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Dibujos de ciego (fragmento). Luis Cardoza y Aragón

Con gracia oblicua robada a los ángeles, el aprendiz de brujo, por aprendiz, no olvida lo que el maestro ha olvidado de tanto saberlo, hasta convertirse en retórico hozador de malabarismos, en manual de lo previsto, en diccionario de situaciones equivalentes. Puesto que produce y gobierna sus misterios, éstos son artificiosos.

Tus vértigos de aprendiz de brujo son intempestivos, y cuando empiezas a descifrar el laberinto de siempre y barruntas que tú eres el laberinto, intentas clavarlo en la rodaja de corcho, como a la mariposa de la infancia. Porque no lo reconoces y sufres la certidumbre de que era otro, tomas las cosas, su figura ficticia y sus disfraces, y quieres separarlas por su esencia. Las desnudas de los apodos que las nombran y con alquimia de palabras las bautizas en el mundo real de la ficción. Como el dinosaurio está atrás del niño, atrás de ellas se yergue su noche esperando tu palabra matinal. Las revelas, las rebelas. Las debelas, las develas. Navegan por tu cuerpo en simbiosis, para rescatar su verdadera identidad. Su insensatez se hace antítesis de lo promiscuo, opaco y difuso. Y colocas una frase, un verde, un ocre o amarillo, como un sismógrafo cualquiera sobre la mesa. Distante de toda escritura realistamente descriptiva y así más cercana del sujeto, la frase, la mancha, reclaman otra por rítmica exigencia. Ritmo que rompes para huir de lo demostrativo, novelesco, regionalista, didáctico o edificante, del mensaje y la información. Eso es silogismo de nubes y trampas para sueños. Reacción en cadena y menhires de asombro. Máquina para soñar dibujos de ciego y olas de mar muerto. Te encuentras en libertad, sin menester de reproducir fielmente seres y cosas. No ambicionas cuentos o novelas, falacias autobiográficas, naturalezas muertas, teoremas de palabras, ecuaciones de colores o sonidos, ninguna suerte de mercaderías.

¿Por qué preguntarte por qué escribes esto o aquello, si toda respuesta es una pregunta hipócrita que espera los interminables pacientes amantes que la alquilan? La belleza en sí existe sólo en la repetida hipótesis de que la luz está hecha con toda esa tempestad derramada entre los muslos de una pregunta que incendia la basura y la resucita. ¿No has visto arder la basura, su resurrección, con fuego idéntico al fuego, desfondando la noche, como el Señor de entre los muertos?

El trazo verde, ocre o amarillo te cabalga por el desierto del lienzo o el papel, sin que sepas ni remotamente qué va a devenir ese pedestal de tu mirada. Esfúmase tu idea con el trazo pulsante que anheló articular un signo primero en la página en blanco como el mar. Amanece otra turbia sensación que se disfraza de idea, igual que los sueños, tiempo coagulado, se disfrazan de recuerdos. Sigues el trazo, desbastando la cantera, perdido en una selva de voces y, abandonadamente, abandonas la obra principiada. Y comienzan tus hormigas el mismo asalto por otro punto del laberinto, sin darte cuenta de que es la misma obra de la cual no lograrías salir. Desistes de la combinación fundada, sabiendo que podrías fundar otras, que tal vez por diversas juzgarías superiores. Y te empecinas de nuevo en la nueva sensación vaga de siempre, y cuanto más se aleja de lo que suponías, tanto más descubres que estás en el mismo punto del mismo laberinto, leyendo no sólo entre líneas, párrafos o páginas, sino también las estepas de los márgenes.

Y tú, lector, que no has venido a leer sino a participar, viscoso de certidumbre, aullas bajo las duchas de tus manicomios, todo tú en el hormiguero de tu lenguaje y tus sueños.  Y creas, al leerlo, a ese alguien ficticio que escribe, a ese alguien ficticio que lee, que está en el interior del personaje que es el propio lector desvanecido, como en un deber penúltimo, en tus hormigas. ¿Cómo no te das cuenta, encadenado sobre la roca, de que los cuervos son tus entrañas devorándote? ¿De que eres un espantapájaros asustado por los gorriones y que el monstruo, el dédalo y el niño son tú mismo? ¿Que la roca de escarabajo pelotero que se te rueda y tornas a rodar hacia arriba eres tú, Brujo del Envoltorio, Brujo Lunar, Brujo Nocturno? Y ese alguien que escribe, escribe bajo tus órdenes, para que se palpen los dédalos de corrientes subterráneas del ser de las cosas.

Fragmento tomado de Dibujos de ciego, Siglo Veintiuno Editores, 1989.