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El futuro ya está aquí

Edgar Celada Q.
eceladaq@gmail.com

La tragedia y el drama iniciados la noche del jueves 1 de octubre en la aldea El Cambray II, municipio de Santa Catarina Pinula, testimonian que el futuro ya está aquí, ya alcanzó a la sociedad guatemalteca.

Arriba, en las zonas 10 y 14 capitalinas, viven las capas medias más que acomodadas y una parte de los “dueños y patrones”; abajo, hacia el barranco, sobreviven sus trabajadores y quienes se las ingenian dentro de la llamada economía informal. Ese podría haber sido el retrato hablado, no tan bucólico pero sí realista, de cómo se vivía –o sobrevivía– ese 1 de octubre, fecha en que se festejó el Día del Niño.

Pero sobrevino el derrumbe, con su saldo de más de cien fallecidos-rescatados, y cerca de 600 soterrados, anónimos y silentes, cuyos deudos no tendrán el consuelo de una cruz o una lápida sobre su tumba.

Sí podrían tener un epitafio: aquí yacen las víctimas de un sistema social injusto, de una economía depredadora (de los seres humanos y su entorno natural), víctimas de gobernantes-políticos-negociantes que traicionaron sus obligaciones constitucionales.

La paradoja de El Cambray II es que, al sepultar a una comunidad popular, descubre y desnuda una realidad desastrosa. Denuncia a un régimen económico y social inviable, a un Estado fracasado en términos de su primera promesa constitucional, de organizarse “para proteger a la persona y a la familia; su fin supremo es la realización del bien común”.

Lo ocurrido en El Cambray II es la réplica, en las goteras de la metrópoli, del ecocidio de no hace muchos meses en el río La Pasión, en Petén. También es la réplica de la masacre en la Cumbre de Alaska, cuyo tercer aniversario luctuoso se cumplió el domingo 4 de octubre, y pasó silenciado por la conmoción nacional provocada por la tragedia de Santa Catarina Pinula.

Para donde se vea, en la geografía física y humana del país, en su historia mediata e inmediata, el panorama es el mismo: uno de desastre. Hacer frente a ese panorama debería ser, precisamente, la tarea del nuevo gobierno, al que se elegirá el 25 de octubre y asumirá el 14 de enero de 2016.

Más allá de preferencias y cálculos electorales, de las simpatías (o antipatías) personales, cabe señalar que antes que una presidenta o un presidente, el 25 de octubre estamos convocados para elegir un o una administradora del desastre.

Independientemente de quién “gane”, es indispensable que ambos, una y otro, tomen consciencia de la magnitud de este problema, llamado Guatemala.

Si esto no es así, si no calan a fondo en el compromiso político e institucional que asumen, podremos seguir con la incertidumbre de quién obtendrá más votos, pero tendremos la certeza de que perderemos todas y todos, perderá Guatemala.

Sí podrían tener un epitafio: aquí yacen las víctimas de un sistema social injusto, de una economía depredadora (de los seres humanos y su entorno natural), víctimas de gobernantes-políticos-negociantes que traicionaron sus obligaciones constitucionales.

Quienes hemos tenido, recientemente, la oportunidad de escuchar en corto al candidato y a la candidata a la presidencia, sabemos que ambos tienen la comprensión básica, elementalmente intuitiva, de que no tendrán una “luna de miel”, ni corta ni prolongada, con el electorado en caso de triunfar en las urnas.

Aunque no se correspondan con la realidad de la y el candidato, las expectativas de los ciudadanos movilizados por la indignación reciente son muy altas. Entre otras causas, porque hay una percepción extendida de que tocamos fondo.

Porque, a cada paso, se encuentran las huellas del desastre: en los hospitales desabastecidos, en los albergues para víctimas de la violencia clausurados, en la epidemia mortal de chikunguña, en las instituciones públicas desfinanciadas y al borde de la parálisis, en la recaudación tributaria derrumbada y un agujero fiscal de dimensiones desconocidas.

El futuro alcanzó a Guatemala, en primer lugar a quienes desean gobernarla. Qué se proponen hacer frente a la crisis y cómo piensan, no solamente administrarla, sino superarla, es algo situado aún en la nebulosa de una campaña electoral más bien insípida y vacía de contenidos.

Desde la ciudadanía crítica es lógico esperar de la y el candidato respuestas, o propuestas, para el momento desastroso que vive el país.

Lo peor, sin embargo, no sería que carezcan de ellas. Lo peor sería que no se estén haciendo las preguntas pertinentes al futuro que ya está aquí.

Edgar Celada Q.
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