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Interpretaciones de la posverdad

El acoso escolar por homosexual, que sufrí, sigue vigente

Ignacio Laclériga

“¿Y teniendo yo más alma tengo menos libertad?”
Calderón de la Barca

 

Fomentar el acoso a niños, niñas y adolescentes por su orientación sexual es inmoral, injusto y despreciable. Les voy a narrar lo que yo mismo sufrí por mi condición homosexual porque tal vez contribuya a entender lo que muchos inocentes siguen padeciendo en las escuelas y sus ámbitos más cercanos de Guatemala.

La diversidad sexual es una cuestión personal que trasciende al contexto social, nos determina y nos hace ser lo que somos. No es una elección voluntaria, sino una condición innata a nuestra propia naturaleza. De niños, no elegimos ser altos o bajos, ser mayas o ladinos, ser homosexuales o heterosexuales. Lo natural es la diversidad de opciones en identidad de género y orientación sexual; así como lo es la variedad racial o las características fisio y psicológicas de cada individuo.

Es difícil saber cuándo uno se da cuenta que es homosexual. En mi caso, creo que el primer atisbo fue en unas navidades, cuando mi padre y mi tía me vieron representar con mis dos hermanas un nacimiento y, no sé cómo, pero yo terminé de virgen María. Debió ser que a mí me cabía mejor el vestido. Imagínense sus caras. Algo me decía que había algo que causaba desagrado en mí. Pero, pronto lo descubriría.

Al inscribirme en primaría en un colegio católico ultraconservador, mis compañeros, todos varones, ya que era de educación diferenciada, me vieron características que inmediatamente me otorgaron el calificativo de hombre-nena. Yo tenía siete años y un mote que me acompañaría toda mi infancia.  Ser atildado de niña en la España que nací de final de una dictadura militar no era un plato de buen gusto. Tenía que sobrevivir con mi condición afeminada en ese contexto hostil. Mi obsesión era erradicar de mi persona cualquier conducta afectada. Intentar borrar de mí las maneras de mujer no era tarea fácil. Como es algo natural a uno mismo, no es posible identificarlo. Años después, vi un video de mi infancia y me dije: “¡Dios mío, cómo podía ser tan obvio!”.

De una u otra manera, conseguí ir apaciguando mis conductas “desviadas”. Fundamentalmente, evitando todo tipo de interacción con aquellas personas que no pertenecían a mi grupo más cercano, de dos o tres amigos. Mientras no destacara, la gente me dejaba en paz. Tristemente, siempre hay el abusivo de la clase que no tarda en tomarte como entretenimiento. Sus insultos eran atormentadores, sobre todo cuando encontraban eco en el resto de la clase.

Al ser el débil y el torpe, de vez en cuando decidían divertirse con juegos en los que terminaba siendo pegado y humillado. Uno de los más atroces era el llamado estruja-huevos, que, como su alegórico término indica, consistía en agarrarme entre varios y abrirme las piernas para ir a frotar con todas sus fuerzas mis órganos sexuales contra un árbol o un poste. Mi personalidad empezó a formarse entre el intento de dejar de existir y la posibilidad de cambiar mi naturaleza de un modo u otro.

Ser aceptado era el único modo de poder alcanzar cierta autoestima, por lo que hacía todo lo necesario para contentar a mis compañeros. Algunos, encontraban divertido aprovecharse de mi fragilidad. Así, por ejemplo, si había que hacer una obra de teatro, mi papel era el de la mujer y yo terminaba interpretándolo de mala gana, ante la risa de todos. La homosexualidad era algo inaceptable, por lo que al genuino apodo de hombre-nena se unía el de marica, maricón o mariquita. La mayoría de las veces, lo aguantaba con resignación, haciendo como que no iba conmigo. Otras, la ira me carcomía, consideraba que el que propinaba el insulto no tenía por qué creerse más que yo, terminaba peleando, perdiendo y más degradado.

Mi adolescencia fue dando tumbos, de estudiante fracasado a rebelde sin causa. Una de las experiencias más humillantes la experimente cuando, buscando integrarme, quise ser del grupo de los más populares. Conseguí que me invitaran a una reunión en una de sus casas. Alcohol, películas y revistas porno, en muchachos con las hormonas alborotadas, terminaron por hacer que la mayoría se masturbara en cualquier lugar de la casa.  Para mí, era un reto de compadrazgo sexual adolescente donde me sentí más extraño todavía, con una mezcla de timidez, pudor y excitación contenida por la vergüenza.  Al día siguiente, corrieron el rumor que yo había ido a la reunión, pero que como era maricón solo me había dedicado a mirar como los demás se masturbaban. Desde ese momento, sentí un rechazo aún mayor.

Lo peor de todo era el terrible odio que empecé a sentir hacia mí mismo. ¿Cómo podía esperar algo de comprensión, si hasta el propio Dios me rechazaba? ¿Cómo iba a ser aceptado por alguien, si yo mismo no podía aceptar mi debilidad, mi vicio, mi pecado? No podía evitar ser como era y no dejaba de mentirme, falsearme o humillarme. Quería escapar, muchas veces simplemente morir y la mayoría evitar cualquier forma de sentimiento. Me sentía perdido, no conseguí superar las pruebas del curso, a las que ni siquiera hice el esfuerzo de presentarme, simplemente no asistí a los exámenes, deambulando de un lado a otro de la ciudad para no estar en mi casa. Es complicado explicar cómo siente uno, cuando la sensación de vacío invade todo el ser.

Me mandaron a un internado, lejos de todo y de todos. Entre jóvenes conflictivos como yo, pero que, en comparación conmigo, me convertían en un dulce corderito. Pronto también tuve un mote en esta especie de reformatorio juvenil. Era “el floro”. Allí seguí sobreviviendo, no sé bien como. Cuesta respirar cuando uno es presa de esta tortura cotidiana, inapreciable; pero constante y deshumanizante.  El terrible sentimiento de encierro. Y uno lucha por conseguir ese espacio donde integrarse. Yo me anulé. No fue fácil salir adelante, buscando mi propia identidad. El complejo del acoso se mantiene de por vida. Es duro darse cuenta, que tantos años después, en países como Guatemala, continúa fomentándose ese odio y discriminación. Es verdad que los niños tienen que aprender a socializar y que no siempre será fácil, habrá riñas naturales. Pero podemos distinguir perfectamente la discriminación y el maltrato de una simple riña infantil.

Hoy, hay muchos pequeños y adolescentes están aprendiendo a conocer su propia naturaleza sexual. En el proceso, muchos de los que no se acomodan a moldes heteronormativos son rechazados, ridiculizados y humillados por sus propios compañeros. Cada uno sufrirá ese acoso de forma personal. Algunos con el temperamento más fuerte conseguirán mantenerse firmes, pero, los más, sentirán ese dolor insoportable que se traduce en el maltrato colectivo. Porque el acoso escolar varía, no por la gravedad del dolor infringido por el acosador, sino por la sensibilidad particular de la víctima. Pero, ¿cómo no va a existir este tipo de torturas, si los niños oyen a sus padres que ser gay o lesbiana o transgénero es anti natural, que ellos tienen derecho a negar esa realidad y que se trata de seres enfermos a los que hay que condenar?

¿Cuál es nuestro pecado? Tener una preferencia sexual particular. ¿Cómo puede causar tanto miedo esa sola característica del individuo, que no hace mal a nadie, que no perjudica a nadie? La variedad de la diversidad sexual es tan natural, como la de religiones, la de hombres y mujeres, la de raza y la de personas que por una u otra razón tienen de características físicas o intelectuales diferentes. Lo que es a todas luces reprochable y enfermizo son aquellas personas que inculcan el odio en el prójimo, fomentan el desprecio por lo diferente y alientan a sus hijos a maltratar a sus semejantes.

Lo peor de todo era el terrible odio que empecé a sentir hacia mí mismo. ¿Cómo podía esperar algo de comprensión, si hasta el propio Dios me rechazaba? ¿Cómo iba a ser aceptado por alguien, si yo mismo no podía aceptar mi debilidad, mi vicio, mi pecado?

 

 

Narrativa y Ensayo publica este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.

Ignacio Laclériga