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Sátira sobre bufones y farsantes con sueños de estadista, y sobre una desnutrida democracia convertida en circo de arrabal.

Nada hay nada más ridículo que dar por cierta la imagen que tenemos de nosotros mismos. En especial si esa imagen obedece a una idealidad moralista desde la que nos permitimos juzgar a los demás comparándolos con nosotros. No importa si lo hacemos en nombre de la humildad cristiana o de la frialdad pragmática. En todos los casos resulta ser una impostura, porque está basada en la incapacidad de observarnos a nosotros mismos para llegar a conocernos un poco.

La persona que cree a pie juntillas estar en lo cierto ―no importa si en materia de religión, política, arte o en la simple cotidianidad―, es un ser que no tiene la menor idea de quién es en realidad, pues cree ser lo que supone y lo que los demás aceptan que es por la imagen que les ofrece. Es el caso de los “grandes hombres”, las “grandes mujeres” y las “respetables personas” cuya conducta se ofrece como modélica para alcanzar una sociedad de “gente buena”.

Al respecto dice Nietzsche en Más allá del bien y del mal: “¿Que ése es un gran hombre? Pues yo no veo en él más que al comediante de su propio ideal”. Es decir, al bufón del rey que tiene de autoimagen. Al prohombre fallido y convertido en patético payaso, tanto más cuanto más solemne y acartonado sea su discurso y su lenguaje corporal. Al enano que se mira en un espejo que lo refleja gigantesco. Por ejemplo, tantísimo cura y pastor, político e ideólogo, mercader y educador, mediocres.

El aserto de Nietzsche parte de que quien es visto como un “gran hombre” por la sociedad biempensante, es alguien que se le ha ofrecido a ella en esa calidad. Y quien hace esto y se cree su mentira es un idiota, mientras que quien lo hace sin creérselo, es un criminal. En el primer caso se trata de malas copias de la propia idealidad. En el segundo, de farsantes y merolicos de la estupidez ajena. Tanto el comediante como el farsante existen gracias al exiguo uso que la mayoría de la gente hace de su capacidad cerebral.

A propósito, en mi país habrá elecciones generales este año, y por eso el paisaje está infectado de gigantescas vallas en las que sonrientes candidatos se anuncian como “grandes hombres”. Hay uno que se ofrece como la personificación del orden; otro, como la contundencia de su mano dura; otro, como diferente, aunque no explica a qué o a quién; en fin, las mentiras abundan. Y las imágenes también: hay uno que mira al cielo (¿le gustan los aviones?); otro, señala con el índice al espectador (como el Tío Sam); otro, sonríe diciendo que llegó la hora (¿de qué?); y otro, invita a todos a hablar con él pero nunca responde nada coherente. Nadie explica lo que hará cuando esté en el gobierno, y menos aun cómo y con qué lo hará. Todos se ofrecen, en calidad de “grandes hombres”, como solución total a una ciudadanía inculta, desinformada y prostituida por el hambre y la violencia.

La autoridad moral de políticos como Gandhi y Mandela brota de que son individuos que supieron conocerse a sí mismos y que arriesgaron el pellejo para demostrar sus verdades, como solía proponer un revolucionario muy recordado. No porque hayan contratado asesores de imagen, publicistas y mercadotécnicos a fin de crear un producto atractivo para consumidores disciplinados de la estupidez, ya venga ésta en forma de mercancías tangibles como las salchichas, o de ilusiones etéreas como los falsos atributos que se les endilgan a los cigarrillos, a las cervezas y a los peleles disfrazados de estadistas, los cuales nunca pasarán de ser más que baratos comediantes de su inalcanzable ideal.ç

Mario Roberto Morales
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