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Estética y política de la Revolución de Octubre

Mario Roberto Morales

Economía y política de la Revolución

América Latina surge a la Modernidad con un defecto de nacimiento, el cual se expresa en la contradicción criolla de fundar naciones modernas con Estados liberales y democráticos, sobre la base de una economía feudal, latifundista y, por ello, productora incesante de campesinos sin tierra, es decir, de pobres, de ignorantes y de hambrientos.

A pesar de tener delante de sí el ejemplo de Estados Unidos, cuya democracia se fundó sobre la base de la pequeña propiedad agrícola, los criollos latinoamericanos –herederos de la cultura feudal del país que dilapidó el oro de América en consumos monárquicos suntuosos y que le proporcionó con ello a la Europa nórdica el respaldo bancario para su revolución industrial– insistieron en mantener la estructura colonial de tenencia de la tierra para, sobre ella, poner en escena un patético simulacro de liberalismo que tuvo como lema propagandístico el de “Orden y Progreso”, pero que en la práctica se tradujo en la ley del garrote y la ley fuga.

De esta cuenta, la Modernidad quedó como asignatura pendiente en América Latina, y esta es la razón que explica el ciclo de revoluciones modernizadoras que ocurrieron en el siglo XX, la primera de las cuales fue la mexicana (1910), a la cual siguieron la guatemalteca (1944), la cubana (1959), la chilena (1970) y la nicaragüense (1979), todas con la misma agenda modernizante, a saber: dotar a estos países de una amplia base de pequeña propiedad agrícola sobre la cual asentar un Estado liberal y democrático que, velando por la igualdad de oportunidades, la libre competencia y el control de monopolios, permitiera que el producto agrícola fuera industrializado y consumido localmente, creando así un mercado interno autónomo que asegurara la estabilidad económica y política en el largo plazo.

Esta fue la agenda de Juárez, Madero y Cárdenas en México; fue asimismo la de Arévalo y Arbenz en Guatemala, la de Fidel y sus barbudos hasta 1962 (cuando la revolución cubana se declaró socialista entregándose a la Unión Soviética para evadir las exigencias de Estados Unidos), la de Allende en Chile (quien explícitamente buscó transitar y agotar la etapa de modernización capitalista como ruta hacia el socialismo) y la de Sandino y Carlos Fonseca en Nicaragua (quienes también vieron en la dictadura terrateniente el único obstáculo para la modernización de su país).

Después del fracaso del socialismo real y del capitalismo neoliberal, que (ya sin enemigo estratégico) fue incapaz de solucionar los problemas de la humanidad (como había prometido), la modernización de nuestras economías (superando la contradicción que constituye nuestro defecto de nacimiento mediante la promoción de los pequeños y medianos empresarios y los asalariados), sigue pendiente y, sobre todo, vigente. La creación de una base de pequeña empresa productiva sobre la cual asentar un mercado interno que nos permita relacionarnos con las corporaciones globalizadoras de manera más digna y autónoma, está vigente.

Allí están los exitosos esfuerzos (atacados por el capital transnacional y las oligarquías de manera sistemática) de Venezuela, Ecuador, Bolivia, Brasil y Argentina (cancelando su deuda externa y elevando su productividad interna a fin de que eso les permita participar con autonomía y dignidad en la globalización) para probarlo.

Por lo tanto, cada octubre se conmemora en Guatemala la vigencia de un proyecto de nación moderna y la lucha por realizarlo. No la frustración por una derrota. La economía política de la Revolución del 20 de octubre de 1944 fue, pues, la de la modernización capitalista.

Ética y estética de la Revolución

Como buen proyecto modernizador, la Revolución de Octubre usó como eje de su política cultural la construcción de un sistema educativo público, laico y obligatorio, el cual tuvo como función primordial convertir a sus educandos en ciudadanos, es decir, en individuos cultos en lo referido a su historia nacional, al funcionamiento de los principios del liberalismo económico (igualdad de oportunidades, libre competencia y control de monopolios) y de los principios de la democracia representativa (la soberanía radica en el pueblo y no en el Estado, y es el pueblo el responsable de velar por que el Estado cumpla con los principios de la libertad económica y la democracia). Para ser ciudadano había que ser culto y educado.

En tanto que proyecto modernizador, la Revolución adoptó como parte de su política cultural el asimilacionismo educativo ladino de los indígenas, a fin de convertir a unos en pequeños propietarios agrícolas y proletarizar a otros para incorporarlos a todos a un proyecto de industrialización que tecnificara el agro e hiciera que el producto agrícola se convirtiera en un producto industrial que sería consumido localmente, formando así un mercado interno autónomo, el cual nos permitiría relacionarnos con el mercado mundial desde una posición digna y no subordinada.

Parte de la política cultural de la Revolución modernizadora fue, como era de esperarse, el impulso a las Bellas Artes, y por eso en la época –y después de derrocado el proyecto modernizador– florecieron instituciones culturales como la Orquesta Sinfónica Nacional, el Coro Nacional y el Ballet Guatemala, y filones literarios como el teatro, la poesía, la novela y el ensayo.

Pero, además de la poesía exegética y reivindicativa de lo popular, de la novela del realismo social, del ensayo nacionalista y de las expresiones dancísticas clásicas y de música sinfónica y coral, descuella en este contexto una producción plástica (a menudo monumental) que osciló entre la experimentación vanguardista y la épica del muralismo mexicano.

La formación de los artistas fue asumida por el Estado, y por eso el país cuenta hoy con una tradición moderna de plástica y literatura nacionales que, con raíces precolombinas y coloniales, se consolidó en su plena modernidad a partir de la llamada Generación del 40, un grupo de cultores que interpretó la nacionalidad desde una perspectiva popular que glorificaba el trabajo por encima del capital (y lo público por encima de lo privado) y que incorporaba elementos de las marginadas culturas populares en las expresiones artísticas de vanguardia y posvanguardia que convivían entonces en el mundo de las ideas y los quehaceres estéticos. En tal sentido, puede decirse que si la política de la Revolución fue democrático-burguesa (porque quiso modernizar el capitalismo local, atrasado por feudal), la ética y la estética de la misma fueron popular-nacionalistas (porque buscaron formar una conciencia ciudadana nacional-popular y no nacional-elitista, como quiso la contrarrevolución). El legado cultural de la revolución es nuestra digna tradición artística e intelectual moderna. El de la contrarrevolución es la muerte de la educación pública, la persecución del pensamiento crítico, la tortura de los artistas, el genocidio de los indígenas y el “coolturalismo” de su anodina juventud.

Continúa…

Mario Roberto Morales
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