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El circo del espanto

Y la vida alegre de los payasos y sus fans.

Mario Roberto Morales

La democracia dejó de ser un valor para los políticos cuando los Estados del mundo cedieron su poder –como representantes de la voluntad de sus pueblos– a las corporaciones oligopólicas transnacionales (cuyos dueños constituyen el 0.7 por ciento de la humanidad y acaparan el 45 por ciento de la riqueza global). Esto ocurrió entre 1970 y 1990 (con la transnacionalización de la producción), pero se fraguó en 1945, cuando las corporaciones le ordenaron a Hayek fundar la Sociedad Mont Pelerin (como una de tantas medidas para la “contención del comunismo”), y él empezó a invitar a funcionarios de Estado de todo el globo para lograr que se privatizara lo público y se asumiera el criterio de que “el Estado no es la solución, sino el problema” (un mantra adoptado por Reagan en 1980, cuando llegó a la presidencia de EEUU con un gabinete cuyo 80 por ciento de miembros había pasado por Mont Pelerin). La posmodernidad económica iniciada en 1970, daba así lugar a la posmodernidad política, en 1980. En el 79 había llegado Tatcher al poder en Inglaterra. Ella y Reagan le legaron al mundo –gracias a la industria armamentista y energética– lo que la humanidad vive hoy en Siria y en nuestro Triángulo Norte, para citar sólo dos de las áreas declaradas clave para la seguridad interna de Estados Unidos.

La democracia dejó de ser un valor para los políticos en esta era posmoderna de la imagen cosmética como sustituta del discurso crítico (y del gusto trivial como sucedáneo del análisis racional) cuando la meta de los que ejercen el poder en el Estado ya no fue el desarrollo de sus países, sino el incremento del lucro de las corporaciones transnacionales, las cuales operan mediante oligarquías locales que facilitan la privatización de lo público. En Guatemala, esto lo hizo Arzú, y para ello la ONU forzó a las cúpulas del Ejército y la URNG a pactar una “paz” y un futuro basado en el despojo corporativo, lo cual nos llevó a la ingobernabilidad, a la revolución de color del año pasado y al Triángulo Norte como protectorado de Estados Unidos.

El surgimiento triunfal de un tipo de político inepto, inculto y servil al interés corporativo, sustituyó pues al estadista que los políticos anteriores anhelaban ser. Reagan inauguró esta modalidad de político-actor, y le siguieron legiones de aspirantes en todo el mundo. Hay excepciones como Putin, Evo, Correa, Lula. Y hay prototipos de estos bufones del capital transnacional, como Donald Trump y (en lo local) el producto más hilarante de nuestra revolución de color: el mal comediante –Adal Ramones dixit– Jimmy Morales. Lo siniestro detrás de la comedia “democrática” global es que a los payasos que llegan al poder los manejan grupos neofascistas pro-corporativos que sueñan con instaurar dictaduras de pensamiento único, usando medios audiovisuales interconectados en perenne comunicación controlada. Pues, además del político payaso –y siervo corporativo–, la posmodernidad parió al feliz “ciudadano” entretenido y banal: ese que hace revoluciones de color creyendo que con salir a la calle a gritar su “indignación” biempensante y con negarse a la organización y a la dirigencia logra hacer cambios sociales. Gracias a ambos especímenes tenemos ahora un “mundo feliz” en el que los payasos son “fiscalizados” por sus fans. ¿Qué más podemos pedir –dicen– si por medio de este alegre consenso la “democracia” triunfa bajo las suaves carpas del circo del espanto?

Lo siniestro detrás de la comedia “democrática” global es que a los payasos que llegan al poder los manejan grupos neofascistas pro-corporativos que sueñan con instaurar dictaduras de pensamiento único, usando medios audiovisuales interconectados en perenne comunicación controlada.

 

Mario Roberto Morales
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