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Uno de los éxitos ideológicos de la derecha en el mundo y en América latina ha sido la resignificación de la categoría de populismo. Hasta antes de la ofensiva política, económica e ideológica del neoliberalismo, comenzada a fines de los setenta y principios de los ochenta  del siglo XX, la sociología latinoamericana había definido claramente  lo que significaba populismo. El populismo  fue un movimiento de modernización capitalista que hizo uso de la incorporación de nuevos sectores sociales en las urbes. Buscó la industrialización, fomentó el mercado interno, para ello propició una elevación de los ingresos  de amplios sectores de la población. Para hacer eso, el populismo en no pocas ocasiones se enfrentó a las oligarquías de los países en donde se observó el fenómeno y también  a los Estados Unidos de América. La fraseología del populismo fue por ello en no pocas ocasiones antiimperialista y antioligárquica. El populismo se asentó en figuras carismáticas, en no pocas ocasiones  oradores eficaces y fue  en materia de política sobre todo un movimiento descendente, es decir  esencialmente autoritario. Tal es en brevísimas palabras lo que los estudiosos de las ciencias sociales aprendimos en la década de los sesentas y setentas del  siglo pasado de autores como Gino Germani, Torcuato di Tella,  Fernando Henrique Cardoso, Enzo Falleto, Ottavio Ianni, Ruy Mauro Marini, Agustín Cueva, Carlos Vilas y otros más. Con las categorías  construidas por estos sociólogos latinoamericanos, aprendimos a analizar los paradigmáticos casos de Getulio Vargas en Brasil, Juan Domingo Perón en Argentina, José María Velasco Ibarra en Ecuador.
Desde hace varios años, el neoliberalismo le dio al populismo  otra acepción semántica. Populismo fue  el gasto irresponsable del erario público en medidas demagógicas para obtener los votos de los sectores más pobres y marginales de la sociedad. Populismo fue también  el  retorno de una forma arcaica y autoritaria de la política porque lo moderno era la democracia liberal y representativa sobre todo en su versión electoral. En suma, populismo fue todo aquello que no concordara con  el dogmatismo del recetario neoliberal. Con esta nueva versión del populismo se han analizado figuras como Evo Morales, Rafael Correa y por supuesto Hugo Chávez Frías. Ninguno de estos personajes puede ser calificado de populista simplemente porque es crítico del recetario neoliberal. Su relación con los sectores populares que lo apoyan  es esencialmente distinta de lo que  antaño practicó el populismo. Un hecho relevante lo demuestra cómo la población de El Alto, aledaña a La Paz en  Bolivia, se comportó ante una elevación del precio de la gasolina en diciembre de 2010. El conato de rebelión terminó  con la medida dispuesta por el gobierno de Evo Morales y éste tuvo que hacerse una autocrítica. Igualmente Chávez ha salido a luchar a brazo partido por la mayoría electoral, la cual en dos ocasiones al menos no ha obtenido.
La categoría de populismo ha ocupado  el lugar que durante la guerra fría ocupó en labios de la derecha la de comunismo. Ayer  el apelativo de comunista era usado para satanizar a cualquiera que buscara por medio de la reforma o la revolución un cambio social. Hoy la categoría de populista cumple similar función y tiene un contenido peyorativo e ideologizado. Hugo Chávez  no puede ser calificado de populista a no ser que se resignifique la categoría como lo ha hecho la derecha neoliberal en los últimos tiempos. Sus objetivos no son similares a los de los populistas porque los de él y su movimiento implican una transformación esencial de la sociedad capitalista en Venezuela (el socialismo del siglo XXI). La relación entre Estado y masas populares es distinta porque si bien podemos advertir rasgos autoritarios y descendentes en el gobierno venezolano, también podemos ver rasgos democráticos radicales y ascendentes como son los más de 40 mil Consejos Comunales. Los sectores populares chavistas que son  una porción significativa de la población, han salido en defensa de ese proceso de manera autónoma como aconteció con  el derrocamiento de Chávez por 48 horas en abril de 2002 y luego en el marco del paro petrolero que la oposición impulsó  entre diciembre de ese año y enero de 2003. El proceso venezolano ha implicado una politización de los sectores populares que lo han apoyado que no se condice con lo que observamos en los procesos populistas del siglo XX.
Lo que hoy observamos en Venezuela es un proceso revolucionario que no tiene las características de las revoluciones en los siglos precedentes. No hay una conquista violenta del poder, no hay el desplazamiento  total de la clase dominante  del poder del Estado, no hay medidas revolucionarias radicales  efectuadas en  un lapso relativamente breve de tiempo, no hay una disolución radical  de las instituciones establecidas. Pero el Estado y la sociedad civil se han convertido  en territorio en disputa  y se observa un naciente poder constituyente, ese poder que viene de abajo, de los sectores que  nunca han tenido ni voz ni poder.
El analista serio debería ver el proceso contradictorio que hoy vemos en Venezuela y discernir de las inercias y atavismos, lo novedoso que allí  se está gestando.

Carlos Figueroa Ibarra
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