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Hay sobradísimas razones para la esperanza

Entrevista con Arnoldo Gálvez Suárez

Gerardo Guinea Diez
gguinea10@gmail.com

Ganador del Premio de Novela BAM-F&G, con la obra Puente adentro, Gálvez Suárez construye un rompecabezas de un país peleado con el futuro. De manera lúcida, amarga, esperanzadora, anda y desanda los vericuetos de dos generaciones dispuestas a aceptar el “altar de los sacrificios”.

—Usted escribe: “Lo mejor que saben hacer las relaciones amorosas es inflar presupuestos”. ¿Tan mal le ha ido?
A mí me ha ido bien, al que le ido mal es al pobre Alberto Rodríguez que, como su padre, es un pesimista profesional y anda por la vida repitiendo frases como esa.

—Hay un fétido y verídico olor de desesperanza en algunas páginas. ¿Es el reflejo del país?
Yo intento seguir los pasos de escritores que más que pretender que sus obras sean un reflejo de este mundo, buscan crear otro, paralelo, cercano a este quizá, pero distinto. Es decir, independiente, autosuficiente. La desesperanza a la que usted se refiere es más bien inconformidad, y es un reflejo, en todo caso, de un estado de ánimo, el mío, que a veces se parece o coincide con el estado de ánimo de muchos otros. Ojalá al de aquellos que, en contra de lo que suele repetirse, no se acostumbran a la miseria de este país, a su violencia, a ninguna de nuestras pestes seculares.

—Lo que se escribe entre las páginas 49 y 59, ¿es un repaso crítico, ácido y agudo de la historia de Guatemala?
Puede ser eso, pero también una crítica, burlona y con ánimos no demasiado serios, a la propia historia, a sus métodos, a su odiosa pretensión no solo de comprimir el tiempo sino de ordenar los sucesos e intentar constreñir en un sistema de causas y consecuencias a algo que más bien parece gobernado por el azar, cuando no por el caos.

—“Donde Leo”, antro, restaurante, lugar de culto nostálgico de rock, retrata la variopinta fauna de personajes que habitan este país. ¿Existe ese lugar?
Donde Leo no existe. Pero sitios como ese existen muchos. Son museos que quieren, casi siempre sin éxito, recrear el entusiasmo y la libertad de una época en donde, al menos por unos instantes, parecía que los jóvenes iban a lograr romper el eje de la Tierra para hacerla girar en sentidos nuevos. Donde Leo, con sus borrachos, alaridos, cubetas de cerveza y tortillas con longaniza, es una catedral dedicada al culto de un deseo imposible de satisfacer pero tan antiguo como la humanidad: el deseo de recuperar el pasado. En ese sentido, Donde Leo, el restaurante, es idéntico a Daniel Rodríguez Mena, el profesor de Historia, que añora la época en que la universidad parecía que iba a ser el centro del cataclismo histórico que anunciaban los profetas de la revolución.

—¿Aún cree que, inevitable­mente, todos terminaremos en el ­barranco?
Si entendemos el barranco como una metáfora de la muerte, pues sí, todos terminaremos allí, inevitablemente. Pero si lo que entendemos por terminar en el barranco es una metáfora de nuestro destino como país, no lo creo. Las caras de ahuevados de los corruptos, el hecho de que veamos cada semana una nueva tanda de ellos esposados, las sesenta mil personas en el Parque Central exigiendo justicia con una misma voz, me parecen razones sobradísimas para la esperanza.

—“Destinos que incluían kilómetros de polvo y sangre”, rezan unas líneas de su novela. ¿Una alegoría de lo que vivimos a diario?
Una alegoría, sobre todo, de las vidas de los deportados de Estados Unidos, esos miles de migrantes que todos los años son enviados de un plumazo, o de una patada, de regreso a Guatemala y se vienen a encontrar con que las razones que los obligaron a irse permanecen intactas.

—“Preguntar es escarbar y hay cosas que… conviene dejar de entender”. ¿Por ejemplo?
Daniel Rodríguez Mena ha comprendido, o al menos eso cree él, que lo único que se obtiene a cambio de andar buscándole explicaciones honestas y racionales a la realidad, son enormes cantidades de sufrimiento. De modo que para vivir una vida tranquila, ha optado por no volverse a preguntar nada. Él cree que detrás de las preguntas lo que hay es el absurdo, que si uno se desnuda de ideologías, si se aparta de los sistemas articulados y coherentes que han inventado los hombres para dotar a la vida de sentido, lo que queda es una caída libre hacia la nada.
Daniel Rodríguez Mena no leyó a Borges, pero si lo hubiese hecho quizá coincidiría con los habitantes de Tlön, que creían aquello de que la Filosofía (y a lo mejor también las Ciencias Sociales) eran un subgénero de la literatura fantástica.

—En alguna parte dice que en el amor, hay unos órdenes cotidianos que no permiten groseras violaciones a ese dictum. ¿De qué otro modo se puede satisfacer ese deseo antiguo y para siempre insatisfecho?
Solo así, rompiendo el orden, dinamitando los edificios que resguardan las reliquias de las buenas costumbres.

—¿Cómo enfrentar las preguntas sin cobardía?
Enfrentar las preguntas exige haber previamente renunciado a la cobardía. De cualquier forma, hay dos maneras de transitar la vida, con los ojos abiertos o con los ojos cerrados, y las dos tienen idéntico número de ventajas y desventajas. El chiste cruel de esto es que, en ambos casos, el destino es el mismo.

—¿Puente adentro es una historia de derrotas, como las que hemos sufrido en muchas regiones del planeta?
Sin duda es una historia de derrotas, pero yo sería incapaz de escribir una pieza de ficción cuyo propósito sea contar algo tan abstracto como la derrota de un país, o de una región. Las derrotas de este libro son individuales, les pertenecen a sus personajes. Y yo jamás pretendería que las derrotas de ellos representen a las de nadie más, mucho menos a las de una sociedad entera.

—En su novela surgen escenas de los años setenta y ochenta. Hay conflictos interiores, luchas, dudas y miedos. ¿Por qué recoge los viejos debates de la izquierda?
Porque a veces pienso que, en las texturas, en la manera como fueron pensadas y dichas ciertas cosas hace treinta años, quizá se encuentre un principio de explicación a un tema que me interesa mucho: ¿por qué hubo, en Guatemala y en otros países, tanta gente, muchísimos jóvenes, que estuvieron dispuestos a morirse en favor de la concreción de un discurso? Los libros de historia y las comisiones de la verdad, por ejemplo, ofrecen explicaciones generales, colectivas, dan cuenta de las motivaciones de una generación y su relación con el contexto, con el momento histórico. Pero a mí lo que me interesa son los pensamientos y las emociones de ese chavo de diecisiete años que, una noche, en el silencio de su habitación, decide voluntariamente acostarse en el altar de los sacrificios.

—¿Puente adentro es un ajuste de cuentas?
Es un ajuste de cuentas secreto. El libro está lleno de venganzas personales pero también de gestos de gratitud.

—¿Cómo el miedo en todos los ámbitos se volvió un vecino omnipresente en nuestras vidas?
Qué gran pregunta. ¿No está el miedo en el centro mismo de la fundación de este país?

—“La única manera de tender un puente… en esta ciudad es con sangre”. ¿Tan grave es la situación?
No, no es así de grave. Es otra de esas típicas frases de pesimista profesional que Alberto Rodríguez suelta irresponsablemente. Aquí y en cualquier parte, cada dosis de horror viene acompañada de una idéntica dosis de solidaridad, de amor y de ternura. Estoy seguro de que por cada asesino que dispara, hay una mano ayudando a alguien a levantarse del suelo.

—En su novela, el puente es una metáfora del vacío, la nada, como ejes que vertebran la existencia. ¿Se nos acabaron los puentes?
Las sesenta mil personas en el Parque Central, los afiladísimos dientes de quienes, en todo el país, están protestando en contra de los políticos delincuentes, los chavos estudiantes de universidades ideológicamente enemistadas y que, pese a ello, salen a manifestar uno junto al otro, me parece una evidencia de que, aunque los creíamos para siempre demolidos, los puentes pueden volverse a levantar.

—En alguna parte, un personaje lee a otro pasajes de la Biblia. Esta semana, unos evangélicos presentaron una propuesta para que la lectura de esta sea obligatoria en las escuelas y colegios. ¿Deberían ellos leer su novela para que se percaten del tamaño de ese disparate?
Deberían de leer, en general. Es decir, educarse. Que a estas alturas de la historia haya diputados legislando con base en lo irracional, más que un escándalo es una tragedia. Y sobre todo en medio de una crisis política como la actual. ¿Me pregunto si son sinceros? ¿Están buscando solamente congraciarse con votantes que creen lo mismo o en verdad una noche, mientras roncaban en sus habitaciones empapeladas con el dinero de la corrupción, se les apareció el mismísimo Dios Padre, como afirma uno de ellos, y les hizo saber que la única solución moral para Guatemala era que nuestros hijos leyeran la Biblia en las escuelas? ¿Cuánto tiempo irá a transcurrir entre la aprobación de esa ley y la conformación de escuadrones de muchachitos de 10 años que salgan a la calle a apedrear adúlteras, como recomienda la Biblia?

—Por último, ¿la vida en Guatemala solo es posible entenderla por la vía de los desvaríos?
Ojalá que no.

«Aquí y en cualquier parte, cada dosis de horror viene acompañada de una idéntica dosis de solidaridad, de amor y de ternura. Estoy seguro de que por cada asesino que dispara, hay una mano ayudando a alguien a levantarse del suelo.»

Gerardo Guinea Diez
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