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Días de junio

Gerardo Guinea Diez

Se va junio entre bochornos que calcinan el cielo y nubes que se abisman en carestías de agua. Mes sitiado entre la indignación y los escándalos, cada día alza su voz para repensar estos años duros en navegaciones hacia puertos imposibles. Quizá el clima no ayude mucho para encontrar la abundancia verbal para contar esa alegría de vivir, o, en todo caso, siguiendo a Octavio Paz, escribir “nuestra carta de creencia”. Antes, dejo caer un nombre, letras hurañas en el muro de sombras que llevan a una pregunta: ¿Qué le ocurre a esta generación que no viene del dolor sino de la alegría? Quizá lo oportuno fuera escribir un ensayo, una epístola o un libro de citas. Menos un libro de autoayuda, porque estos prometen respuestas demasiado fáciles.

Puede que recalar en el ensayo sea una tentativa para “plantar una bandera en el caos”, como respondió Phillip Lopato a Naief Yehya en la revista Letras Libres. Como se sabe, el ensayo es una larga conversación a través de los siglos. Ahí están Montaigne, Séneca, Cicerón y Plutarco para confirmar que el hombre vive alrededor del alba y en el límite del aire.

Aún están por escribirse las lecciones del mar de fondo ciudadano. De sabios será cavar profundo y que la prisa y la ansiedad por los resultados no echen a perder lo andado. La hondura del desasosiego es peligrosa. Corremos el riesgo de no ver lo grande en lo pequeño.

Este movimiento contra la corrupción y el colapso de las instituciones se ha apropiado de la realidad, vía los mecanismos y los artilugios de la imaginación. Su variopinto origen no es garantía de nada, aunque sí de una autenticidad pocas veces vista en la historia del país. Los jóvenes desean estar en paz con nuestros miedos e incertidumbres, que no les pertenecen.

Esa espontaneidad rompió con años de resignación y asombro ante los desmanes de una derecha matona entre 1954 y 1985, para pasar a una derecha civilizada que volvió al poder y lo prostituyó sin límites. Por ello, esa juventud no se miente a sí misma ni abjura de sus limpias y puntuales convicciones; de ellos no son los miedos ni las culpas. No es adicta a la compasión ni a la indulgencia. Exige algo más elemental: un país decente.

A todas luces, en su diversidad está su mayor riqueza. Vale aquí recordar una frase de Borges: “Las herejías que debemos temer son las que pueden confundirse con la ortodoxia”. En ese sentido, la poeta polaca Szimborska, premio Nobel, dijo estar “convencida de que los recuerdos que tengo de los otros no han alcanzado su forma definitiva”, a propósito de la dificultad de ver a los demás como esa otredad que es nuestro propio espejo.

Se va junio con su oleaje de sueños. Los días tienen ese sabor extraño de lo que muere y lo que comienza. Los jóvenes con su poética pintan de amarillo las plazas y son, esos dioses “semibárbaros en una comunidad civilizada”, como escribió Thomas Lowe Peacock en el lejano 1820, según los recuerdos de Sábato.

Zozobran estos días y para decirlo al modo de Carlos Pellicer, en su libro Hora de junio: “Junio me dio la voz, la silenciosa / música de callar…”.

Esa espontaneidad rompió con años de resignación y asombro ante los desmanes de una derecha matona entre 1954 y 1985, para pasar a una derecha civilizada que volvió al poder y lo prostituyó sin límites. Por ello, esa juventud no se miente a sí misma ni abjura de sus limpias y puntuales convicciones; de ellos no son los miedos ni las culpas. No es adicta a la compasión ni a la indulgencia. Exige algo más elemental: un país decente.

Gerardo Guinea Diez
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