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En qué concuerdo y en qué disiento del embajador

Comienzo dejando claro que no es el contenido de las palabras del embajador Todd Robinson lo que me incomoda. Al contrario: estoy de acuerdo con lo que afirma. La reciente ola de indignación ‘moral’ por la ‘injerencia extranjera’ me recuerda el famoso aforismo de Samuel Johnson: el patriotismo es el último refugio del canalla. La gran mayoría de quienes manifiestan indignación por los pronunciamientos de Robinson o por las políticas de cooperación de algunos donantes bilaterales y cooperantes multilaterales lo hacen porque sencillamente van en contra de sus intereses o su ideología.

Bernardo Arévalo

Políticos venales que quisieran mantener el sistema de corrupción institucionalizada que han construido; empresarios que no soportan la idea de que el sistema patrimonial de privilegios que les ha permitido cooptar el sistema político vaya a ser desmontado; militares retirados que quisieran poder ocultar las evidencias de las violaciones sistemáticas a los derechos humanos cometidas en el marco del enfrentamiento armado interno y eludir sus necesarias consecuencias jurídicas. Hoy les molesta que la política exterior de muchos países hacia el nuestro –especial, pero no exclusivamente la norteamericana– interfiera con sus intentos por mantener la influencia y el control que han logrado desarrollar sobre el aparato del Estado guatemalteco, y altere –negativamente para ellos– el ‘balance de poder’ entre los sectores políticos nacionales. Son los actores y los sectores que en el pasado no han dudado en tocar las puertas de la Embajada cuando la dinámica política interna se les escapaba de las manos y su poder estaba amenazado, pidiendo su intervención salvadora.

Pero la vacuidad moral de su indignación no vuelve correctas las declaraciones del embajador norteamericano, que están, simple y llanamente, fuera de lugar. Robinson ha desarrollado en el último año un perfil mediático que corresponde más al de un actor político local que al de un diplomático extranjero. Afirmar que “…voy a luchar contra esto (la corrupción) y no me importa si es un político, un miembro del sector privado o del Gobierno”, o que –refiriéndose a los políticos que obstaculicen los esfuerzos por erradicar la corrupción– “…nosotros vamos a llamarlos, y a decirles exactamente que ellos, siendo elegidos por la población de Guatemala, deben luchar contra ese flagelo…”, de acuerdo a una entrevista por elPeriódico el 1 de marzo de 2016, no corresponde a las funciones de un diplomático.

La lucha contra la corrupción no es de él, es de los guatemaltecos, y él es más que bienvenido a apoyarla, pero no puede liderarla. Tampoco le corresponde a la Embajada norteamericana –o a cualquier otra– erigirse en supervisor de funcionarios públicos malportados y llamarles la atención en público, aunque en privado pueda hacer constar el desagrado de su Gobierno como siempre lo han hecho. En sus últimas declaraciones de comienzos de abril, sin embargo, hay algo de mayor calado: abrogarse la calificación de cómo debe manejar el país el concepto de soberanía. No le corresponde a ningún embajador –y por simple sentido del decoro, menos aún al norteamericano– pontificar cuál es la prioridad que los guatemaltecos debemos asignarle al principio de soberanía dentro de la agenda nacional.
Hay que recordar que, a pesar de la indignación moral a la que Robinson apeló en su última entrevista, lo que realmente lo mueve a apoyar la lucha contra la corrupción, la reforma del Estado y la promoción del desarrollo económico no es su preocupación por los pobres y los desposeídos, sino el problema que estos pobres y desposeídos le causan a su país por medio de la inmigración ilegal. Para los Estados Unidos, el tema migratorio se ha convertido en un problema de seguridad (no porque realmente lo sea, sino porque así se ha construido en el debate político interno –pero eso es harina de otro costal–). La generosidad norteamericana hacia el triángulo norte de Centroamérica, expresada en la Alianza para la Prosperidad, no es desinteresada: surge de la necesidad de enfrentar lo que para ellos se ha construido como un problema de seguridad, de la misma manera como en su momento la Alianza para el Progreso era parte integral de su estrategia política para la Guerra Fría, y no producto de su preocupación por el bienestar de las naciones al sur del Río Grande.

Hay que recordar que, a pesar de la indignación moral a la que Robinson apeló en su última entrevista, lo que realmente lo mueve a apoyar la lucha contra la corrupción, la reforma del Estado y la promoción del desarrollo económico no es su preocupación por los pobres y los desposeídos, sino el problema que estos pobres y desposeídos le causan a su país por medio de la inmigración ilegal.

El ‘establishment’ político norteamericano ha comprendido que lo único que puede frenar los flujos migratorios centroamericanos hacia El Dorado norteamericano es la construcción de Estados funcionales y sociedades justas, y que eso pasa por el desmantelamiento de las estructuras patrimonialistas construidas para la defensa de privilegios de las élites, el establecimiento de verdaderos Estados de Derecho y la generación de un desarrollo económico y social más equitativo. Y, francamente, yo no tengo ningún problema con eso. Al contrario: bienvenido sea el momento en que los intereses de seguridad de los Estados Unidos de América se expresan en objetivos de política exterior que se alinean con los esfuerzos de los guatemaltecos por acometer la refundación de nuestras instituciones. Qué bueno que los Estados Unidos de América –y los demás cooperantes– deseen apoyarnos en este esfuerzo, y que en ese sentido operen sus representaciones diplomáticas en Guatemala. Siempre y cuando lo hagan sin pretender constituirse en actor protagónico del debate público sobre la agenda política; ni erigirse en instancia de supervisión y control político que sienta los límites de lo deseable y lo posible. Y las declaraciones del embajador Robinson comienzan a perfilar esas funciones.

Ya dije que mi incomodidad no es por el contenido de sus declaraciones, con el que concuerdo. Ni de un prurito por formalidades jurídicas o protocolares, que en el fondo son siempre instrumentales. Tampoco soy ingenuo: las misiones diplomáticas persiguen los intereses de los países que las acreditan usando una panoplia de recursos ante las autoridades locales en los que la distinción entre apoyo, influencia e intervención es tenue y volátil. Que el discurso público de los funcionarios diplomáticos se maneje dentro de ciertos parámetros de respeto a las entelequias del principio de soberanía y de la no-injerencia en los asuntos internos de otro Estado no implica que en privado los mensajes no puedan ser pronunciados de manera directa y contundente, a los que se suman medidas de presión directa sobre las autoridades como el retiro de visas, la congelación de la ayuda, la oposición en foros internacionales, etc. Esa es la naturaleza de la diplomacia –que es una dimensión de la política– pero por eso es mejor que se maneje discretamente y no mediáticamente, salvo en condiciones extremas que no se configuran hoy en Guatemala.

El ‘establishment’ político norteamericano ha comprendido que lo único que puede frenar los flujos migratorios centroamericanos hacia El Dorado norteamericano es la construcción de Estados funcionales y sociedades justas, y que eso pasa por el desmantelamiento de las estructuras patrimonialistas construidas para la defensa de privilegios de las élites, el establecimiento de verdaderos Estados de Derecho y la generación de un desarrollo económico y social más equitativo.

Dos son las razones que me generan la incomodidad ante la estrategia mediática del embajador estadounidense.
En primer lugar, una cuestión de prudencia. Vale la pena recordar que muchos de quienes están hoy aplaudiendo las declaraciones del embajador Robinson hace algunos meses se encontraban despotricando ante su ‘injerencia política’ al hacer manifiesto su apoyo a Otto Pérez Molina frente a la demanda ciudadana de que renunciara, posición que más tarde cambiaría. Hoy, cuando sus posiciones convergen, las evidentes incorrecciones de su aparición pública no les molestan. Pero, ¿qué va a pasar si las posiciones de la Embajada vuelven a cambiar? Imaginémonos: Abril de 2017. Tras la victoria electoral de Ted Cruz –improbable al día de hoy, pero no imposible– los Estados Unidos acreditan un nuevo embajador o embajadora en Guatemala. No es un diplomático de carrera, sino un nombramiento político que proviene de las filas del ‘Tea Party’ y trae una nueva agenda de intereses hacia nuestro país. Los intereses de seguridad se mantienen –el combate a la inmigración ilegal ciertamente– pero su traducción en objetivos de política exterior varía gracias al fervor ideológico de una administración que responde a la extrema derecha norteamericana. En consecuencia, y en la línea de la gestión mediática implementada por su antecesor, comienza a pontificar desde los medios de comunicación sobre cuestiones de política interna: hace un llamado a cesar la acción legal ligada a violaciones de los derechos humanos durante el enfrentamiento armado interno ya que no contribuyen a la reconciliación nacional; demanda que se les entregue a las asociaciones religiosas la definición e implementación de las política de salud reproductiva; desacredita cualquier iniciativa de reforma fiscal que no se oriente a la eliminación del Impuesto sobre la Renta, y cuestiona la legitimidad de cualquier organización que no se pliegue a sus directivas. ¿Mantendrían su complacencia con el manejo mediático de su agenda diplomática quienes hoy han aplaudido las declaraciones públicas de Robinson? No lo sé, pero seguramente aplaudirían quienes hoy se manifiestan ‘ofendidos’ por sus posicionamientos.

La segunda razón es más de fondo: si algo se ha aprendido en relaciones internacionales en los últimos años es que la sostenibilidad de las políticas de transformación política y social de los Estados deben estar ancladas en la capacidad de agencia de la sociedad. Introducir transformaciones de fondo por gestión externa directa –“…voy a luchar contra esto y no me importa (de quien) se trata…” – tendrá resultados no sostenibles. Es lo que se conoce como el principio de apropiamiento: sin apropiamiento, no hay compromiso.

La embajada norteamericana debería saberlo bien: en su estudio sobre la Contra-revolución guatemalteca (1954-1963), Stephen Streeter evidencia la medida en que los intentos norteamericanos de construir una ‘vitrina’ del capitalismo liberal en Guatemala impulsando reformas políticas y económicas mediante la creación de ‘ministerios paralelos’ y legislación importada fracasaron rotundamente pese a los numerosos recursos que invirtieron. Ninguno de los actores nacionales, ni siquiera sus aliados liberacionistas y militares, adoptaron sus políticas. Es más, se encargaron de sabotearlas, hasta que finalmente los norteamericanos decidieron terminar con los inútiles esfuerzos de establecer una ‘democracia liberal’ desde la Contra-revolución y asumieron su apoyo al Estado contrainsurgente. Para una versión contemporánea de los efectos de las transformaciones inducidas desde afuera –al embajador Robinson por lo visto no le interesa la historia…– y sin pretender de ninguna manera establecer paralelos sustantivos sobre los procesos políticos respectivos, allí está Irak.

Hoy sabemos que la mejor estrategia de apoyo a los procesos de transformación de un país es fortalecer a los agentes de cambio internos, no intentar sustituirlos. La cooperación internacional puede promover legítimamente el empoderamiento de los actores, sectores y procesos políticos y sociales que operen dentro de los marcos de la legalidad y la democracia con los que se identifica mediante apoyo material, técnico y político. Pero hacerlo desde una posición de protagonismo mediático puede ser contraproducente: al pasar por encima de las normas y procedimientos que regulan la función diplomática se genera una distracción que los opositores de las medidas promovidas aprovechan claramente. Eso es lo que está sucediendo ahora: las invocaciones a las Convenciones de Viena y a la aplicación de las sanciones establecidas, pronunciadas con patrio ardimiento, son la cortina de humo para una campaña de resistencia a las transformaciones políticas y sociales que se han puesto en marcha. Y el Gobierno al que el embajador Robinson declara apoyar no sale bien parado: enfatiza la sensación de vacío de poder en la que vivimos desde el 14 de enero, y desnuda la dependencia que tiene el presidente de una Embajada que se da el lujo de actuar en clara contradicción con sus requerimientos, formulados personalmente y por la Cancillería.
Pero el problema de fondo en este caso no es el afán de protagonismo mediático del embajador Robinson, sino las condiciones políticas que lo permiten. Las limitaciones y fraccionamiento que aquejan a nuestras instituciones políticas favorecen la efervescencia de sectores que intentan reposicionarse políticamente frente a una situación de ‘vacío de poder’ que se hace cada vez más evidente. Es una situación que la coyuntura post-electoral sólo exacerba, pero que aqueja al Estado guatemalteco durante los últimos veinte años: la incapacidad para construir un verdadero proyecto ‘nacional’ que refleje un mínimo de consensos de política que comprometa al conjunto de los actores nacionales. En su ausencia, producto del fracaso histórico de la clase política del post-conflicto, se generan los espacios de polarización y de debate para los que cada parte trata de conseguir el apoyo externo que le sea posible.

Pero eso ya es materia para otra conversación.

Hoy sabemos que la mejor estrategia de apoyo a los procesos de transformación de un país es fortalecer a los agentes de cambio internos, no intentar sustituirlos. La cooperación internacional puede promover legítimamente el empoderamiento de los actores, sectores y procesos políticos y sociales que operen dentro de los marcos de la legalidad y la democracia con los que se identifica mediante apoyo material, técnico y político.

Fuente: [https://nomada.gt/en-que-concuerdo-y-en-que-disiento-del-embajador/]

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Bernardo Arévalo de León