinos que no podíamos hacer pública la denuncia que deseaban porque ello significaba poner en peligro la vida de nuestros reporteros. Se quejaron inmediatamente porque similares respuestas habían recibido ya en otros medios de comunicación que habían visitado».
Los campesinos buscaron entonces el apoyo de sindicalistas, colonos, estudiantes. Éstos los acogieron y acompañaron, hasta la noche previa al 31 de enero de 1980, la cual pasaron en vela cuidando todos los detalles y afinando el plan que los mantenía ocupados en esos días. De manera clandestina, para no despertar sospechas y evitar cometer cualquier error que los delatara, los miembros del grupo durmieron en el campus de la Universidad de San Carlos (Usac) y de ahí partieron muy temprano, por nuevos derroteros, para insistir en su demanda de hacerse oír.
Ocuparon de manera pacífica la Embajada de España y solicitaron la intercesión de las autoridades diplomáticas para que por lo menos se conformara una comisión investigadora de las tropelías que se estaban cometiendo en Quiché. El embajador español Máximo Cajal —que apenas tenía 5 meses en el cargo y quien era mal visto por la reacción oficial y privada, para quienes él era comunista, al grado de que, en abierta violación a las leyes en materia diplomática, fue registrado con todo y equipaje a su arribo al país— accedió a la petición de ser puente de intermediación e inició los contactos telefónicos con España y con las autoridades guatemaltecas, que se negaron a atender sus llamadas. El gobierno y los potentados acusaron a Cajal de haber planeado la incursión en su Embajada. Hasta hoy insisten en que él montó un teatro, para lo cual hasta habría invitado a personalidades de la vida pública nacional, para hacer más creíble y dramático el espectáculo.
El gobierno guatemalteco ordenó el asalto de la embajada para desalojarla «a como diera lugar». Reunido el general, Fernando Romeo Lucas García, con sus ministros de Relaciones Exteriores, Rafael Castillo Valdez, y de Gobernación, Donaldo Álvarez Ruiz, y con altos mandos del Ejército, ordenó a la policía la invasión de la casa de la zona nueve, que gozaba, según las leyes, de extraterritorialidad, como todas las embajadas del mundo. Germán Chupina Barahona, director de la temida Policía Nacional Civil (PNC), Pedro García Arredondo, jefe del terrorífico Comando Seis de la PNC (conocido como comando Swat) antimotines, y Manuel de Jesús Valente Téllez, jefe de la Policía Judicial, dirigieron la operación desde el lugar de los hechos.
Quince minutos fueron suficientes para tomar por asalto y convertir en una pira humana la residencia diplomática. Hasta la fecha, nadie ha podido explicar cómo se carbonizaron en esos pocos minutos 39 seres humanos. La noticia se esparció como reguero, en primer lugar, en la radio, y luego de voz en voz.
«Cuando supe, el día 31 de enero, que los campesinos habían tomado la Embajada de España para hacer que su denuncia fuera tomada en cuenta, sabía de lo que estaban hablando y sentía que nuestro silencio cobarde, por justificada que fuera la cobardía, era el motor que había impulsado a ese grupo a la toma de la Embajada. Y al conocer el desenlace me sentí en buena medida responsable de lo que había ocurrido, porque el miedo a la represión pudo más que mi deber como periodista para cumplir con publicar lo que estaba aconteciendo contra varias comunidades del occidente del país», dice Marroquín. El terror se había generalizado en todo el país, se respiraba olor de muerte; también, de indignación. Los aparatos ideológicos del estado no funcionaron según sus planes, pues la resistencia siempre estuvo ahí.
Ese día, como a las cinco de la tarde, me encontré a Julio Cano, compañero de la Facultad de Derecho, pálido y con el habla cortada, enfrente de la Biblioteca Central de la Usac y me preguntó que si ya estaba informado de la noticia de la toma de la Embajada de España y de su desenlace. Yo acababa de salir de trabajar del Colegio Alfredo Nobel —los martes y jueves mi horario era de las siete de la mañana a las cuatro y media de la tarde— y mi ánimo, fatigado y somnoliento, dio un vuelco y me puso más que en alerta. Eso, a pesar de que todos los días esperábamos una nueva mala. Nos fuimos a la sede de Unidad, que estaba en el edificio I de Derecho. Cano me contó que entre los caídos estaba Polo Pineda. El FERG organizó varios mítines relámpago en todas las facultades y se avisó que nos reuniríamos en el paraninfo de la antigua Facultad de Medicina (en la 2ª avenida, entre 13 y 14 calles, de la zona 1). Se hicieron, además, movilizaciones y barricadas en distintos barrios populares de la ciudad; la Usac se conmocionó.
La lista de quienes murieron dentro de la Embajada nos da una idea del arrasamiento indiscriminado, como sucedía todos los días en el país: Lucrecia Anleu (empleada de la embajada de España), Lucrecia de Avilés (empleada de la embajada de España), Mary de Barillas (empleada de la embajada de España), Eduardo Cáceres Lennhoff (exvicepresidente de Guatemala en tiempos de Carlos Manuel Arana Osorio), Francisco Chen (campesino de Rabinal, Baja Verapaz), Juan Chic Hernández (originario de Malalahual, Uspantán), Jaime Ruiz del Árbol (primer secretario de la embajada de España), Felipe Antonio García Rac (obrero), Trinidad Gómez Hernández (poblador), Víctor Gómez Zacarías (campesino de Santa Cruz del Quiché), Mateo López Calvo (campesino de Lemoa, Santa Cruz del Quiché), Juan López Yac (campesino de Malacalajau), Juan Tomás Lux (de Chimel, Uspantán), Nora Mena Aceituno (empleada de la embajada de España), Vicente Menchú (agricultor de Chimel, Uspantán, de 63 años, padre de Rigoberta Menchú Tum, y de Patrocinio —secuestrado y asesinado por el Ejército—, que trabajaba de manera activa para lograr que les dieran las escrituras de propiedad de sus tierras comunales y así protegerlas de la voracidad de los militares que se estaban repartiendo el país, entre ellos el entonces presidente de la nación, a quien le habían asignado 45 mil hectáreas, parte de ellas en Quiché), Adolfo Molina Orantes (exministro de Relaciones Exteriores de Guatemala), Gabino Morán Chupe (campesino de San Pablo el Baldío), Edgar Rodolfo Negreros Straube (estudiante), Leopoldo Pineda (estudiante de la Facultad de Derecho en la Usac, miembro del FERG), María Pinula Lux (de Chimel, Uspantán), Regina Pol Cuy (de Chimel, Uspantán), María Ramírez Anay (monja de Chimel, Uspantán), Luis Antonio Ramírez (estudiante), Miriam Rodríguez (empleada de la Embajada de España), Luis Felipe Sáenz Martínez (canciller de la Embajada de España), Mateo Sic Chen (cristiano de Chimel), Mateo Sis (campesino de San Pablo el Baldío), Salomón Tavico Z. (campesino de El Quiché), Francisco Tum Castro (de la aldea Los Plátanos, San Miguel), Juan Us Chic (de Chimel, Uspantán), María Teresa Villa de Santa Fe (empleada de la Embajada de España), Gaspar Vivi (catequista de Chajul, de 38 años, quien había sido secuestrado por el Ejército un año atrás, pero logró escapar con vida gracias a la acción de sus compañeros aldeanos, que lo rescataron), Sonia Magaly Welches Valdez (estudiante de psicología en la Usac, miembro del FERG), José Ángel Xoná Gómez (campesino de San Pablo el Baldío), Juan José Yos (campesino de Santa Lucía Cotzumalguapa).

Quince minutos fueron suficientes para tomar por asalto y convertir en una pira humana la residencia diplomática. Hasta la fecha, nadie ha podido explicar cómo se carbonizaron en esos pocos minutos 39 seres humanos. La noticia se esparció como reguero, en primer lugar, en la radio, y luego de voz en voz.

Gregorio Yujá Xoná (estudiante de San Pablo el Baldío), único sobreviviente de la masacre, fue rescatado y llevado al Hospital Herrera Llerandi, de donde fue secuestrado, y luego torturado y asesinado. Unos 20 hombres armados con metralletas lo sacaron del hospital en plena luz del viernes 1 de febrero. Su cadáver fue tirado horas más tarde frente a la rectoría de la Usac, desde un vehículo en marcha. De su cuerpo, horadado por varios balazos, colgaba un cartel con la leyenda: «Ajusticiado por terrorista».
Ese viernes, por la noche, empezaron a llegar al paraninfo pick-ups y camiones con las palanganas llenas de ataúdes que sólo tenían una cartulina pegada con cinta adhesiva donde se leía el nombre y apellido de los cadáveres. Recuerdo, entre los que me tocó descargar, a los Lux. Había desorganización y desconcierto; nadie sabía qué hacer. Durante el velorio, en la entrada de la capilla ardiente en que se había convertido el paraninfo, fue desarmado un policía judicial que se había infiltrado dentro del grupo de estudiantes que hacía guardia. En el forcejeo, el policía todavía hizo un disparo al suelo que crispó más los ánimos y aumentó la tensión. Sin embargo, se respiraba olor de indignación más que de miedo.
La tarde del sábado 2 de febrero, día del entierro de los estudiantes y campesinos asesinados en la embajada española, una gran manta —donde se leía: «¡Porque el color de la sangre jamás se olvida, los masacrados serán vengados!»—, que portaba el Movimiento Estudiantil Unidad se puso a la cabeza del sepelio, sobre la 2ª avenida de la zona uno, rumbo al norte. En esos momentos, en franca provocación a los más de 30 mil participantes en el cortejo, fueron acribillados, a dos cuadras de ahí, dos estudiantes que participaban en la avanzada de la manifestación en que se había convertido el entierro, antes de que éste saliera del paraninfo: Jesús Alberto España Valle (de 21 años, estudiante de leyes en la Usac) y Gustavo Adolfo Hernández (de 23 años, presidente de la Asociación de Estudiantes de Medicina de la Usac) cayeron asesinados a balazos por unos hombres vestidos con pantalones vaqueros, chalecos y sombreros de paja, que, apostados en vehículos sin placas, rodeaban el cortejo fúnebre y portaban armas de grueso calibre.
La facha de esos hombres correspondía con la indumentaria con que se identificaba a los cuerpos paramilitares del gobierno guatemalteco. A pesar del terror que éste quiso provocar para dispersar el multitudinario sepelio, éste avanzó rumbo al Cementerio General, adonde llegó de noche. Los cadáveres de los estudiantes recién abatidos los recogió de inmediato, sin esperar la llegada del juez, la Cruz Roja. Sobre su sangre recién regada en la calle pasó la comitiva fúnebre.
El lunes 4 de febrero se decidió enterrar en los terrenos de la Usac a Gregorio Yujá Xoná. A pesar de las opiniones en contra de algunos sectores universitarios, la consigna fue: «Si nos lo vinieron a aventar a la Usac, nosotros lo recogemos, lo recibimos en nuestro seno y lo inhumamos». Al final de la parte oriente del edificio C de la Facultad de Derecho, empezamos a cavar la tumba en el ocaso de la tarde. Nos alcanzó la noche, cayó sobre nosotros.

Carlos López