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¿Desarrollo sostenible?

Samuel Pérez Attias

En Guatemala, los indicadores basados en promedios no dicen mucho: el ingreso promedio por persona ronda alrededor de 6,000 dólares al año, pero seis de cada diez personas viven con ingresos debajo de $730 anuales.

Y si son indígenas, el número sube a siete de cada diez. El 30 % de la población más pobre recibe un 5 % de los ingresos generados en el país, mientras que el exclusivo 3 % de la población más rica acapara el 22 % de los ingresos totales. La escolaridad promedio es de 5.4 años de primaria, pero es de 2.3 cuando se trata de mujeres indígenas. Uno de cada dos niños padece desnutrición, pero la tasa aumenta a ocho de cada diez si son indígenas.

Los promedios, además de ser engañosos, pueden incluso ser peligrosos cuando se usan como indicadores de desarrollo sin hilar más fino. Esto es porque, en un país con tan altos niveles de desigualdad e inequidad, los promedios atentan incluso con los objetivos que se desea alcanzar. Por ejemplo, se dice que la pobreza se reduce, pero no se toma en cuenta que esa reducción no es tal cuando se habla de grupos vulnerables y excluidos, como las mujeres indígenas de áreas rurales, donde la pobreza es la norma y sigue creciendo conforme pasa el tiempo.

Así las cosas, no llegaremos muy lejos en materia de desarrollo si seguimos con el paradigma de la inversión extranjera directa basada en incentivos fiscales (exención de impuestos), de los bajos costos laborales de mano de obra no calificada (salarios diferenciados) y de laxas regulaciones ambientales como catalizadoras del crecimiento económico bajo un modelo etnocéntrico, excluyente y depredador de la biodiversidad como panacea para levantar el ingreso promedio per cápita.

La Cepal muestra los bajos ingresos fiscales (siete centavos de cada dólar producido en el país van a inversión social, de los cuales dos van a salud y tres a educación), y el Informe de Desarrollo Humano del país evidencia todavía bajísimos niveles de capital humano y múltiples obstáculos para pequeños y medianos empresarios para competir con los grandes inversores locales y extranjeros, que se concentran, en su mayoría, en mercados oligopólicos. Agreguemos a eso la captura del Estado por la corrupción, como han evidenciado la Cicig, el MP y el Icefi, y una débil institucionalidad (incluyendo la falta de claridad de la ciudadanía en cuanto al rol del Estado en la economía). Tenemos entonces un modelo de desarrollo que debe ser no solo críticamente revisado, sino estructuralmente modificado, pues no es sostenible en el tiempo.

La democracia debe derribar los muros de desigualdad que las industrias concentradas, a través de imperfectas estructuras de mercado, construyen, mantienen, reproducen y solidifican endógenamente en el tiempo.

¿Cómo hacerlo? Primero que nada, la ciudadanía debe reconocer el Estado y la democracia como promotores fundamentales de equidad, de manera que se provean respuestas más satisfactorias a estas tres preguntas: cómo crecemos, para quién crecemos y por cuánto tiempo esperamos seguir creciendo económicamente.

Para ello se deben introducir en las cuentas nacionales los costos netos socioambientales a través de las externalidades producidas (el Iarna-URL ha hecho un gran trabajo y ha generado propuestas viables en torno a esto). Por ejemplo, exportar palma africana o minerales a costa de la destrucción de ecosistemas, de la contaminación de las aguas o del desplazamiento de comunidades termina dañando el desarrollo integral de la ciudadanía y otras formas de vida. No contribuye al progreso integral, aunque agregue cifras a los indicadores macroeconómicos en cuanto al PIB per cápita.

Atraer inversión extranjera directa sin brindarle herramientas ni capital humano (educación y salud) a la ciudadanía seguirá reproduciendo un modelo que demanda mano de obra no educada, barata y desechable para producir productos igualmente baratos y desechables, lo cual opera en detrimento del bienestar integral de la ciudadanía y de otras formas de vida. Incrementar la productividad del país colocando a las personas como una pieza más de la maquinaria industrial productiva no es una estrategia viable para el desarrollo integral sostenible en el tiempo.

Esta bomba de tiempo, que constantemente revienta y se vuelve a activar, produce inestabilidad política, inseguridad social, violencia, desbalance ambiental, vulnerabilidad económica y un ciclo que mantiene a muchos en la miseria y a pocos en la riqueza, pero a todos en un país en el que impera el subdesarrollo.

El desarrollo no sucede por ósmosis dejando hacer y dejando pasar cuando existen asimetrías estructurales.

Cuando la riqueza y el poder se concentran en pocos, el subdesarrollo es de todos.

Fuente: [http://plazapublica.com.gt/content/desarrollo-sostenible]

Narrativa y Ensayo publica este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.

Samuel Pérez Attias