Entre el legalismo y la dilación
Cómo anda el movimiento ciudadano por la refundación del Estado.
Mario Roberto Morales
La escenificación de una legalidad que con impactantes destellos mediáticos satura el imaginario colectivo con palabras como denuncia, amparo, antejuicio, extinción de dominio y otras, así como el destape incesante —al estilo del culebrón televisivo— de nuevas facetas de la corrupción sistémica que le da vida a la economía y a la política locales, parece tener satisfecho al sector de clase media urbana que salió primero a la calle indignado para pedir despido, castigo y devolución de lo robado para los corruptos, pues cree que logró su cometido, aunque es obvio que lo logró sólo a medias, porque la CICIG y el MP hunden a unos pero salvan disciplinadamente a otros.
También es obvio que, siendo la corrupción un elemento estructural del sistema político, el paso que dio otro sector de movilizados al ir de la indignación a la exigencia de cambios en las leyes para impedir que la normativa del Estado facilite la corrupción de sus operadores, es una asignatura pendiente que se halla en peligro de fracasar, ya que en la pugna entre los progresistas que abogan por realizar los cambios legales antes de las elecciones y los conservadores que quieren que esos cambios se realicen después de ellas (para que no ocurran), la balanza se inclina a favor de los conservadores. Y esto ocurre porque las instancias que trabajan en las propuestas de cambios inmediatos no logran una unidad con fundamento jurídico que remonte el formalismo legalista conservador. También, por la negativa del fragmento posmoderno de los indignados a evolucionar de la protesta espontánea, hedonista y desestructurada hacia formas crecientes de organización, liderazgo y unidad táctica, como lo hizo en España Podemos bajo la advocación de Antonio Gramsci y Ernesto Laclau. Así, ambos sectores convergen con la postura legalista del Gobierno, el CACIF, el Ejército y los neoliberales, ya que al incurrir en dilación contribuyen a que el entusiasmo de las capas medias movilizadas mengüe en afluencia y entusiasmo, con lo cual sirven involuntariamente a los intereses del conservadurismo y de los corruptos, así como a su afán de perpetuar el sistema podrido contra el que luchamos todos.
El legalismo burgués que asusta con el caos si se “rompe el orden institucional” al retardar las elecciones para blindar antes al Estado contra la corrupción, parte de la premisa falsa de que vivimos en un orden institucional. Esta idea se parece al sofisma de que los guerrilleros fueron delincuentes porque actuaron al margen del Estado de derecho, como si así pudiera llamarse a los gobiernos de la dictadura oligárquico-militar y como si la corrupción no fuera la mejor prueba de que aquí no existe un orden institucional actuante, precisamente por lo cual es imposible “romper” lo que ya está roto. Si la Constitución se interpretara a la luz de lo social-concreto, el legalismo constitucionalista local dejaría de ser el tieso pergamino de formalismos que por desgracia es. Urge por ello un equipo jurídico que con criticidad de contenido —y no sólo de forma— fundamente la legalidad de la demanda ciudadana sobre que, en estas condiciones, no son válidas las elecciones.
Si se prolonga la actual dilación, las organizaciones populares con liderazgo y capacidad de convocatoria serán el único actor capaz de revitalizar la movilización popular en las calles, sin cuya creciente e implacable presión esta lucha está condenada al fracaso. ¡Ánimo, pueblo!
Esta idea se parece al sofisma de que los guerrilleros fueron delincuentes porque actuaron al margen del Estado de derecho, como si así pudiera llamarse a los gobiernos de la dictadura oligárquico-militar y como si la corrupción no fuera la mejor prueba de que aquí no existe un orden institucional actuante, precisamente por lo cual es imposible “romper” lo que ya está roto
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