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El final del futuro

Mario Roberto Morales

Si algo nos inculcó la modernidad fue la esperanza en un futuro mejor. Ya fuera por la vía capitalista que por la socialista. El capitalismo nos prometió un porvenir de comodidades sin fin y el socialismo una igualitaria sociedad pacífica, basada en la solidaridad y el amor. Ambos menús descalificaban a su contrario como el Mal y se asumían orondamente como el Bien. El “triunfo” del capitalismo sobre el socialismo en 1989, proclamó que los vencidos estaban equivocados e impuso la dictadura de la lógica del mercado para que rigiera no sólo los criterios de compra-venta, sino también los de la política, la ética, la cultura, el arte, la religión y la moral. Así, el sentido de la vida se circunscribió a “tener” y con ello se derrumbó el edificio espiritual que el propio capitalismo había construido en calidad de derechos humanos, ciudadanías críticas y edificación de un futuro mejor para las mayorías y no sólo para las élites. Por su parte, el socialismo insiste en no morir y en renovarse ante los apocalípticos resultados de esta pírrica –y evidentemente pasajera– victoria de la derecha.

Con la concentración globalizada de la riqueza en un 1 por ciento de la humanidad a partir del nuevo milenio, las mayorías quedaron a la intemperie y expuestas a la inseguridad física, mental y moral, volviéndose presas fáciles de mitos económicos, falsos profetas e iglesias regidas (de un lado) por la lógica gerencial corporativa y (del otro) por la tradición medieval que justifica el sufrimiento causado por las élites, prometiendo vida eterna feliz después de esta sufrida existencia efímera. Al lado de esto ha crecido un espiritualismo de manual que no sólo es absurdo por su eclecticismo inconexo y yuxtapuesto, sino por su función psicológica de paliativo conformista disfrazado de conocimiento trascendente.

Ante la certeza –pregonada oblicuamente por casi todos los medios masivos de comunicación– de que el futuro no es sino más de lo que ya tenemos en el presente, la humanidad ha sucumbido a la paralítica molicie del entretenimiento banal como única manera de emplear el tiempo libre, asumiendo resignadamente así el futuro como un alargado presente que no tiene un final que esté al alcance del conocimiento ni de la intuición. La esperanza fue desplazada por un realismo derrotado que acepta que no hay ya nada por qué luchar, pues las luchas por cambiar el mundo son inútiles y están condenadas al fracaso, dada la militarización de la vida civil y la sustitución de las garantías individuales por un aparato de seguridad que igual nos protege que nos mata. Y esto, según criterios legales secretos que funcionan como privilegio de élites. El futuro es pues el presente. Y ante esto no hay nada que hacer.

Como se sabe, el presente es de guerras, persecuciones, estafas políticas y religiosas, hostilidad discursiva, divisionismos raciales, culturales y generacionales. Todo, provocado por las élites que necesitan que las mayorías vivan y mueran siendo engranajes de un mecanismo de producción y consumo sin más horizonte que el de ampliar los márgenes de lucro de aquel 1 por ciento de la humanidad que posee el 80 por ciento de la riqueza mundial. Esa minoría tiene a la humanidad trabajando no para sí, sino para quienes integran esa élite situada más allá del bien y del mal, la cual dicta lo que deben hacer los Estados nacionales desde despachos en Wall Street y la City de Londres. Allí se decide el devenir del mundo mediante movimientos privados de capital financiero que causan periódicas crisis rentables. Este es el presente. Y según la lógica corporativa, también el futuro. Por eso, razona esta lógica, a las mayorías se les acabó el camino y no les queda sino divertirse in situ hasta morir.

Pero si las mayorías no pueden cambiar el mundo porque han sido castradas por sus consumos, una minoría pensante sí puede comprenderlo a fin de replantear su transformación. Comprender el mundo crítica y radicalmente, sí. Y a la vez crear el instrumento político para transformarlo. Hoy, no hay otra manera de resucitar el futuro ni de volver a darnos vida a nosotros mismos.

Ante la certeza –pregonada oblicuamente por casi todos los medios masivos de comunicación– de que el futuro no es sino más de lo que ya tenemos en el presente, la humanidad ha sucumbido a la paralítica molicie del entretenimiento banal como única manera de emplear el tiempo libre…

Fuente: [www.mariorobertomorales.info]

Narrativa y Ensayo publica este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.

Mario Roberto Morales
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