El ala rota
Sandra Russo
“Ahora no hay torturas, pero hoy también miro a los ojos a las personas que me juzgan, y todos nosotros seremos juzgados por la historia. Esta es la segunda vez en mi vida que, junto a mí, se juzga a la democracia”. Dilma Rousseff sabía, cuando comenzó su descargo antes de ser destituida, cuál sería el veredicto, porque nunca se trató de la investigación o constancia de un delito, sino de un juicio llevado adelante por la antipolítica que representan esos oscuros legisladores que a la hora de la vendetta, a la hora de levantar o bajar el pulgar, se exhibieron a sí mismos, ya en la Cámara de Diputados, en toda su pobreza moral e intelectual, gritando “¡Sí!” con invocaciones extrañas. “Por mis nietas”, “contra el comunismo”, “contra el Foro Social Mundial”, “por Dios” o “contra el populismo” fueron algunas de esas bizarras manifestaciones que decapitaron la democracia en Brasil. “Nunca cedí. Nunca cambié de bando”, dijo antes Dilma, pintándose en ese último capítulo de su gobierno, después de haber sido electa por 54 millones de personas, como un espécimen de la política de las convicciones, en oposición a la política de los intereses.
La mujer que nunca cedió es la misma adolescente de cabeza casi rapada que miraba fijo a jueces militares que se tapaban la cara en 1970, cuando aquella militante de VAR Palmares de entonces 22 años fue condenada, torturada y encarcelada. La misma que varias décadas más tarde, después de la irrupción del neoliberalismo en los 90, unió su esfuerzo y su suerte a la de Lula. La misma que comprendió, junto a otros líderes y dirigentes de la región, que de desmontar la histórica farsa de la democracia latinoamericana y reconvertirla en una democracia representativa al servicio de los sectores populares se trataba el nuevo objetivo sincrónico que podía elevar a la región a un rango desconocido hasta entonces, después de dos siglos de pantomimas marcadas por el fraude, el golpe, la corrupción y la extranjerización.
¿A qué no cedió nunca Dilma? ¿Cuál es el bando al que siempre le fue leal? Aquella adolescente que integró el VAR Palmares como consecuencia del golpe militar de 1964, vivió, creció, maduró y fue la ministra de Energía de Lula y luego su sucesora. Los unía el mismo proyecto de país. No cambiaron sus ideas, cambiaron las circunstancias. La democracia es un término muy vago, muy abstracto, que sólo cobra vigor en los hechos de tanto en tanto. Básicamente implica reglas de juego. No existieron esa reglas de juego cuando la generación de Dilma y la de otros presidentes populares latinoamericanos tenían la edad de los jóvenes que ahora, nacidos y crecidos en democracia, de pronto ven asaltadas sus vidas por un orden extraño, que tiene las formas de la democracia pero que no la extiende a sus propias vidas. Que les saca derechos sobre sus propias vidas. Esta generación de jóvenes latinoamericanos, los de los países cuyos gobiernos fueron acusados de populistas y uno tras otro fueron siendo atacados y embestidos bajo diferentes formas de presiones bestiales, nacieron y crecieron bajo un ala que, aunque nunca se desplegó tanto como para amparar a todos, se extendía en ese sentido. Desde el cinismo del posicionamiento político, hoy muchos niegan lo que el pueblo sabe. Estos años marcaron vidas enderezadas por el ascenso social, y eso sólo fue posible porque no se cedió a las presiones. Las hubo ininterrumpidamente. Para no ceder, es necesario estar convencido más allá de cómo mida la imagen. Estos jóvenes nacieron y crecieron en países de culturas inclusivas, porque sus respectivos Estados coincidían, bajo diferentes estilos y medidas, en constituirse en los garantes responsables de ese tipo de bienestar.
La mujer que nunca cedió es la misma adolescente de cabeza casi rapada que miraba fijo a jueces militares que se tapaban la cara en 1970, cuando aquella militante de VAR Palmares de entonces 22 años fue condenada, torturada y encarcelada. La misma que varias décadas más tarde, después de la irrupción del neoliberalismo en los 90, unió su esfuerzo y su suerte a la de Lula.
El tipo de bienestar en el que creen quienes defienden los Estados inclusivos , es aquel que deviene del derecho de alguien sólo por la gracia de haber nacido. No es casual, ni fruto del peronismo del Papa, que sobre ese tipo de Estado caiga un halo vinculado a lo más elemental, lo más simple de la cristiandad o el humanismo. Las ideas que sostienen la defensa de los Estados inclusivos parte, en efecto, de ver en el otro, especialmente al más castigado, al último de la fila de atributos y dones, como a alguien de quien hay que hacerse responsable. El Estado inclusivo es una construcción colectiva elaborada desde los cimientos de una convicción moral. Es prepolítico. Es concebir la política de Estado, es decir, la esencia estatal, como la nodriza que da la leche de la madre ausente. Aquello que el último de los últimos no tuvo la suerte de recibir por el azar del nacimiento, tiene el Estado la obligación de proveerlo.
Pero no se hablaba de Estados inclusivos, al menos en América latina, cuando Dilma miraba fijo a los jueces militares que estaban por condenarla. El vértigo de la violencia que instauraron los golpes militares de los 70, y sus respuestas, obnubilaba. Cuando aquí en 1983, Alfonsín hizo llorar a millones de personas recitando el preámbulo de la Constitución, en este país se salía de una larga noche de siete años, y esa opresión nos hacía creer que el paso hacia lo constitucional sería el primero en un camino que seguiría por lo que también decía Alfonsín. Queríamos que la democracia curara, que alimentara, que educara. Creíamos que la democracia era eso. Y no lo fue.
Llevó muchos años, muchos muertos, mucho sufrimiento comprender que la democracia por sí misma, como simple regla de juego, no implica la equidad. Llevó una década perdida, de confusión y hechizo, de injusticia, de saqueo, comprender que a esa democracia inclusiva hay que llegar, que hay que tallarla, que si no queremos volver a perder nunca más las reglas del juego, que es lo único que garantiza un mínimo de civilidad, es ésa la lucha, la verdadera, la más clara, la más justa de las luchas a las que vale la pena adherir. La de hacer de la democracia no sólo un sistema, sino un lugar. Darle cuerpo y volumen a la democracia. Lograr que habite no sólo en las instituciones, sino sobre todo en cada ciudadano, en su vida privada, en su domingo en familia, en su paternidad, en su maternidad, en los anhelos que se pueden tener siendo realista, en la expectativa de los deseos satisfechos, en la chance de la felicidad.
El golpe de Brasil y el tembladeral en el que se ha convertido esta región y este país, vuelven a poner de relieve que todo nuestro esfuerzo como personas comprometidas con una idea del otro, con esa profunda idea de un Estado responsable especialmente de los más débiles, debe ser un motor. Un gran motor que nos guíe entre nuestras diferencias, porque es tan oscuro el tiempo que se avecina, que tenemos que echar mano de nuestra conciencia histórica. Eso sí nos une a muchos que pensamos diferente, pero que estamos de acuerdo en que la democracia, si no es inclusiva, es apenas una palabra y una fachada. De algún lugar se debería exprimir la empatía para encontrar la confluencia de las luchas y convertirlas en una sola.
Llevó una década perdida, de confusión y hechizo, de injusticia, de saqueo, comprender que a esa democracia inclusiva hay que llegar, que hay que tallarla, que si no queremos volver a perder nunca más las reglas del juego, que es lo único que garantiza un mínimo de civilidad, es ésa la lucha, la verdadera, la más clara, la más justa de las luchas a las que vale la pena adherir.
Fuente: Página12 [http://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-308439-2016-09-03.html]
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