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Fascismo electoral: acoso (y derribo) de la democracia en Italia

Antoni Aguiló
Filósofo político y profesor del Centro de Estudios Sociales de la Universidad de Coímbra

Dino Costantini
Filósofo político y profesor de la Università Ca’ Foscari de Venecia

Asistimos a una forma inédita de destrucción de las instituciones representativas que llamamos fascismo electoral: la apropiación elitista de los fundamentos institucionales del Estado para ponerlos al servicio de intereses plutocráticos, mercantiles y bancarios. “Fascismo” se refiere a una política que establece el orden de una sociedad con poder y violencia contra las necesidades del pueblo y de acuerdo con los poderes dominantes. Se atribuye a Mussolini la afirmación según la cual el fascismo debería llamarse corporativismo, porque representa la fusión del poder estatal con el poder corporativo o económico.

Lo novedoso del fascismo electoral es que no elimina las reglas de juego de la democracia liberal: no prohíbe la pluralidad ni la competencia partidaria, no derogue la libertad de prensa ni las organizaciones sindicales, y tampoco necesita cámaras de gas ni líderes carismáticos. Al contrario: para imponer su voluntad, se inserta en las instituciones representativas ocupando puestos clave e invade la agenda pública mediante el control capilar de los medios de comunicación. Para ello se vale de un Estado empresarial y policial que asegura la hegemonía del capitalismo. El resultado es la corrosión del sentido de la representación política y la dinámica electoral.

Italia es uno de los países donde el fascismo electoral más ha avanzado. El punto de partida simbólico de la reducción y vaciamiento progresivo de las instituciones de la democracia representativa es la reforma electoral de 1994, que consagra un sistema mayoritario promotor del bipartidismo y la bipolarización.

Todos los males de medio siglo de democracia bloqueada (por razones geopolíticas que impidieron que los votos del Partido Comunista Italiano, el mayor en las elecciones de 1981, pudieran utilizarse para formar gobierno) se atribuyen a las ineficiencias del sistema electoral proporcional. Así, en nombre de la gobernabilidad, el pueblo italiano fue inducido a renunciar a cotas importantes de representación política. Poderosos intereses trabajaban para este fin, como lo evidencia el “Manifiesto de los 31” de 1988, suscrito por relevantes personalidades de la sociedad italiana, el primer grupo activamente implicado en el proyecto de reducción del “exceso” democrático del país.

El camino iniciado de las “reformas” se extiende hasta el referéndum Segni de 1999, que impuso definitivamente, mediante un mecanismo refrendario, el sistema mayoritario. El primer referéndum se celebró en 1991, y estableció la preferencia única en la elección de los candidatos a diputados frente a la preferencia múltiple. El paso decisivo tuvo lugar con el referéndum de 1993 que, aboliendo la ley electoral del Senado, abrió el camino a una primera transformación de la ley electoral en sentido mayoritario, aprobada el año siguiente por el Parlamento. Esto significa que, como en la mejor tradición bonapartista, la cancelación de los espacios de representación democrática se realizó con el apoyo de un movimiento formalmente popular.

Entretanto, los partidos tradicionales (ligados a intereses de clase y construidos sobre nítidos perfiles ideológicos) ceden: algunos de golpe, bajo el peso de los escándalos (Democracia Cristiana, Partido Socialista Italiano y todos los partidos de gobierno); otros más lentamente, bajo el peso de la historia (como el PCI, que vive una turbulenta fase de transformaciones sucesivas que lo llevaron a extinguirse para dar lugar al actual Partido Democrático).

El vacío lo llenan rápidamente nuevos partidos, como Forza Italia, que gana por sorpresa las elecciones generales de 1994 y se convierte en un modelo para el resto. Desligados de cualquier vínculo representativo, los nuevos partidos compiten por definirse como posideológicos e interclasistas, abrazando el modelo estadounidense de partido como máquina electoral. Su propósito no es ganar las elecciones para cumplir un determinado programa político: el programa es sólo un pretexto para ganar prestigio y poder.

Y el poder se emplea para reducir más los espacios de representación política. Un ejemplo es la reforma electoral Calderoli de 2005 que, introduciendo el sistema de listas bloqueadas y reconociendo un premio de mayoría a la lista o coalición más votada, otorga a los partidos-máquina un férreo control de la representación parlamentaria. Declarada inconstitucional en enero de 2014, tendrá que ser sustituida antes de las próximas elecciones. Las hipótesis de reforma que maneja el Gobierno de Renzi reproducen la misma lógica “demofóbica”, repitiendo el mismo imperativo de aislamiento y destrucción sistemática de las minorías, y de la imposición de los partidos “atrapalotodo” como única política legítima. El debate actual muestra que el deseo del Gobierno es que el control de las instituciones del país siga estando firmemente en manos de los partidos “posrepresentativos” y loslobbies que financian las costosas campañas electorales.

El vaciamiento de las instituciones representativas ha sido tan intenso que, cuando en 2011 la democracia electoral fue suspendida para entregar el poder a un representante de Goldman Sachs como Mario Monti, el país no tuvo reacción alguna. No sólo eso, sino que, en la línea de lo aprobado por el Parlamento español, el Parlamento italiano se ha plegado a la exigencia de “equilibrio presupuestario” mediante una ley no sometida a referéndum vinculante. Esta medida reafirma el carácter autoritario que el fascismo electoral impone allí donde sus intereses vitales están en juego.

El panorama debe completarse analizando los ataques que la representación también ha sufrido fuera del ámbito político-institucional, donde la extensión de la democracia más allá de la forma electoral ha sido sistemáticamente combatida. El vaciamiento de las instituciones representativas es sólo la punta del iceberg de un proyecto “demofóbico” más amplio que busca silenciar todas las formas de representación organizada de los intereses populares.

Pero el fascismo electoral no es una fatalidad inevitable. Combatirlo exige, entre otras cosas, una nueva cultura política capaz de superar la reducción de la democracia a competencia electoral y de romper los marcos que hacen posible la política oligárquica tradicional con nuevos esquemas y ejercicios participativos.

Lo novedoso del fascismo electoral es que no elimina las reglas de juego de la democracia liberal: no prohíbe la pluralidad ni la competencia partidaria, no derogue la libertad de prensa ni las organizaciones sindicales, y tampoco necesita cámaras de gas ni líderes carismáticos.

Antoni Aguiló