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GENARO

A Genaro Castelán

Yo tengo un amigo que en la casa de todos
se llama Genaro
pero que en la con huellas
–quiero decir en la de las hojas–
tiene nombre de árbol
–de alegría en los belfos, en las alas, en las sierras cristalinas.
Se llama cedro amargo, rododendro, álamo
y otras cosas igualmente demostrables y palpables al regresar del alba,
igualmente sin hojas olvidadas
y sí sonreídas y acompañantes.

II
Este amigo Genaro no lo dice, pero todos sabemos
que vino de una estrella de donde nace el año
–porque todos los años vienen de las estrellas
aunque haya quienes crean que vienen de otros años–.
Este amigo es tan dulce
que se le enreda el alma con la serpiente
y la serpiente con el lecho
y el lecho con la intranquilidad de la azucena.
Este amigo es tan alto, tan grato al aire inmenso
–digo al que revisa el mundo y lo hace de nuevo todos los días–
que uno jamás sabe
si cuando parece que llega de los sueños en realidad
está viniendo de las semanas fantásticas.

III
Este amigo mío que lo es desde antes que naciéramos
a la sombra y al sol,
tiene la ternura de una hierba de uva que fue al amanecer
y regresó en la tarde
a cumplir su deber de alumbrar,
recibir y cantar.

IV
En amigo Genaro está la cantidad de flores que van
a suceder, la de las que sólo son para ir a la inmensidad
y de las que están allí, ante el cuerpo magnificado
y contagiado del color, el aroma y la distancia.

V
Yo jamás he sabido por qué hemos de ser dos
y no sólo uno inexplicable.
No comprendo por qué sus vísceras cardiales
no son las mismas mías
exactamente como es nuestro aire,
como nos pertenecen por igual los años, las fuentes
y el sabor de los ángeles.

VI
Ay, amigo mío,
celeste forma de la siembra,
desviación de la vida a los sueños,
solo del canto, longitud del vuelo.
Eres una mañana sujetada en la tarde,
un manantial de hojas despejadas,
un asunto de mariposas.

VII
Tú, Genaro, querido amigo mío,
nunca pecaste contra las nubes
y jamás atentaste contra el lirio que alargaba su tallo
cuando se abría en el día
y aspiraba y ardía
combatiendo
las formas verticales
y sonando en el viento como un trueno delgado y una playa
–una playa de esas que solamente existen ciertos días… ciertos días que van y vienen
y después se acaban–
porque es imposible empezar la misma belleza todos los días
y porque es imposible que una misma tarde
caiga veinte mil años, que asalte cuarenta mil años
la misma arena
y la apaciente,
y la desgarre,
y la pula hasta el mar;
hasta que sea el escombro de un alga
y una estrella fugaz de las que pare el mar
y dan hijos a los extraños y a la tempestad.

VIII
He querido decirte todo esto en la noche
que no tiene un lucero con ella sino frente a ella;
desafiador,
incólume, ángel guardián del pueblo de las flores,
manifiesto del día.
Me asomo a la ventana y lo veo indeciso. Vacila como
si no quisiera vulnerar la negrura nocturna,
como si no deseara pulverizar la umbría con brillos de manzana,
con formas diurnas
y regalos del viento.
Pero de pronto asciende,
se alza del fuego a sus maneras estelares,
a sus compañeros espaciales
y se hace de día,
y todo se estremece
ardiente y lacerado;
nada está ausente.
El que se había marchado a los silfos
vuelve a su sede interior;
el que se había fugado a la constancia
vuelve constantemente y no se va nunca.
Todo el mundo se agrega, se une a sí mismo
y nada se desgarra.
Todo el mundo es el eco de un sonar,
de un paladar oculto y unas sienes cercanas.
Y es y despierta iluminado
como un solo alimento;
y brilla y desconcierta
a los fuertes y a los débiles.

IX
Hasta luego, mi amigo,
Son las cuatro de la mañana en todos los huertos
y nadie me conoce… Excepto tú,
el día y la noche.

Poema de Eunice Odio publicado originalmente en Revista Rayuela.