Ayúdanos a compartir

“En guatemala se es borracho por naturaleza”

JL Perdomo Orellana

Aunque hay quienes todavía no se enteran en Carlos Illescas, Maestro de maestros, la poesía más erudita, la poesía esférica, perfecta, encuentra uno de sus más grandes hacedores en idioma español.

Muchos años después de que Guatemala comenzara a matarlo, y unos cuantos antes de que el exdistrito Infernal mexicano concluyera la tala asesina, Carlos Illescas tuvo la generosidad magnífica de escuchar y responder. Este es un fragmento de aquellos diálogos, que Editorial Praxis —dirigida por el Maestro sanmarquense Carlos López (quien continúa resistiendo heroicamente el cerco de la infamia inmobiliaria chilanga)— pondrá en circulación próximamente.

¿Hay algo que distinga a la amistad guatemalteca de las otras?

Hay cosas… Por ejemplo, los amigos mexicanos como que van más al grano, son menos barrocos en la amistad. El amigo guatemalteco es muy caracoleante, y no solo es amigo de uno sino de la mamá de uno, de la esposa, de todos. Hay una especie de totalidad que si no es clara puede ser hasta abusiva. Somos excesivamente retorcidos, no vamos al grano, no somos frontales, nunca se sabe cómo se cuenta con nosotros. El guatemalteco, en general y en determinado momento, tiene la facultad de que empieza a joder: es una especie de labrar lo aleatorio dentro de lo kafkiano contado por Bartleby en vietnamita.

¿Por qué Guatemala es tan bola?

Tan bolos, briagos, borrachos, beodos… Me parece que en Guatemala se es borracho por naturaleza, porque el licor es una forma de ausentarse de sí mismo para no enfrentar una realidad verdaderamente macabra y eterna. Revisar la historia de Guatemala es revisar el horror…

A esto sumemos que el aguardiente es parte también del pago en especie, era una moneda, una tradición feudal con la que se pagaba en muchos lados.

En un país donde no hay mayores distracciones, donde todo es estar esperando malas nuevas, yo creo que el licor no es un vicio: es una ampliación de la personalidad que se está defendiendo de una serie de fantasmas y de realidades muy agresivas.

Por ello es que en las cantinas el licor se toma casi de una forma sagrada. Cuando lo invitan a uno, cuando todavía no hay pleito, le dicen: “Hasta no verte, Jesús mío”; hay una especie de consagración…

Es decir, que al licor se le trata ya como a un organismo vivo, con una trascendencia de una cuestión mágica.

En Guatemala –por razones que sería interesante averiguar desde un punto de vista sociológico– beber está implícito a la nacionalidad, una nacionalidad prepotente, de la cual se originan expresiones apotegmáticas: “El que no chupa es hueco”, y cuando ya es más agresivo todavía, porque alguien está enfermo o es abstemio, cosa que ¡cuidado allá!, la expresión llega a: “El que no bebe es un hijuelagranputa”. Uno entonces bebe o responde al desafío de otra manera.

De forma que beber en Guatemala es construir una nacionalidad, o tal vez más bien una identidad, una identidad tambaleante, no propia…

“El que no bebe es un hijuelagranputa”. Uno entonces bebe o responde al desafío de otra manera.

En Guatemala se empieza a beber desde muy temprano, y es honroso en un número infinito de casos morir en su ley, morir engasado, cirrótico, con delirium trèmens, de la goma. La cruda es el infierno que conlleva ese cielo que es el licor, pero en determinado momento nunca se sabe qué es más grato: si el infierno o el cielo, porque en el momento que uno supera ese infierno ante la ingestión de un buen licor descubre que dialécticamente infierno y cielo son la misma cosa. Lo que antes era tesis se hace antítesis. Yo lamento mucho que mi maestro Hegel no se haya puesto una borrachera en Guatemala, porque esto de la dialéctica del guaro lo hubiera explicado mejor que yo.

Uno también se emborracha porque emborracharse equivale a romper ciertas barreras de la edad. Cuando uno está entrando a la pubertad, ya tiene que tener una o dos jumas bien puestas, para ver las cosas con ojos de adulto y descubrir la mera verdad de las cosas, los meros amigos, las meras traídas y lo bien jodido que estamos. Hay una como verificación de lo auténtico que conduce a la frontera de la verdad, de la gran dicha y la gran desgracia.

En Guatemala beber es como una especie de establecimiento de categorías sociales a través del etilismo. En mis tiempos había cantinas de un prestigio enorme. Casi siempre mientras más humildes, más socorridas y mejores.

Hubo una que se llamó El Danubio, de la Niña Vira, que estaba por el rumbo de la aduana, que aún no era construida por Ubico, era un jacalón. Después se trasladó a la 16, 17 o 18 calle, ya con marimba y todo. Donde la Niña Vira era el paraíso de la democracia, ahí entraba cualquiera. Los señores magistrados, en ciertos apartados, se despachaban los quitagomas de la Niña Vira, que sabía calibrar perfectamente cómo llegaban sus clientes. Los estudiantes de derecho, por su parte, se caracterizaban por ser bien bolos, también los de ciencias químicas, de donde procede nada menos que Álvaro Hugo Salguero, quien sabía hacer todos los licores y nunca vendió sus secretos a ninguna empresa. Álvaro Hugo Salguero fue uno de los dioses mayores de la borrachera en Guatemala, murió en su ley, desde luego, sin camisa y descalzo para que no se dijera que había traicionado a la causa.

Y todos, incluso un ministro de Educación, llegaban a El Danubio. A veces estaban para caldo de juilín, otras para caldo de jutes o conjuntamente juilín y jutes, o simplemente caldo de huevos o también estaban ya para licor quemado, o pollo encebollado con un rimero de tortillas recién salidas del comal. No era caro…

Las exigencias eran mínimas para ser buen bolo. Todos, a cierta hora, requerían de un tentempié, de una boquita. De los talleres y de las oficinas públicas salían los empleados al Mercado Central o al de las Cinco Calles a comer tiras, se echaban su pijazo con las respectivas o se las llevaban secretamente a sus lugares de oficio. Cuando ya el mal era muy jodido, se tomaba el atol shuco, un atole, como se dice en México, que era de puro maíz, chile y frijoles negros, y que sabía muy rico con los talaguashtazos. Era muy gratificante, el atol cubría el estómago con una capa y hacía menos violenta la caída del trago, sobre todo en Guatemala, donde no todo el mundo está acostumbrado a comer, lo cual origina úlceras…

Ya vemos, pues, que en Guatemala beber era fundamental. Al llegar la Revolución, nos percatamos de que era un poco falso que se bebía porque no había otra cosa que hacer: los revolucionarios seguían siendo buenos bolos…

Uno de los grandes bolos que hubo fue otro que se llamó Nayón, de esos estudiantes de derecho que ya no seguían, y para que ya no bebiera lo metieron al cuartel. Era interesante verlo desfilar, y en el cuartel bebió más todavía. Era un tipo de una simpatía arrolladora. Un día, el papá de Nayón nos citó a varias personas. Lo fuimos a ver: Nayón tenía tres días de estar agonizando. Estaba en la cama, de 23, 24 años, eso es lo trágico, todavía no estaba la Revolución. Tremendamente pálido, inmóvil; de repente, Nayón abrió los ojos: “¡Ah, cómo los he jodido!”, dijo. “Sí, ya me voy a morir, pero, para morirme contento, papá, dame un trago”. Nos habían llevado para ver si nos corregíamos ante ese ejemplo, aunque no era mi caso porque yo no bebía mucho. Todos estábamos muy conmovidos. Continuó Nayón: “Mirá, papá, gracias, y, bueno, uno es así, ni modo; mamá, qué lo siento”. Nada de moralinas, muy conforme insistió: “Bueno, mi trago, ¿no?”. Le dieron un vaso, y con un extraño vigor empujó para que se lo llenaran. Se lo copetearon, se lo echó, le fue subiendo el color, una enorme sonrisa, una tranquilidad, y dijo: “Con permiso”, volteó la cara a la pared y murió. Lo cuento no como un caso especial, sino como una resultante de la imaginería e imaginación y realidad, realismo, subjetivismo, todo lo que corresponde a los diversos planos de un país como Guatemala.

Muchos de los otros se morían –ya en la Revolucciòn- por esto: ya tenían poder político, pero no dejaban la pachanga. Se emborrachaban en la capital y se les ocurría irse a quitar la cruda, por ejemplo, a Quetzaltenango: claro, en ese estado de borrachera subían no sé cuántos metros y al llegar les daba el infarto. Cuando se descubrió esto, mucha gente dejó de ir a Quetzaltenango… Y así son cantidad de casos y casos y casos.

Según sé, Guatemala sigue igual y muchas personas que conocí han muerto precisamente por efectos del licor. Yo he venido a resultar como una especie de náufrago en una isla casi desierta, porque cuando uno no chupa ya no lo buscan.

Somos excesivamente retorcidos, no vamos al grano, no somos frontales, nunca se sabe cómo se cuenta con nosotros.

Fuente: Siglo.21 [www.s21.com.gt]