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Gracias María Olga, hasta luego

De ella agradeceremos siempre un puesto más en la mesa para quien fuera.

Marcela Gereda

Entonces teníamos 13 años y el mundo entre las manos. Su casa fue para nosotras un lugar desde donde sentir la vida como jardín abierto y como posibilidad de hermanamiento, de baile y canción.

Habíamos descubierto que la amistad y patinar son la misma cosa: volar con los pies. La casa de María Olga Kepfer fue la seda para el nacimiento de una amistad de por vida. El amor de María Olga, el baile compartido entre siete amigas cecrimapeweha, jugar fútbol los sábados, cantar, inventar historias, hacer deporte juntas nos regaló una adolescencia de sueños e ilusiones para unas niñas que no muy querían crecer.

No fue solo que hubiera algo de divinidad en la pureza y transparencia de su sonrisa. Tampoco que su abrazo fuera siempre resguardo y calor. O que hubiera una ternura indecible en sus gestos y movimientos. Fue sobre todo que para cada una de nosotras María Olga fue una especie de hada madrina salida del cuento de Pinocho. Es decir, una madrina que nos transformó con su luz. Con su varita mágica. Una referencia materna: siempre dulce, bonachona, serena.

María Olga nos abrió las puertas de su casa, abriéndonos para siempre las puertas de la vida. Nos regaló en forma de sonrisa querendona la posibilidad de construir fantasías que nos hicieron más amable y soportable la existencia. Acaso también bajo la magia e imaginación de Don Chobe.

De ella agradeceremos siempre un puesto más en la mesa para quien fuera. Siempre el gesto cariñoso. Siempre la sonrisa cómplice. Por eso esa casa de los “Kepfer” nos salvó de todo. Nos regaló la forma más suprema del amor: la belleza de la amistad, la poesía de la vida. Su casa fue el techo de nuestra amistad, de engendrar a nuestra “familia elegida”.

Ahora que María Olga dejó este plano físico, recuerdo cómo en aquella pista de patinaje que fue la otra sede de cecrimapeweha, de pronto se apagaban las luces. Y escuchando el latido acelerado de tu corazón. Sentías miedo de saberte tropezar o caer. Pero había un lazo que te hacía sentir seguro y protegido. Era un lazo hacia esa “familia elegida” con quien nos hicimos de esos fragmentos e instantes.

Y pienso en cómo la vida es un poco así, una pista de patinaje en la que vamos medio a tientas, en la que nos da un respiro alumbrar y saber que nuestros amigos están ahí. Que siguen dentro de nosotros aunque dejen el mundo.
Esta noche de frío y silencio duele su partida, y aun así me incorporo al sueño afable de su legado, sabiendo que aquellos días en la casa de los “Kepfer” conformaron lo que hoy somos, le dieron al alma el andamio de una carcajada y dulzura que aún nos recorre.

Gracias María por siempre decirme “Marcel” con cariño y ternura maternal. Crista dijo que para ella no era la despedida de su mamá, sino su graduación de una vida dedicada al amor y a la paz, y así es: Gracias María Olga por haber encontrado a Dios en la naturaleza y en cada ser humano. Gracias por habernos dejado confiarle nuestras vidas. Gracias por enseñarnos la responsabilidad que tenemos de ser felices y de dar a nuestra comunidad. Agradezco también por enseñarnos el valor de la risa, la risa franca, abierta, la risa después del trabajo bien hecho. La risa en espacios pequeños, la risa del juego. La risa y la ternura como forma de ser y estar en el mundo.

Fuente: [https://elperiodico.com.gt/opinion/2018/10/08/gracias-maria-olga-hasta-luego/]

Narrativa y Ensayo publica este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.

Marcela Gereda
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