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Entrevista a Mario René Matute

Julio C. Palencia
Foto: Ricardo Ramirez Arriola

Mario Matute será intervenido quirúrgicamente este 14 de agosto. El 20 de este mismo mes sumará 81 años. «El Choco», como se le conoce entre sus amigos, ha sido testigo privilegiado de casi dos tercios del siglo XX guatemalteco. Poeta, autor de novelas y cuentos, es también viejo militante del Partido Guatemalteco del Trabajo y  perseguidor de sueños. Su vida, nos dice, va del dolor de la ciática hasta el silencio interrumpido por  amigos y amigas que le «untan pinceladas de fiesta a mi escondite».

 

Estás a punto de cumplir un año más.
Nací el 20 de agosto de 1932, si no se equivocó don Lucas T. Cojulún, en 2013 deberé alcanzar los primaverales 81 años de estar vivo en este mundo.

¿Cómo ves la vida, cómo te sentís en ella?
No tengo conciencia de haber solicitado que una fuerza o un ser superior me depositara en esta partícula del cosmos denominada Tierra. La casualidad y la causalidad, entiendo, funcionaron en un proceso más y resultó otro ser humano instalado en nuestro planeta. Aquí existí conforme las leyes materiales, naturales y sociales no llegaron a aniquilarme y me permitieron continuar con vida hasta el día de hoy. Considero que en absoluto ninguna conciencia auténtica puede comprender qué es la vida –se dan condiciones de múltiples orígenes que imponen formas relativamente determinadas de vida humana. Los moldes y ataduras que imponen a los individuos, los grupos y las clases a permanecer en sus respectivos lugares de existencia y de relación con los demás, parecen estar determinados por disposiciones añejas que llegan a apreciarse como inamovibles.

A mi me correspondió ir detectando cada vez a mayor profundidad la realidad de nuestra sociedad y tratar de organizar respuestas cada vez más consecuentes de algo que se fue formando en mi razón hasta constituir un sistema de valores –no autónomos sino afortunadamente compartidos–  que me permitieron buscar la ciencia, la verdad, la autenticidad, la solidaridad, el amor por el futuro, donde podrá esperarnos el ser humano pleno, siendo que a nosotros nos corresponde ir encontrando el camino hacia el mañana.

Ahí hierben mis impulsos más genuinos y, quizá por eso, ahora a los 80 mantengo la misma esperanza que tuve a los 20 años.

Vos sabés que traigo a la espalda un cacaxte con muchas anécdotas de atrevimientos, grandes luchas, derrotas, injusticias inéditas, casi increíbles, dolores emocionales, protestas, aventuras, ensayos cuasi lúdicos con el peligro, con el divertimiento –en tardes parranderas y hasta un poco peligrosamente alcohólicas– con los encuentros y desencuentros con un montón de hembras a quienes les gustó jugar conmigo. Además, me ha acompañado siempre una suerte de inseguridad  de poseer derecho a buscar un lugar en el tropel de «escritores» chapines.

En este momento me siento algo molesto  por las jodederas de la ciática y otras complicaciones orgánicas que obligaron a los médicos a modificar la fecha de la operación que se había programado para 16 de mayo. Ahora deberé esperar más exámenes preoperatorios, esperar la fecha que decidan los cirujanos y arreglar un chingo de asuntos que deberán garantizar que la intervención sucederá conforme la exigencias del hospital, que yo cuente con la plata suficiente para cubrir ciertos gastos necesarios, que los «cuidadores diurnos y nocturnos» durante mi estadía en el nosocomio es segura y que pese a las jodederas, los vaivenes, los emputamientos y el tiempo, todavía estoy vivo y que la ciática sigue jodiendo igual.

La ciática ha sido más que incomodidad. Es fuente de dolor, inmovilidad y aislamiento.
Todo estaba perfectamente organizado para que la operación se realizara el 16 de mayo. Mi ingreso al Instituto Nacional de Rehabilitación sería el día 15 a las 10 de la mañana, me acompañarían Olga Marina Iriarte, la madre de mis hijos, y Carmen Margarita Matute Monzón, mi hermana de padre con quien tenemos mucho en común y nos queremos mucho desde su niñez.

Una infeccionsita renal -como dijo una doctora de Instituto–  impidió la operación y está obligando a una nueva planificación sin que hasta hoy se haya fijado ninguna nueva fecha.

Se trata de una intervención, seguramente en las vértebras lumbares por donde sale el nervio ciático con el objeto de acomodarlo y arreglar el cojín intervertebral para librarme del dolor y la pérdida de energía en ambas piernas, especialmente en la izquierda, salvándome así de la condenada ciática que, aunque comenzó a aparecer débilmente hace unos 10 o 12 años, sólo se manifestó con síntomas cada vez más fuertes hace unos 3 o 4 años. No se trata de un padecimiento crónico y yo estoy cierto de que la operación me va a librar de ella.

Me ha acompañado siempre una suerte de inseguridad  de poseer derecho a buscar un lugar en el tropel de «escritores» chapines.

La enfermedad me causa una disminución implacable de independencia, la sensación física y emocional de percibirse enfermo, más incapaz, con dolores y modificaciones patológicas en varias manifestaciones y necesidades motrices incómodas y a veces ingratas. Con todo no me producen protestas descontroladas ni oleadas de furia. He conservado un nivel de serenidad y de aceptación con la certeza de que se irá encontrando el alivio y la mejoría. Me siento paciente sin llegar a la resignación  mística.

Si no me equivoco, Jimena falleció hace cuatro años, ¿cómo lidiás con su ausencia?
Jimena se apagó el 26 de octubre de 2008 en el Instituto Nacional de Rehabilitación en el D. F. de México,  a eso de las 17 horas, precisamente en el momento en el que Iván González, mi único acompañante desde el día anterior, y yo, salíamos para que él almorzara en un restaurante próximo al hospital. Yo, percibiendo el hundimiento irreversible de Jimena en el silencio eterno, no podía ni deseaba comer nada. En el restaurante únicamente solicité 2 tragos dobles de tequila. Volvimos a nuestra guardia en unos 40 minutos pero Jimena ya no estaba en su cama, su cuerpo lo ingresaron a otro apartado del edificio, seguramente para los recién fallecidos.

Un médico nos explicó, junto a la cama vacía, como un paro respiratorio y, seguramente un infarto cardíaco inmediato, habían sellado el final de la existencia de la enferma.

Yo escuché en una inamovilidad pétrea de mi ser aquella sentencia cumplida e inamovible, deseando saber hacia qué rincón de una vida vacía iniciaba mi desplazamiento integral en aquel momento.

Es quizá adecuado contar como, desde diferentes interlocutores, yo conocía hacía años algunos datos en torno a ella –a Jimena– refiriéndose siempre a Olguita, ya que Jimena fue un sobrenombre cariñoso que algunos compañeros de estudios –no sé si en Guatemala o en Moscú, le adjudicaron para no decirle simplemente «La Jiménez».

Ella se llamó, conforme a todos sus documentos, desde el Acta de Nacimiento hasta la de defunción, Olga Herminia Jiménez Muñóz, pero una gran parte de conocidos, allegados, compañeros y hasta grandes amigos, sólo conocieron el nombre de Jimena, que a ella le agradó siempre, por lo que yo la invitaba sarcásticamente alegre a que firmara todo sólo con ese nombre.

Conocí, siempre en actividades políticas, a su hermana Dina y a su papá, un dirigente magisterial de gran valentía y talento ideológico. Luego, en una actividad organizada por la Unión Mundial de la Juventud y los estudiantes, donde participé como miembro de la Juventud Patriótica del Trabajo (JPT), encontré en el Festival de Sofía, Bulgaria y luego en Moscú, a un buen número de jóvenes guatemaltecos de ambos sexos, que traían constantemente a sus diálogos y exposiciones el nombre de «Olguita»,  invariablemente con expresiones de amistad y admiración por sus alcances como estudiante e intelectual revolucionaria.

Todos querían que yo la conociera.

Era cuestión de uno o dos días, quizá de horas para que ella estuviera nuevamente en Moscú. Pero un fenómeno contundente modificó súbitamente el funcionamiento, la organización y hasta los proyectos de todo aquel marco político-social alegre y juvenil en que nos encontrábamos. Los mensajes de sorpresa que comenzaron a cuajar de interrogaciones las comunicaciones de todo tipo, se revelaron con plenitud en las noticias de radio y prensa escrita: «El ejército soviético impidió que un complot anticomunista tomara el poder en Praga». Mi boleto aéreo era precisamente a Checoslovaquia, pero los responsables de toda la papelería de los visitantes extranjeros nos llamaron a una reunión inmediata y nos informaron que ya no habría vuelo a Praga, que nosotros, 3 chapines que estábamos en Moscú, saldríamos esa tarde rumbo a París y luego a España y de ahí a México.

Así que salí de la Unión Soviética sin conocer a Olguita. Dos médicos guatemaltecos, que estaban en otro grupo de visitantes, me contaron algunos meses después ya en Guatemala, que ellos sí la había conocido y que había llegado al hotel donde estábamos, unos 10 minutos después de que yo había salido rumbo al aeropuerto.

Unos 2 años después, cuando recién nos habíamos conocido, me refirió que ella volvía de Alemania, con una suerte de desgajamiento voluntario, porque se trató del «último encuentro» con Rainer, su novio en aquel momento, ya que él tenía la decisión de participar en la construcción del socialismo real en Alemania y ella estaba decidida a venir a Guatemala a ser útil en el movimiento de transformación revolucionaria que el partido comunista y sus aliados proyectaban para un futuro relativamente inmediato.

Nos encontramos en una esquina temporal maravillosa para reunir nuestras soledades y nuestras tristezas. Quizá nuestros dolores y amarguras, dejando que en aquel bisel de ese común espejo se deslizaran nuestras esperanzas, nuestros ensueños y nuestras decisiones ideológicas en un ensamble casi poético, por el logro de una ética auténticamente humana hacia el futuro. Nos hundimos fraternalmente en aquel espejo profundo. Sin versitos gastados de ningún romanticismo adolescente y menos aún de alguna maloliente y ridícula estupidez de telenovela.

No fue necesario ningún verso romántico al oído ni tampoco el robo de un beso. Estábamos juntos, en el mismo espacio que los relojes y la sangre contaban a gotas sobre el transcurrir de aquel momento. Nuestra unidad surgió casi sin palabras, ni robo de besos, ni retozos emocionantes de caricias. Juntó nuestra amargura, nuestra soledad y nuestra incertidumbre y se hizo una sola nuestra ternura, nuestra razón en el futuro y nuestro gozo íntimo y público de sabernos auténtica y esencialmente REVOLUCIONARIOS.

Jimena se apagó el 26 de octubre de 2008 después de una enfermedad de varios años que fue destruyendo aceleradamente su organismo. La diabetes fue afectando progresivamente el funcionamiento de varios órganos hasta producir una cirrosis hepática profundamente destructiva. Aquel cuadro patológico cada vez más acentuado constituyó para mi un desgarre emocional doloroso al comprobar cotidianamente su empeoramiento y la sensación inevitable y progresiva de que el final se revelaba con su mueca de agonía en el transcurrir de los días y las horas.

Retomando Praga, aquella situación afectó muchos proyectos de movilización de muchos viajeros que nos encontrábamos en Rusia en aquel momento. Tres guatemaltecos, una compañera, un compañero y yo, habíamos planificado dejar Moscú en unos 2 día más y volar a Praga y permanecer una semana en aquella ciudad, para luego volar a París y de ahí a Madrid, luego a  la Habana y después a México y por último a Guatemala. Nuestros pasaportes y nuestros boletos debimos entregarlos a una oficina especial del Partido Comunista soviético donde permanecieron desde nuestro ingreso a aquel país y nos deberían ser devueltos en el momento de nuestra partida y así fue pero los boletos fueron cambiados por otros, de modo que debíamos salir esa misma tarde y volar a Islandia donde estaríamos dos días para luego abordar un vuelo a París y de ahí a Madrid, después de unos 5 días a Caracas y sólo en unas 3 ó 4 horas, a México y después a Guatemala.

Varios chapines nos reunimos en el lobby del hotel un rato antes de nuestra salida. Estuvieron también compatriotas de otros grupos y dos médicos que llegaron con nosotros pero volarían al día siguiente, uno de ellos fue Carlos a quien apodábamos (Chamorro) y otro de apellido Muníz a quien asesinó el grupo criminal llamado «La Mano Blanca» unos 2 años después, arrancándole las manos para recordar, de manera demencial, su prestigio como cirujano. También llegaron a despedirnos varios estudiantes de diversas carreras y algunas amigas, entre ellas una hija de Poncho Bauer Paiz y Amparito Santiago, que estudió historia. Todos se lamentaban del retraso de Olguita, que ese día había retornado de Alemania. Nosotros nos despedimos y salimos puntualmente rumbo al aeropuerto sin haber conocido a Olguita, a quien yo conocería unos 2 años después cuando ella recién había llegado a Guatemala y a quien todos comenzaron a llamarle «Jimena» por su apellido Jiménez.

Me la presentó vía telefónica nuestra amiga común Amparito, y así concertamos su llegada para el día siguiente a las 10 de la mañana a mi lugar de trabajo, el Comité Pro-Ciegos. Fue muy puntual, escuché sus pasos acercándose por el largo corredor y nuestras manos se encontraron y así se abrieron inicialmente nuestros dos pechos dolientes y lastimados por diferentes razones y con una profunda necesidad de encontrar compañía en nuestra soledad.

El diálogo de nuestros sufrimientos sin palabras nos unió desde aquel momento, siendo que comenzamos a realizarnos con un afecto mutuo que devino en necesidad creativa progresivamente saludable y firme. Quizá por esa comprensión y entusiasmo redivivos en ambos, no fue necesario nada parecido a expresiones líricas o meras manifestaciones romanticonas.

En nuestros encuentros hubo alegría, salud y vitalidad esperanzada. Estábamos reconstruyendo dulcemente  nuestras vidas y eso fue hermoso y a veces  mágico o mansamente embrujante.

Yo había querido librarme del desgajamiento rotundo que me significó el divorcio de mi primera esposa y de la separación física de mis hijos, ensayando un caricaturesco amasiato con una hembra coqueta y medio desenfrenada que como sus primeras manifestaciones amorosas, me informaba con puntos y comas, de sus revolcones con otros hombres como grandes aventuras y con afán de demostrarme su liberalismo y su dominio sobre mis reflexiones de compartimiento del placer amoroso con auténtico afecto y respeto mutuo. Aquella dama se complacía diciéndome que ella era una mujer vulgar y que le gustaba acostarse con cualquiera que la deseara. De ese modo llegó a tener relaciones con mi gran amigo Rodolfo con quien se emborracharon para ir a parar luego a una pensión en el centro de la ciudad.

Yo deseaba borrar aquel capítulo de atropellos y sin sentidos y la presencia de Jimena me limpió de esas manchas vergonzosas de mi existencia.

Me he extendido en la significación que ha tenido para mi el deceso de Jimena. Quizá pueda sonar como una reiteración –igual que los dobles puntuales y formalmente idénticos desde el campanario cuando los bronces melancólicos evocan sobre todo el barrio el nombre y la figura de un difunto– pero debo insistir con toda honradez que frecuentemente a medio sueño me he despertado con la desconcertante sensación de que una mitad de mi ser se ha esfumado, se ha perdido o quizá se prendió a las cenizas de Jimena y se hundió en el lago de Atitlán cuando fuimos a depositarlas ahí.

Así, con ese desajuste o desequilibrio emocional debo sentir la noche arrastrándose sobre mi quietud y mi silencio, rasgado permanentemente por sierras audibles de motores que circulan allá abajo en las calles cercanas.

Cuando el sueño de Jimena movía rítmica y amablemente la tierna atmósfera de esta habitación, yo enchufaba un audífono a mi radio de bolsillo o me lo llevaba muy cuidadosamente al otro cuarto para ponerlo en la computadora, así escuchaba noticias o trabajaba silenciosamente en algo que debía escuchar o debía redactar. Generalmente eran las 5:30 del amanecer
los sonidos y ruidos del tránsito se iban haciendo más intensos y múltiples, así continúan ahora pero el sueño de Jimena ya no mece el calor de nuestro dormitorio y algo indefinido me hace verme incompleto, como si un vacío pesado me rodeara la conciencia y me cayera a lo largo de todo el cuerpo.

…frecuentemente a medio sueño me he despertado con la desconcertante sensación de que una mitad de mi ser se ha esfumado, se ha perdido o quizá se prendió a las cenizas de Jimena y se hundió en el lago de Atitlán cuando fuimos a depositarlas ahí.

¿La soledad, cómo te va con esa señora tiránica?
La soledad no constituye una categoría unívoca e inamovible. Puede proceder de una escala inagotable de causas y desarrollarse o debilitarse, transformarse o mantenerse rígida respondiendo a condicionamientos objetivos externos o a condicionamientos subjetivos internos. Su esencia, siendo inequívocamente percibida y vivenciada por quien la experimenta, puede deslizarse desde el terror, la amargura y la angustia, hasta la serenidad profunda, una quietud edulcorada o una suerte de festival entusiasta y triunfal al tocar el gozo de la creatividad y la maravilla del descubrimiento de ideas, armonías verbales y lógicas inéditas o el simple tacto de la poesía o la sabiduría en novedosos ordenamientos de la mente y las emociones.

Con la ausencia de Jimena me ha correspondido transitar por diferentes episodios de esta extensa y abigarrada situación humana.

No se trata de un trapecio que porte la conciencia  de uno a otro extremo. Mas bien la soledad la he ido viviendo como una situación necesaria –inevitable– cuyos rasgos dominantes le imprimen  una estructura emocional (espiritualista dirían los idealistas) que ha llegado a hundirse en  la impotencia, la quietud casi patológica y la indiferencia tendiente a la autodestrucción mental y orgánica, así como el ascenso paulatino hacia la búsqueda de un contacto cada vez más saludable terapéutico con la realidad y con las mismas actitudes y concepciones ideológicas que reorganizan poco a poco, respuestas más constructivas, regenerativas y auténticas de lo que ha sido mi personalidad.

Mi soledad no es la del extraviado en la selva ni la del prisionero mortificado por imposición violenta y amenazante a sufrir el dolor, el terror, el silencio, al ir pidiendo en la práctica toda posibilidad de salvación.

Algunas veces navegué con Jimena en una balsa de silencio sobre un oleaje con paz y ternura que nos otorgaba el calor común, las respiración delicadamente rítmica y el semisueño con su oleaje lento,  a ratos elevado y la lejanía inconmensurable que extendía la alcoba con sus 4 paredes y su diminuta atmósfera al universo a donde nos portaba.

Ahora la soledad puede ser brutal o loca y la balsa se vuelca contra la pared y la razón carece de razón para organizar un oleaje tranquilo en todo el océano ilimitado donde reposa el sueño.

Sé que una contraalmirante de muslos sonrosados, tetas atrasivas contra la chaqueta y una voz y olor de mujer amorosa  y viva, puede venir a librarme de cualquier deterioro. Es obligado luchar contra las patologías y contra la edad, pero la fantasía se hace muelle a donde cualquier navegante con fragancia femenina puede venir a fijar sus anclas.

¿Como te sentís con los amigos, como te sentís con la familia?
En la soledad se yerguen las  ausencias. La soledad posee infinidad de flancos y en muchos de ellos penden, como fotografías o sujetos en movimiento, con fechas, emociones añejas –y siempre vivas, los amigos, las amigas con retazos de sueños y quimeras con el olor inconfundible de la existencia presente. Evoco a compañeros, amigos perennes o transitorios.  Es dulce amamantar esos recuerdos aunque la ausencia los cubra a todos como una enorme campana transparente y sin sonido.

Muchos camaradas marcaron con fuego esperanzado esta soledad y aquí permanecen sus nombres, sus gestos, sus voces y sus señales de futuro, dentro de esta campana transparente y sin tañidos.

Otros nombres y otras voces continúan arrimándose a mi quietud y a mi silencio por teléfono o por mensajes electrónicos y le untan pinceladas de fiesta a mi escondite.

Varios de aquellos personajes, hombres y mujeres, funcionaron durante distintas épocas como si fuesen exactamente integrantes de mi familia. El proceso permanente de transformación de todo lo existente modificó aquellas relaciones: quienes se alejaron, quienes buscaron otros techos, otras regiones u otros países, a quienes se les acabó la vida y quienes se ocultaron de nuestra presencia.

A mi me correspondió asomarme a este mundo en una familia perfectamente articulada y funcional. Fuimos 5 hermanos de padre y madre y después, por naturales descarrilamientos del viejo, se sumaron otros 2 hermanos sólo de padre. Los 5 hermanos de la familia central fuimos: Ana María, Mario René, José Arturo, Augusto Salvador y Carlos Raúl, todos Matute García-Salas, la hermana que nació en otro rancho se llama Carmen Margarita Matute Monzón y el segundo hermano venido de un tercer rancho, es Jorge Arturo Matute Flores.

Desde niño fui –como decimos– «amiguero». De hecho, la casa nuestra, la familia, fueron amigueras. Mis padres eran jóvenes y cada uno de ellos en su espacio habitual estableció un grupo de amistades, desde transitorias hasta muy estrechas y permanentes. Mi mamá –doña Romelita– con varias vecinas del barrio y antiguas conocidas desde la infancia o la adolescencia. Mi padre, don Arturo o don Arturito, también con amigos conocidos desde años atrás o con compañeros de trabajo, especialmente en la farmacia donde trabajó durante algunas décadas.

Siempre hubo visitantes y frecuentemente familias completas y en aquella fraternal caravana de amistades y parientes, era muy fácil encender el entusiasmo para organizar ratos recreativos, algún almuerzo grupal o alegres fiestas colectivas en las que no faltaban los chistes, a veces canciones y cuando lo hubo radio y pronto tocadiscos, un poco de baile. Siempre estuvieron presentes la música, el buen humor, los chistes, los licores y las boquitas o la buena comida.

Aquella casa grande, con un jardín frontal y un huerto trasero con plantas, árboles y, durante algún tiempo, con un gallinero que en ocasiones llegó a tener patos y chompipes por breves lapsos, lo que era maravilloso, sobre todo para nosotros que éramos niños. Cotidianamente aquel ambiente estaba lleno de patojos, compañeros del colegio o amigos del barrio. Durante la adolescencia aquellos hábitos sociales, recreativos y de lectura y estudio, continuaron funcionando con el mismo vigor, aunque con una cierta selectividad necesaria porque, por ejemplo durante mi permanencia en la Escuela Normal, se nucleó en mi entorno un grupo de muy cumplidos estudiantes y todos buenos lectores –algunos excelentes– al punto que de  ahí salieron dos locutores de primera línea, Víctor Hugo de León y mi hermano Arturo, quien ya estaba acostumbrado a leerme desde niño, frecuentemente encaramados en los árboles el «sitio» o huerto de la casa.

Mi ingreso a la Universidad de San Carlos significó una de las pruebas más amenazantes y destructivas en mi vida, mas ahí también el poderío ético, ideológico y humano de la amistad, me permitió llegar al triunfo sobre la injusticia, la amenaza y la discriminación. En aquella prueba conseguí más amigos y esa decisión, vital para mí, se mantendrá hasta en mis cenizas después que me incineren al final de mi existencia.

A la «Cómo me siento con la familia…» podría responder escuetamente que «¡Muy bien!» y se acabó. Empero, juzgo objetivo, necesario e imprescindible, explicar brevemente quienes integran mi familia, como está estructurada y de qué manera se ha desarrollado el contacto y las vivencias «colectivas» con todos los miembros de esa unidad social de nuestro país.

Propiamente mi familia biológica se reduce a mis 2 hermanas, Ana María y Carmen Margarita,  mis 3 hermanos, José Arturo, –que vive en Chile hace unos 30 años– Augusto Salvador y Jorge Arturo. De ellos, Ana María, José Arturo y Augusto Salvador, son hermanos de padre y madre conmigo, mientras que Carmen Margarita y Jorge Arturo son solamente de padre, siendo que cada uno de ellos vino de diferentes mamás. Así, Carmen Margarita es Matute Monzón y Jorge Arturo es Matute Flores, en tanto que los demás hermanos fuimos Matute García-Salas –fuimos 5 hermanos pero el menor, Carlos Raúl (el Choroni) falleció a causa de una enfermedad renal crónica que lo castigó desde muy niño y, aunque él consiguió domeñar un poco aquella situación patológica hasta graduarse en una carrera pedagógica en la Universidad de San Carlos y casarse  y adoptar a un par de gemelas, las embestidas destructoras de aquella patología consiguieron terminar con su vida cuando tenía quizá unos 50 años. Yo contraje matrimonio con Olga Marina Iriarte en 1958 con quien procreamos 3 hijos de los cuales viven Ilonka Ixmucané y Luis Armando Pável. La primera tiene 2 hijos, Pável Gerardo y Olga Ilonka –conocida por todo el mundo como «la Meque»; Pável tiene 3 hijos: Nora Ilonka «la Nanita», Raisa Alejandra y Pável Mario René.

El mayor de los 3 hijos que procreamos con Olga Marina Iriarte, Mario René,  fue asesinado el 17 de julio de 1980 a las 7 de la mañana frente a la casa de la abuela en la colonia 20 de Octubre,  por dos sicarios de uno de los grupos paramilitares que utilizó el terrorismo de Estado desde el gobierno de Lucas García. Mario René contaba 21 años y cursaba el tercer grado en la facultad de medicina de la Universidad de San Carlos y se destacó como deportista, excelente estudiante y líder juvenil  La desventurada noticia me llegó a mí poco antes de las 12 de la mañana de aquel día a Costa Rica, a donde yo llegué desde el 15 de mayo de aquel año considerando que una vez pudiera localizar a Olga Herminia «Jimena» –mi segunda esposa– planificaríamos unas semanas fuera de nuestro país para volver de nuevo a aquel hervidero de muerte y espanto que continúa llamándose Guatemala, aunque era ya entonces Guatemalísima.

Mario René, cuyo sobrenombre familiar fue siempre el de «Tutuy» murió sin casarse y sin dejarme ningún nieto. Ilonka y Pável luego del asesinato del hermano fueron a refugiarse a donde una tía hermana de Olga Marina, su mamá, en Miami. Yo los invité a venir conmigo a Costa Rica pero Pável prefirió retornar a Guate porque ahí estaba quien fue algún tiempo su novia y luego se matrimoniaron y continúan siendo pareja. Ilonka aceptó moverse a Costa Rica donde vivió conmigo unos 2 años porque yo tuve que moverme a México en abril de 1984 para reunirme ahí con Jimena y desde entonces permanecimos en el D.F.,   hasta que quedé solitario el 26 de Octubre de 2008 cuando Jimena falleció y debí quedarme existiendo sin compañía.

Así que mi primera familia personal la concertamos con la entonces belemita, Olga Marina Iriarte. Vivimos algunos años en un departamento que yo construí junto al feliz huerto atrás de la casa de mis papás. Después, con ahorros y suertazos en mis tareas de propaganda comercial, conseguimos construir una bonita y acogedora casa.

Se decidió el divorcio producido fundamentalmente por causas irracionales y perversas que cabalgaron en mi mente como jinetes destructores propiciados por voces que yo consideraba de auténticos camaradas pero que examinados en la objetividad de los hechos y del tiempo parecen más inducciones contrarrevolucionarias, incluso anticomunistas y morbosamente manipuladas. El desgaje espantoso que sufrí con aquella separación de Olga Marina y sobre todo de mis hijos, de la casa que siempre habíamos soñado, me castigó con alteraciones emocionales y orgánicas de gran escala, cuando debí trasladarme a la casa de mis papás para iniciar mi vida solitaria.

Mi situación de angustia y desequilibrio me llevó a un hospital del IGSS durante casi 15 días y hasta hubo propuestas de cardiólogos para efectuar una operación que, afortunadamente, ya no fue necesaria. Varios amigos fueron entonces de gran apoyo y significación terapéutica, en primer término mi primo, el médico Jorge Rolando Morales García-Salas.

La manía de agrupar amigos en mi entorno continuó entonces y continúa presente hasta el día de hoy.

Jorge Rodando todavía consiguió venir a estar conmigo a esta casa de Villa Coapa durante un mes, pero poco tiempo después, una embolia cerebral terminó con su existencia en un hospital del Seguro Social en Guatemala. Sé que en Guatemala aún tengo primos y primas pero ninguno de ellos mantiene una relación permanente ni funcional conmigo, así que, aunque me agrada mucho saber de ellos ocasionalmente y me encantaría establecer algún vínculo permanente con cualquiera de ellos, los percibo un poco extraños aunque porten apellidos que nuestro clan y algunos sigan siendo auténticos «Matutes».

Cuando he ido a Guatemala las últimas veces, he tenido que vivir largos días en mayor soledad que aquí en México, aún estando en casa de Ilonka.

Con Jimena nos casamos en diciembre de 1972 y con ello satisfacíamos el prospecto moral de algunas inquietudes, especialmente de la mamá de Jimena y nosotros entrábamos al movimiento crítico y chismorrero de nuestra clase media, incluyendo los grupos universitarios, y le dábamos cierto vigor legal a nuestra participación en las instancias laborales, educativas e, incluso, políticas (del partido también). El arrastre de amigos y camaradas fue torrencial, no tanto al purrún del casorio, como a las tenidas que comenzaron a producirse en nuestro departamento del Cielito, a donde llegamos poco tiempo después. La amistad hervía en nuestro entorno y a mi me alimentaba las mejores emociones.

Tuvimos que «huir de la muerte» y venimos a dar a México.

Vivimos unos pocos meses cerca al metro Santa Anita, después nos trasladamos a una casa próxima al metro Taxqueña y por fin, nos decidimos a comprar este departamento en el que continúo viviendo en Villa Coapa, contiguo ya a Xochimilco, al sur del D.F. Aquí, en un cuarto nivel, con 54 escalones necesarios para alcanzar nuestra puerta, sin ascensor… comenzamos a construir nuestro futuro revolucionario Jimena y yo, desde 1986.

Aquí en este rincón se realizaron excelentes reuniones sociales y otras de mero contenido político, promisorias programaciones estratégicas y una permanente vigilancia por el progreso de la Revolución en Guatemala. Esas actividades y el fervor de aquellos hechos, convocó permanentemente a una gran cantidad de amigos –que pudieron ser de muchos niveles, desde los más leales como los que llegaron al sacrificio de sus vidas como Silvia y Marcial, hasta curiosos o espiones mal intencionados.

Extraño tremendamente a aquellos auténticos amigos y camaradas que integraron esa tropa de «bienvenidos» a esta casa, y repudio con asco y amargura a aquellos que lejos de toda ética nos golpearon moralmente, nos amenazaron y nos llegaron a «asaltar» –todavía en nombre del partido.

Existen muchos amigos auténticos que por razones inevitables han disminuido o incluso han tenido que suspender sus visitas a este recinto, pero ellos permanecen presentes en mi fraternidad y mi pensamiento. Hay otros sujetos que llegaron a ROBARNOS buen dinero en un asalto con amenaza de expulsarme del partido, que no fueron nunca amigos y menos camaradas, como el propio Secretario General último, Ricardo Rosales Román, que por medio de  un militante que le servía de comunicador, Güilson Romero, me amenazó de expulsión si no le entregaba 4800 dólares ganados por mí gracias a un trabajo contratado por medio del Consejo Superior Universitario Centroamericano en Costa Rica, los había ganado con toda legalidad y sin compromisos partidarios ya que, mientras estuve viviendo en aquel país –4 años–  no recibí una sola visita de nadie del partido, y así ni supieron oficialmente cómo vivía ni de qué vivía en ese tiempo.

Yo a Ricardo lo consideré hace muchos años como un verdadero amigo, ahora se que es un ladrón sin ninguna ética, capaz de arrebatarme esos dólares y hasta una silla que sacó de un departamento que rentábamos con Jimena cerca de Taxqueña, una silla, creyendo que yo no me daba cuenta porque no lo veía, le dio la orden al compañero que le manejaba el carro en que llegó, que la bajara y se despidió hipócritamente, ¡como si no estuviera hueviándose  la silla¡ Después, el chipotazo fue de 4800 dólares. Me los sacó amenazándome de expulsión porque, siendo Jimena miembro de la Comisión Política, nadie se explicaría cómo podía continuar viviendo con un expulsado del partido, sobre todo con los argumentos que hubiera inventado Ricardo para justificar mi expulsión.

Así, mi distinguido Julio, hubo amistades que se murieron por corruptas y criminales y hay otra muchas que ya no están porque sus portadores fueron víctimas de la criminalidad de las clases dominantes y del ejército de Guatemala. Se mantienen muy pocos amigos leales y afectuosos, extraño a muchos que las condiciones materiales los obligan a permanecer lejos o ya no aparecerse, a quienes se comunican conmigo, aunque sea solamente por correos electrónicos, teléfono o recados a través de otros cuates, los sigo queriendo y siguen siendo amigos. Dos de ellos son especialmente leales y constantes: Iván González y la gran amiga Josefina Mora.

Debo explicar que el exilio no permitió que mis nietos gozaran al abuelo personalmente, los conocí hasta que ya eran adolescentes y nunca he convivido más de dos semanas con ellos. De todas formas, mi relación con mis hijos, incluso con Olga Marina, que ya solamente continúa siendo  mi gran cuata, es muy satisfactoria.

¿Cómo te pareció la condena y posterior tragicomedia de Efraín Ríos Montt?
La condena me pareció  justa, oportuna y necesaria. Fue, por la decisión de la jueza y sus colaboradores, una acción plausible y ejemplar. La intromisión ilegal de la Corte de Constitucionalidad y el hecho de que su propuesta de anular todo lo actuado en ese juicio desde abril a mayo se acepte como un veredicto de la Corte Suprema de Justicia constituyó una maniobra anticonstitucional inaceptable, de mañosería politiquera para tratar de librar al general criminal del merecido castigo que la sociedad y la historia reclaman con pleno derecho jurídico y ético.

Ya sabemos la evolución de esta vergüenza hasta el día de hoy y ya sabemos el tipo de sociedad que es la guatemalteca.

Guatemala, ¿cómo ves lo que queda de país?
La experiencia de un despertar repleto de promesas, esperanzas y maravillas, percibiendo como la colectividad se desperezaba de una pesadilla brutal que desde mucho tiempo atrás había cuajado su terrorismo, su violencia y su odio en las acciones de la vida cotidiana y en la conciencia colectiva y los tímidos sentimientos grupales e individuales, tenía un aliento poderoso casi como de resurrección. Yo viví aquella «Primavera de la Democracia» durante mi adolescencia. Cuando se dio la envestida contrarrevolucionaria orquestada por los equipos de mayor calado de los estrategas del imperialismo en 1954, yo tenía 22 años.

Pese a  que una gran cantidad de dirigentes tuvieron que irse al exilio, muchos jóvenes consideraban que la «reconstrucción» de las conquistas, de la organización y el restablecimiento de las instituciones de moral revolucionaria sería un asunto de muy pocos años.

Muchos deseaban que la lucha armada se organizara  a toda prisa. La corriente en pro de esos postulados era la más numerosa y la más activa. Se perfilaron varias propuestas  de enfrentamiento violento contra las dictaduras militares mientras los años transcurrían y la oligarquía guatemalteca, amalgamada en el accionar de las grandes oligarquías transnacionales, perfeccionaba su dominio político y social sobre los diferentes grupos de la masa campesina y urbana de todo el país.

El triunfo de la revolución cubana insufló mucho mayor vigor y certidumbre a la convicción de que el momento de la guerra revolucionaria estaba presente. En el PGT no había una convicción tan absoluta ni tan decisoria respecto a decidir la lucha armada como una solución absoluta y definitiva, pero como aún dentro del partido había muchos militantes que apoyaban ese criterio y las otras organizaciones revolucionarias estaban ya accionando con esa estrategia y esas tácticas, fue obligado aceptar una participación real y decidida en esa misma fórmula de lucha.

Se produjeron muchísimas acciones heroicas, enormes sacrificios y muestras enormes de inteligencia, audacia y resistencia, pero al final, la lucha armada se perdió y hubo que firmar un compromiso de paz con el ejército.

Entre tanto, en Guatemala como en muchos otros países, el capitalismo desarrollaba muchas de sus formas actuales de ganar dinero y poder. La descomposición social permite y desarrolla el surgimiento y la existencia de grupos perfectamente organizados que utilizan cualquier tipo de delincuencia para dominar y someter a sus víctimas, utilizando en primer término el terrorismo en todas sus forma y para colectivizarlo cada vez con mayor profundidad.

Así, la Guatemala que yo viví en mi niñez, mi adolescencia, mi juventud y varios años de mi madurez, ahora puedo asegurar que ya no está, que la sangre y el miedo la licuaron en lágrimas y mocos del sufrimiento silente y la escurrieron por un desagüe que cae en el océano muerto del olvido social.

Guatemala fue dejando de ser aceleradamente aquel país que, aún trabado en el poder de instituciones añejas y oxidadas de dominación y control, se nos revelaba en la perspectiva de nuestro próximo futuro, como una posibilidad real de transformaciones progresistas que en el espejo de nuestra utopía revolucionaria, constituía un baluarte de posibilidades concretas –quizá no demasiado inmediatas en el tiempo, pero factibles de alcanzar pese  a los enormes sacrificios y sufrimientos colectivos.

La decisión, la valentía y el vigor de muchos individuos y grupos, especialmente juveniles, mantiene su esperanza en el espejo existencia sostenido en el mañana, donde aún permanece viva una utopía real de una sociedad menos destruida, menos hundida en el terror y mucho más capaz de construir la equidad, el auténtico respeto a los derechos humanos y un equilibrio socio-económico real y consistente. Yo comparto ese anhelo, aunque sé que lo me resta de vida para seguir modelando sueños y amarguras en este mundo ya es muy breve y por ello, no alcanzaré a tocar la realidad de aquellas maravillosas transformaciones.

Amo a mi país, amo su futuro y sus sueños, amo su dolor de tantos siglos. Sé que de la Guatemala actual, despedazada, sangrante, hundida en su terror condicionado desde  la mentalidad más retrógrada del ejército y de toda esa filtración organizada de la delincuencia en todas sus manifestaciones actuales, tendrá que producirse una transformación saludable y auténticamente humana, cada vez más afirmada en una ética materialista dialéctica definitiva y global. Por ahora sólo la espera y la colaboración leal a esas quimeras inevitables constituyen algo esencial en este transcurrir de este tiempo viejo, cansado y hasta enfermo en el que caen los días sobre mi existencia.

Amo a mi país, amo su futuro y sus sueños, amo su dolor de tantos siglos.

¿Te sentís cercano a la poesía en estos momentos?
Sí, nunca dejo de percibirme próximo a la poesía. A ratos, hundido en ella, porque la poesía es una maravillosa vinculación con la realidad que nos permite a quienes necesitamos utilizarla permanentemente refugiarnos en su magia profunda. Mas, sentir, vivir la poesía, no significa necesariamente, poder expresarla permanente o cotidianamente. El impulso creativo que nos conduce a dejar algún testimonio de aquella vivencia, se ve constantemente acorralado, sujetado o desactivado por la fuerza destructiva de sucesos y emociones que nos conducen a una praxis mecánica, insípida y hasta frustrante que impide de raíz el brote expresivo de la poesía.

¿Algún poeta preferido?
Es imposible definir cual es mi poeta preferido en estos momentos. Conozco muy pocas obras completas, conozco buenas partes de varias obras poéticas y conozco muy poco de otras. Además, la poesía se vive y todas sus expresiones constituyen elementos vivos que revelan alguna o algunas posibilidades de su universo casi infinito. En algunos momentos debo haberme sentido apasionado por algún creador de poesía, mas esa pasión se entremezcló siempre con la atracción y la emoción que me producían otros autores.

Además, mi paupérrimo conocimiento de la creación poética en español y nula en cualquier otro idioma, me reduce a la calidad de alguien semianalfabeto en el conocimiento de la vasta creación poética actual. En mi adolescencia vibraron mis cordajes más profundos con la poesía de Pablo Neruda, de Miguel Hernández y también con el eco de los románticos y los quejumbrosos y con los ardientes combativos y promisorios que deseaban una transformación social capaz de adueñarse de una ética real y constructiva para el género humano. Sólo para mencionar otro nombre que nos sacudió a mi hermano Arturo que fue quien me lo leyó y a mí, diré que ahí apareció desde mi adolescencia y sigue triufal entre los millares de grandes creadores en el mundo el nombre de ese negro fraterno, preciso y revolucionario que fue Nicolás Guillén.

Poetas guatemaltecos de gran valía los ha habido. Y lo poquísimo que conozco de la poesía actual en Guatemala expone una calidad de muy alto nivel que ojalá pueda difundirse adecuadamente por lo menos, en América latina.

¿De qué color son tus colores?
La pregunta acerca de los colores me sonó vacía o imposible de responder. Me preguntás ¿Cómo son tus colores…?
Te cuento que conocí sensorial y plenamente muchos colores y considero que la memoria conserva intactas esas percepciones. Los colores primarios y los secundarios nos decían desde párvulos y yo conocí muchos otros, con el resto todavía capaz de captarlos, muchísimas mezclas y expresiones de colores. Lo que está muy difícil de explicar cómo son esas vivencias tan subjetivas porque, que yo sepa, nadie ha conseguido ni conseguirá decir cómo son sus experiencias sensoriales, a no ser que se comparen con las que, supuestamente, son iguales o parecidas a las que el sujeto vive o ha vivido en el contacto con los estímulos que producen esas sensaciones: Si alguien no ha vivido esas experiencias sensoriales, y solamente las debe imaginar, es preciso sugerir que son «similares» a lo que él ha conocido empírica o existencialmente en su vida.

Por ejemplo, si un sujeto nunca ha vivido un contacto eléctrico en su manos, puede decírsele que es como si sintiera instantáneamente que la mano se le duerme», pero más brusco y violento. Ahora, ¿Cómo sugerir la esencia de un techo celeste sobre el mundo para explicar que esa es la experiencia de un cielo limpio, sin nubes,  como una plancha cóncava allá arriba, a mucha distancia de nuestro cuerpo, pero cuyo color es vivido por nuestro sistema óptico?

Los colores que guardo en mi memoria sensoemotiva son, considero, los que conocí –y fueron muchos– pero me siento incapaz de explicar su esencia o su contenido propiamente sensorial.

Si cuento que algunas veces en sueños, es decir, estando dormido, tengo representaciones de cosas y fenómenos donde se perciben «mis colores», que, creo, son los que mi memoria sensoemocional recuerda.

Después del tiempo que duró la enfermedad de Jimena –unos 3 años–  mi propio organismo respondió con una suerte que percibí durante muchos meses como el cansancio y la inutilidad de continuar viviendo. Entendía que entregarme al final porque la vida me hubiera deparado una situación tan compleja, dolorosa y casi solitaria, con la ausencia eterna de mi compañera de quimeras, sueños, esperanzas, afanes de lucha y esperanzas de triunfos y reivindicaciones colectivas e individuales, en mis cuerdas internas que nunca habían dejado de deslizar en mi conciencia los más claros arpegios de firmeza y esperanza, comenzaban a sonar una lastimera campanilla de derrota y paulatinamente se han ido recuperando mis respuestas orgánicas y de conciencia, templadas en el diapasón de una ideología materialista dialéctica que otorga la plenitud de una ética lo más justa y científica posible.

A la pregunta de cuales o como son mis colores, debo explicar lo siguiente: afortunadamente yo percibí, vivencié muchos colores cuando aun niño, poseía un resto visual suficiente para conocer, por ejemplo el arco iris y además la multitud de estímulos que mi mamá, consciente de que en unos años yo estaría totalmente ciego, me presentaba para que captara y guardara en mi cerebro todos los estímulos visuales que se produjeran en mi entorno. Vi un cielo estrellado, vi los nubarrones negros, mi los relámpagos de las tempestades, vi el reflector giratorio que funcionó muchos años en la Torre del Reformador, vi los uniformes de los soldados, vi la figura de mi padre y de muchas otras personas reflejadas en el espejo, el bigotito de él y el bigotón del abuelo, el pelo blanco de la Yaya –nuestra abuela, doña Lolita–. Hasta vi, teniendo yo unos 6 años, el calzón rosado de mi maestra de Párvulos, Amparito Mazariegos, gracias a a un remolino que, estando al medio del patiecito del colegio, le levantó la falda y el fustán hasta la cabeza.

Después del tiempo que duró la enfermedad de Jimena –unos 3 años–  mi propio organismo respondió con una suerte que percibí durante muchos meses como el cansancio y la inutilidad de continuar viviendo.

¿Qué opinas sobre la discriminación, especialmente la que has soportado de manera personal?
La discriminación social o cultural  –porque constituye un ingrediente a profundidad en nuestra sociedad, en nuestra cultura — yo la he tenido que vivenciar, que sufrir y que aguantar no sólo como individuo sino, absoluta y permanentemente, como sujeto integrado a diferentes sectores, niveles, grupos, clase y parte de una sociedad.

Prohibir acceso a lugares, actividades, comunicaciones, expresiones, relaciones, compromisos… con algunas prácticas consuetudinarias en sociedades con un capitalismo decadente y tremendamente deshumanizado que se entiesa en fórmulas de convivencia todavía semifeudales y pretende insertar prácticas desarrollistas y modernizantes a costa de mayor opresión económica para los trabajadores de todos los niveles y de la destrucción de costumbres y hábitos culturales añejos pero saludablemente más seguros y efectivos en las comunidades  rurales, especialmente las comunidades indias.

Yo pertenezco a una capa media urbana que no posee una fuerza económica decisoria y su energía política no cuenta ni con unidad ni con un procesamiento organizativo que garantice unidad y claridad de conciencia colectiva en cuanto a la necesidad de modificar los moldes de dominación y control que utilizan las grandes economías en comunidad con el Estado guatemalteco y que consigue así, mantener casi inamovibles las situaciones de comunicación y patológica superabundancia de riqueza y dominación, sobre la dominación y la práctica de un terrorismo brutal sobre la colectividad, diseñado en prácticas espectaculares que por su cotidianidad, se han convertido en elementos «casi naturales » de la conciencia colectiva. El terror ha dejado de ser en Guatemala susto y ahora funciona como un hábito permanente como un sentimiento natural e inamovible.

Yo estuve durante muchos años en la angustia y la incertidumbre de esa atmósfera emocional de aquella sociedad en sus capas medias, mas creo que aquellas minusvalías espirituales, digámosle así, no lograron hundirse en mi cerebro y necesité ganar mi libertad y mi equilibrio con la poesía, la amistad de algunos compañeros y mis sueños de futuro.

Guardo en un rincón de mi conciencia , a ratos irónico y despreocupado, algunos hechos que debí enfrentar, soportar y «superar» para continuar viviendo equilibradamente. Ahora los leo en mi registro temporal de viajero en el tiempo, como hechos insignificantes, pueriles, pero que cuando sucedieron me despertaron protesta y antojo de modificar aquellas manifestaciones de estupidez y discriminación con acciones decisivas. En aquella sociedad tan subdesarrollada, tan sometida a la brutalidad y la ausencia de inteligencia, aquellos pequeños hechos, en realidad, no constituyen nada tremendo, nada fuera de lugar ni tampoco son manifestaciones de injusticia ni de ofensa para nadie –según el veredicto espontáneo y casi global de nuestra sociedad.

La discriminación constituye una actitud  originada en una convicción ideológica profunda que percibe a la humanidad como una extensa colectividad integrada por clases, franjas o grupos con rasgos distintos de muy diferentes cualidades axiológicas cada uno. Las características de cada raza, el color de la piel, la vestimenta, el sonido de cada idioma o dialecto, las costumbre y hábitos de cada comunidad y los rasgos físicos y la forma de las relaciones así como las deformaciones y los defectos físicos o minusvalencias, permiten que unos grupos consideren «inferiores o superiores» a otros grupos. La posesión de riqueza, de autoridad y de fuerza, determinan esencial y formalmente el ordenamiento social y la valoración o infravaloración de cada grupo o clase en las comunidades humanas de todas dimensiones.

Afortunadamente durante mi niñez yo nunca me percaté que en verdad, conforme las apreciaciones objetivas médicas, el escaso resto visual que mantuve hasta cerca de los 12 años, me ubicaba lógica y decididamente como un niño ciego. Yo, entonces, pese a todas las evidencias y dificultades que vivía, consideraba ingenua o felizmente  –no se cual sea lo cierto– que yo solamente padecía de una molesta enfermedad ocular, creyendo que era suficiente, por el diminuto resto visual que tenía, para afirmar que yo no era ciego. Seguramente la normalidad del trato que mis padres y mis hermanos, así como los primos y amiguitos que jugaban conmigo, no me hacían sentir diferente y eso me mantuvo felizmente engañado. Mi madre me habló con dulzura de mi escasa visión y, cuando llegó a casa la noticia de que ya existía una escuela para ciegos en Guatemala, ella y mi papá me entusiasmaron para ir a terminar la primaria en esa escuela y así se hizo.

La escuela para ciegos se fundó por las muchachas guías y la población primera de estudiantes vino casi en su totalidad del asilo de inválidos. Era una población pobre, algunos llegaban descalzos a la escuela, pero yo me incorporé a esa nueva comunidad y ahí brotaron grandes y eternas amistades. Además, ya como miembro de aquella colectividad, recibí, padecí y me rebelé junto a los compañeros ante varias y constantes discriminaciones reales.

A los ciegos –entonces yo ya me sabía ciego– no nos permitían el ingreso a muchos lugares, desde restaurantes hasta simples tiendas o negocios de diferentes categorías. Aquellas experiencias eran entonces bastante comunes, pero fueron disminuyendo a medida que la irrupción de personas ciegas, generalmente acompañadas de videntes, ingresaban a aquellos lugares y no producían ninguna molestia.

Los años transcurrieron y yo ingresé a la Escuela Normal, el ministro de educación entonces era el Lic. Raúl Osegueda y él vio con simpatía que 3 estudiantes ciegos ingresáramos a la carrera de magisterio. Ya en el segundo año, mis 2 compañeros no regresaron a la Normal, Rafael Rosales prefirió dedicarse a la música y Jorge Peraza se regresó a San Salvador de donde era originario y ahí continuó sus estudios. Con mi promoción llegué yo al quinto año y así llegué a la preparación para nuestra graduación, pero en aquellos momentos el Consejo de Asesoría Educativa, integrado por 3 amigos míos, me llamó de urgencia al ministerio para reflexionar sobre un grave problema legal que se había descubierto en el ministerio. Aquel problema consistía en una ley de  cuando el presidente era Justo Rufino Barrios. Se trataba de una ley que aún permanecía vigente y que rezaba poco más o menos así: «El ejercicio de la docencia está absolutamente prohibido para las personas con cualquier deficiencia física…»

En mi promoción la noticia despertó una ola de solidaridad y se acordó que si se me negaba el título, nadie recibiría el suyo y no habría graduación en aquel año de 1952. A mí no me agradaba que una situación personal mía pudiera causarle más problemas al gobierno de Árbenz, que ya tenía bastantes. En las reuniones en el Ministerio de Educación conseguimos por fin llegar a una conclusión intermedia que no me agradaba pero que fue necesario aceptar: Se me extendería un título pero amputándole el párrafo final que dice «Se extiende el presente título de maestro a XX para que ejerza libremente su profesión».

Cuando los compañeros normalistas me preguntaron si se me entregaría el título les respondí con un sí, pero no conté nunca como sería mi título. Sólo después de muchos años, algunos compañeros comenzaron a saber cómo mi título está mutilado. Por el año 1960, yo conversé con un amigo que tenía a su cargo un trabajo de revisión y actualización de algunas leyes y de esa manera se consiguió anular aquella ley discriminatoria de Justo Rufino Barrios.

En cuanto a manifestaciones concretas y brutales, y seguramente la más dolorosa y desconcertante para mi, fue la decisión de la Directiva y el Decano de la Facultad de Humanidades como respuesta mi inscripción en aquella casa de estudios como alumno regular en enero de 1953.

Una vez concluida la Clase Inaugural, dictada por el entonces Decano, el Lic José Rols Benet, un bedel me entrego una carta que me enviaba –así me dijo el portador– el Decano en nombre de la Directiva. Yo comencé a elucubrar acerca del contenido y el objetivo de aquella comunicación. Consideré que podría ser la sorpresa de una beca o de una ayuda por tratarse mi caso de un estudiante ciego que venía a la Universidad para continuar estudios. Llegamos a casa con mi hermano Arturo que había pasado a recogerme a Humanidades después de salir de su clase Inaugural en la Facultad de Medicina.

Doña Romelita, nuestra mamá, había preparado una cena muy chapina y muy deliciosa para celebrar el acontecimiento: frijolitos volteados con platanitos fritos, queso fresco o crema, unas longanicitas con chirmol y un postre excelente que fue un turrón como los que ella sabía preparar. Nuestro viejo, don Arturo, puso sobre la mesa una elegante botella de whisky de los caros y así comenzamos aquella íntima cena familiar los 5 hermanos, Ana María, Mario René, José Arturo, Augusto Salvador y Carlos Raúl con nuestros papas en sus lugares habituales, doña Romelita y don Arturo.

Antes de finalizar aquella deliciosa celebración, ya en el momento en que decíamos ¡Salud! con un acariciante plus en nuestras manos, extraje de la bolsa de pecho de mi saco la carta que me había enviado el Decano y se la deposité en la mano a don Arturo. Él rompió el sobre y la extendió frente a su mirada… tosió indeciso y luego con voz apagada dijo: «¡Mejor que la lea Arturo!»  y se la entregó a mi hermano. Éste también carraspeó ligeramente y se quedó en silencio. Doña Rome le pidió que leyera y entonces, limpiando nuevamente la garganta, comenzó a leer con cierta inseguridad y en voz un poco baja:
(conceptualmente el contenido de la carta era el siguiente).
«Señor Mario René Matute:
el Decano y la Junta Directiva de la Facultad de Humanidades de la Universidad de San Carlos de Guatemala se dirigen a usted para hacer de su conocimiento el siguiente acuerdo tomado por este cuerpo dirigente de la autoridad de esta casa de estudios, en relación con su solicitud de inscripción como estudiante regular en la misma.
Por su deficiencia física usted no está facultado a asumir las responsabilidades normales de un estudiante regular, por ende, su inscripción no puede ser aprobada.
Se le autoriza la asistencia a los cursos que usted decida, exclusivamente en calidad de oyente y se le advierte que cualquier prueba a examen a que decida someterse carece en absoluto de validez académica.
Se le advierte además, que no se tolerará ninguna acción de protesta por la decisión tomada por la autoridad de esta Facultad, a riesgo de que esta casa cierre físicamente sus puertas para evitar su ingreso.»

Y luego las firmas del Decano y los integrantes de la Directiva, en la que figuraban 2 representantes estudiantiles, 2 por parte de los catedráticos y 2 más por parte de los trabajadores.

Aquella carta fue demoledora y me hizo sentir que todos mis sueños rodaban por el suelo.

Cuando los compañeros normalistas me preguntaron si se me entregaría el título les respondí con un sí, pero no conté nunca como sería mi título. Sólo después de muchos años, algunos compañeros comenzaron a saber cómo mi título está mutilado.

Vino entonces la voz tranquila de doña Romelita, con algunos contrapuntos de la voz de mi hermano Arturo:
«no nos debemos rajar –y como si leyera el grito de protesta y desconcierto que me hervía en el cerebro jurándome a mí mismo que no volvería a poner un pie en la Facultad de humanidades– siguió diciendo. «No nos han derrotado, tenés que hacerte presente y con tus acciones y tu misma presencia, demostrarles lo equivocados que están». Mi hermano reforzaba aquellas palabras hasta que terminaron por arrancarme una expresión dubitativa pero ya no totalmente negativa: «¡Voy a pensarlo y a ver que decido para mañana!».

Fui a la Facultad y comencé a rodearme de amigos y a participar en todas las actividades de los grupos estudiantiles, especialmente con el grupo revolucionario que entonces lidereaban Ricardo Ramírez y otros distinguidos estudiantes y magníficos compañeros. Yo me había inscrito en la Universidad, la que fue bloqueada fue la inscripción en Humanidades, se trató de un atropello y de una estupidez administrativa, yo era un universitario sin cede de estudios por una disposición absurda solamente DISCRIMINATORIA.

Afortunadamente para el grupo de secretarias bastaba con mi inscripción en la Universidad, de modo que los informes de mis exámenes se fueron registrando sin tropiezos. Además muy pocos profesores estuvieron enterados de la negativa a inscribirme y me aceptaban en sus cursos, me examinaban y me extendían mis calificaciones. Y en el funcionamiento estudiantil mi situación fue formidable. Fui electo para varias actividades, incluso en otros países como representante de los estudiantes de Humanidades y me incorporé al grupo que le daba acción a todo el desarrollo de la Huelga de Dolores. Unos 3 años después fui electo como representante de Humanidades en el Honorable Comité de Huelga de Dolores. Se organizaron varios recitales con poesía mía, siendo mis lectores Víctor Hugo de León y mi hermano Arturo, ambos excelentes locutores.

Empero, la disposición de reducirme a «alumno oyente» siguió vigente por más de 7 años.

Siendo Presidente de la Asociación de Estudiantes de Humanidades el querido amigo Oscar Carrera, nos pusimos de acuerdo para que yo, por medio de una carta al Decano, que entonces era un connotado adversario ideológico de mi persona y del grupo estudiantil y de las fuerzas revolucionarias a las que estaba vinculado en la facultad, el Lic José Mata Gavidia, un fuerte militante de derecha de nacionalidad salvadoreña, nos decidimos a encender nuestra dinamita seguros de que los representantes estudiantiles y los representantes de los profesores, darían una batalla a nuestro favor. Al terminarse la sesión de la Directiva, el Decano me mandó a llamar por medio de una secretaria.

Yo ingresé a la decanatura con una actitud defensiva en mis emociones, pero el Decano me recibió casi con un abrazo y con una pregunta: «¿Porqué no nos había informado de su situación! Ya solucionamos esa injusticia y partir de hoy, usted es alumno regular y todos sus exámenes tienen valor académico y, entonces, a preparar su tesis para una próxima graduación». Era increíble, pero fue cierto. Yo regresé a la dirección de la Asociación de Estudiantes y les comuniqué aquel resultado. Algunos compañeros hasta habían traído palos para romper vidrios si mi solicitud de hacerme justicia se desconocía. En aquel momento todo era alegría y celebración, de modo que con varios compañeros nos desplazamos al bar Eli a celebrar con algunos brindis aquel triunfo bien ganado.

Por supuesto, independiente de aquella experiencia triunfal, otros muchos actos discriminatorios, especialmente por mi condición de ser persona ciega, me han llegado desde distintas instituciones y personas.

Recuerdo como, cuando yo comenzaba a darle cuerpo a una modestísima empresa de publicidad y propaganda al haber conseguido la divulgación completa de la empresa Bayer en Guatemala, llevé al periódico El Imparcial una serie de anuncios. Nos detuvimos, mi acompañante y amigo y que me hacía de Lazarío, frente a un mostradorcito. Entregué los materiales para varias publicaciones de Bayer a un sujeto que los recibió al otro lado del mostradorcito, lo levantó y sin pronunciar palabra se fue a cuchuchar algo en voz muy queda con otro empleado, llegó otro y los 3 murmuraban a unos 3 metros de donde nosotros estábamos, después enviaron a una muchacha que me pareció ser una secretaria a que me devolviera los materiales deciéndome que no me los podían aceptar. Yo protesté y dije en voz alta que la solicitud de que se publicaran era muy clara y que la Bayer pagaría ese servicio y que los materiales no tenían ningún defecto. La muchacha, casi en secreto me murmuró: «No los pueden aceptar, dicen, porque usted es ciego».

La muchacha me entregó el paquetito y se retiró a su escritorio. Mi compañero y yo nos quedamos atónitos. Sólo se me ocurrió ir al Comité Pro-ciegos y hablar con algunas trabajadoras sociales que ya eran algo amigas  mías y eso hicimos. El Comité protestó telefónicamente por aquella actitud de El Imparcial y en una media hora, en voz de algúna autoridad del periódico, las T. S. me informaron que ya estaba solucionado el asunto y que podíamos llevar los anuncios nuevamente al Imparcial.

… otros muchos actos discriminatorios, especialmente por mi condición de ser persona ciega, me han llegado desde distintas instituciones y personas.

¿Cómo ha sido tu relación con las mujeres?
La relación con el género femenino no constituye de ninguna manera una acción mecánica ni unívoca, los factores condicionantes de esa expresión humana constituyen ases de factores de los más diversos órdenes y planos. Las estructuras sociales, políticas y económicas determinan las conductas, los comportamientos globales, de clases, franjas, grupos e individuos en ambos géneros y así mismo, las acciones, los estímulos, los recursos de comunicación que en ambos géneros se utilizan en cada cultura, para estimular o bloquear las manifestaciones de relación y de aproximación.

Yo considero que desde los inicios de mi adolescencia fui aprendiendo y utilizando estímulos «intelectuales o meramente conceptuales, aunque fueran muy simples y baratas» –poemitas, pequeñas narraciones escritas o verbales, expresiones de gratificación por la compañía de una patoja, reconocimiento de factores muy gratos y atractivos como la voz, las maneras, el perfume,  etc. y esto como en realidad y sinceramente yo lo percibía. Por otra parte, ya en situaciones de alguna aproximación física más precisa, desde caricias a las manos hasta apretura corporal en baile o en abrazo y beso consentidos por la parte femenina. Yo aprendí a bailar a los 14 años y ya a los 15 no me perdía ninguna fiesta, ni en el gran salón de la Normal, ni en Belén, ni en el INCA ni en la escuela de Artes y oficios femeninay en ninguna parte. Tuve fama de buen bailarín y cuando llegó el mambo de Pérez Prado, aprendí muchos pasos de ese ritmo y después del Chachachá… Tuve verdaderas maestras que me ilustraban en todos esos movimientos, fueron Adelita de León, hermana del gran amigo y compañero normalista Víctor Hugo y mi propia hermana Ana María.

Para invitar a bailar a alguna muchacha, yo recorría, siempre tomado de el brazo de algún cuate, entre ellos frecuentemente mi hermano Arturo, frente a la fila de patojas que permanecían sentadas esperando a alguien que viniera a sacarlas al baile y cuando pasábamos frente a la  candidata,  mi acompañante y yo frente a alguna guapa o muy atractiva de la que ya me había anunciado su estampa el cuate que iba junto a mí, apretaba el brazo donde llevaba yo mi mano y entonces me inclinaba un tantito ofreciendo mi otro brazo a la escogida y le decía amablemente: ¿Bailamos? Entonces nos desplazábamos al lugar donde se bailaba al centro del salón, comenzaba la música y nuestros movimientos y una conversación que frecuentemente resultaba interesante y grata iniciada con las preguntas inevitable: ¿dónde estudia, en qué grado está, vino solita o con algunas compañeras?… y luego el brazo más apretadito en la cintura, el cachete cada vez más cerca al de ella y la voz junto a su oído con piropos y elogios algo mañosos pero generalmente felices para la interlocutora: ¡qué bonito baila y qué delicioso huele su pelo!..Tiene unas manos muy finas y su voz es muy grata para mí, es casi musical y me enternece… etc.

Así empezaron varios noviazgos, generalmente de corta duración, hubo algunos de belemas, otros de incaicas y alguno de la escuela de Arte y oficios que hasta me acarreó ciertos problemas con la familia de ella porque los hermanos la trataron groseramente y la amenazaron para que cesara cualquier relación conmigo.

Así, entre las mujeres, especialmente las jóvenes y generalmente estudiantes y de un nivel económico social equivalente al mío, nunca percibí ninguna actitud de discriminación, Por el contrario, de aquellas relaciones fraternales y frecuentemente algo coquetas, surgieron auténticas amistades que, muchas de ellas permanecen hasta el presente.

Luego de la Normal, y ya en la Universidad el sistema continuó, quizá un tanto más amplio y vinieron varias relaciones mías con distintas mujeres, muchas exclusivamente de noviazgos y algunos juegos eróticos y otras como de amantes disimulados sin ningún proyecto de futuro. Con estas muchachas recorrí algunos moteles y casas de huéspedes y en algunos casos nos perdimos juntos en lugares como Antigua Guatemala, el puerto de San José o Quetzaltenango… Creo que con ninguna proyectamos en serio un matrimonio o una relación más prolongada y permanente. Hubo en mi caso una suerte de enamoramiento un poco intenso y sobre todo, en uno de esos casos, una serie de respuestas crueles y humillantes para mi.

El noviazgo con Olga Marina se fue afirmando aceleradamente, sus papás que al principio me habían rechazado, comenzaron a brindarme solidaridad y mucho afecto. Al final me casé con Olga Marina el 2 de febrero de 1958 porque debimos esperar, como fue lo convenido, que ella se graduara de maestra en Belén. Después de algunos años pudimos comprar un terreno a un precio bastante bajo en la entonces todavía totalmente despoblada Zona 15, donde en unos 2 o 3 años después construimos una casa con cierta originalidad arquitectónica a donde nos trasladamos con nuestros tres hijos.

Estupideces políticas y seguramente mal intencionadas por parte de algunos dirigentes de la organización a la que yo pertenecía, me influyeron y lograron condicionarme, gracias a mi ingenuidad y bloqueo mental, para que decidiera el divorcio como «lealtad firme» a ciertos principios éticos de la ideología que esos dirigentes presumían sustentar y que yo, afortunadamente sí continúo sustentando y sustentaré mientras viva. Y me quedé sin mi familia individual e íntima para regresar a casa de mis padres transitoriamente para entonces, necesitar alguna balsa viva que librara del naufragio que me tragaba más y más día con día.

Vino entonces otra mujer que también se llamó Olga, nos hicimos amigos, compañeros y decidimos casarnos. Ella era solidaria, fraternal hasta la ternura, tenía una carrera universitaria, ingeniería eléctrica con un posgrado de especialización en plantas eléctricas y su concepción filosófica del universo y de la sociedad era igual que la mía, partía del materialismo dialéctico y de la ética y la axiología originadas en esa concepción. Nos casamos en diciembre de 1972 y en 1980 debimos venir al exilio escapando al terrorismo de Estado que se entronizó en Guatemala. Vivimos en Costa Rica y luego nos trasladamos a México. Ella falleció, como ya lo dije, el 8 de octubre de 2008 y desde entonces estoy tratando de aprender a vivir solo en la ciudad más grande del mundo.

Considero que mi relación con las mujeres, hacia la colectividad, hacia los grupos de compañeras, hacia las amigas, hacia las que alguna vez me respondieron positivamente en mis necesidades de ternura, amor, erotismo y unificación encantada de la virilidad con la femineidad, fueron siempre sanas, saludables y hasta constructivas.

Quizá vale la pena agregar algunos renglones en torno a esta temática.

En todas las poblaciones ciegas a las que he llegado algunas veces, de los muchos ciegos que he conocido, de los compañeros ciegos que han convivido conmigo en diversas instituciones y países, en la mayoría de cuates y cuatas ciegos, se percibe una cierta tendencia a establecer relaciones amorosas y la formación de parejas estables con otro ciego o ciega, según el caso, de ahí cierto predominio de uniones de ciegos entre sí.

Son muy pocos los ciegos o ciegas que deciden o pueden formar una pareja con personas videntes –las causas de este fenómeno social no son simples, pero merecen más información y reflexión para irlas determinando científicamente. Yo, quizá porque viví medio astusiado o medio inconciente de la realidad personal durante toda mi niñez considerando que yo era «vidente» con el aceleradamente encogimiento del resto visual que utilizaba, y por el trato que me brindó toda la familia y un zopilotero de cuates y cuatas que desde la niñez y durante mi irrupción a la adolescencia rodearon alegremente mi existencia, pude transitar sin trabas mayores la lucha en pro de los derechos de los ciegos como deficientes físicos en este mundo contra la discriminación y la humillación.

Como seguramente se puede percibir, mi relación con las mujeres ha sido absolutamente normal y la ceguera casi no ha significado en ningún momento, algún tope o problema que impidan esos asuntos vitales, naturales, sociales y especialmente humanos que necesariamente debemos atender.

 Son muy pocos los ciegos o ciegas que deciden o pueden formar una pareja con personas videntes –las causas de este fenómeno social no son simples, pero merecen más información y reflexión para irlas determinando científicamente.

Julio C. Palencia
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