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El indígena y el miedo a la verdad

Manuel Villacorta

Hace 30 mil años a través del estrecho de Bering, un brazo de mar localizado entre el extremo oriental de Asia (Siberia) y el extremo noroccidental de América (Alaska), migraciones de seres humanos valientes y decididos, iniciaron la población del continente hoy llamado América. Sin saberlo, en sus venas corría la sangre que miles de años después, daría paso a culturas de impresionante impacto histórico, científico y cultural: los aztecas, los mayas y los incas, entre otras no menos importantes. El sur de México y el norte de Centroamérica (Mesoamérica) se privilegiaron con el asentamiento de la cultura maya, siendo eso cuatro milenios atrás. Guatemala fue sin duda, el corazón latente del Mundo Maya. Posteriormente -porque las migraciones son intrínsecas al ser humano- nuevas migraciones se insertaron en Mesoamérica, llegando etnias como los toltecas, olmecas y mexicas. Un mosaico de culturas se consolidó, dando paso a nuevas relaciones políticas, sociales, económicas y culturales.

En un momento o punto histórico solamente registrado por la luna y el cosmos, quedaron para siempre establecidos aquellos grupos que habrían de convertirse en la población vernácula de Guatemala. Ciertamente su relación no estuvo exenta de confrontación. Pero en nada parecida a aquella que trajeron según Eric Wolf, los señores de barba espesa, caballos acorazados y armas saturadas de pólvora (Ver: Los hijos de la tierra atormentada). Momento en que se fija el perfil de la Guatemala dividida, entre los muy pocos pero grandes propietarios de tierra y capital y los millones de millones de seres humanos despojados, reducidos a la sobrevivencia. Millones estos identificados por una misma denominación: ser los hoy llamados indios o indígenas.

Esta población vernácula reducida a la marginación y la exclusión, ha sido la que durante 500 años ha producido los alimentos que han dado vida a 25 generaciones de guatemaltecos. Desde los vegetales de tierra fría hasta la caña de azúcar de la boca costa. Ellos nutrieron, además los grandes contingentes de obreros albañiles que construyeron ciudades importantes como Ciudad Vieja, Santiago de los Caballeros, Quetzaltenango y Guatemala de la Asunción. Y lo siguen haciendo ahora en áreas privilegiadas como Ciudad Cayalá o en carretera a El Salvador. Desafiando fronteras -como sus ancestros- emigraron a ese gran país del Norte.Es su trabajo lo que permite que tengamos dólares para pagar la factura petrolera, la deuda externa y todas las importaciones que tanto nos benefician. Vaya si la historia no es ingrata, porque ellos, a pesar de lo que implican, son merecedores en muchos casos del desprecio, la exclusión, el racismo y la marginación.

Hoy una minoría históricamente privilegiada mediante testaferros políticos y un coro de sometidos bajo contrato, les niega su derecho a oficializar sus idiomas, a preservar sus costumbres religiosas y cosmogónicas, ya no digamos, a la aplicación del milenario derecho consuetudinario indígena que tantas soluciones pacíficas ha generado en forma silente y alejada, porque la urbe occidentalizada de Guatemala no sabe muchas veces de su existencia.

El hambre, la pobreza y el abandono están pesando mucho sobre ellos. Imposible no atormentar nuestras conciencias ante millones de niños y niñas indígenas que se debaten en la más inhumana pobreza. No encuentro más palabras. En nombre propio y de muchos que sé, piensan como yo, les pido perdón por esta ingratitud histórica que algún día deberá ser un pesado y nefasto recuerdo. Invasión, sometimiento y olvido, es demasiada ingratitud. La tarea para el cambio es inmensa, pero deberá llegar, cueste lo que nos cueste.

Imposible no atormentar nuestras conciencias ante millones de niños y niñas indígenas que se debaten en la más inhumana pobreza.

Fuente: [www.s21.gt]

Narrativa y Ensayo publica este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.

Manuel R. Villacorta O.